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Hacia las dos se levantó suspirando y me deseó buenas noches. Vale, le dije, no puedo levantarme tarde mañana, y mientras ella subía al piso superior me estiré como pude. Logré levantar el yeso tres centímetros.

Di unas cuantas vueltas por la habitación antes de decidirme a desplegar el sofá; tenía pereza y sentía la cabeza un poco pesada. Pensé que sería bueno poner un rato la cabeza debajo del grifo antes de acostarme, a lo mejor me aireaba las ideas. Así que subí en busca de refresco.

Abrí el grifo y me vi en el espejo. Tenía verdaderamente una cara espantosa. No me entretuve y dejé la cabeza debajo del grifo al menos durante cinco minutos, para ver si barría con todo eso. A continuación me erguí y cogí una toalla. Miré de nuevo al espejo y vi que Annie estaba de pie, detrás de mí. Llevaba una camiseta blanca que le llegaba justo encima de las rodillas. Me sequé la cabeza.

– Eres un cerdo -me dijo-, pero, ¿puedo tener confianza en ti?

– Yo qué sé. Depende.

– No quiero estar sola. Estoy segura de que no conseguiría dormir. Siempre te he considerado como una especie de hermano -añadió.

– Por supuesto -dije yo.

– ¿Crees que podrías pasar la noche a mi lado sin hacer tonterías?

– Estoy demasiado reventado para hacer nada de nada -le contesté.

Asintió lentamente con la cabeza sin dejar de mirarme y luego caminó hacia su habitación.

La seguí. Nos estiramos en la cama. Tal vez yo fuera un cerdo, pero no me quité los pantalones. Había una pequeña lámpara encendida en el suelo. Daba una luz suave.

– ¿Te molesta que la deje encendida?

– No, no me importa -dije.

Coloqué mi brazo válido debajo de la cabeza. El otro debía de estar por cualquier parte, encima de la cama. Miramos el techo. Nos quedamos un buen rato así, y creo que ya había conseguido no pensar en nada cuando ella se volvió bruscamente hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro. No dije nada. Contuve la respiración.

– No es lo que te imaginas -dijo.

– Ya lo sé.

En realidad, lo único que sabía era que una chica viva estaba pegada a mí. Desplegué lentamente mi brazo y la apreté con suavidad; imagino que un hermano habría hecho algo por el estilo. Se dejó hacer. Nos quedamos un momento inmóviles y luego empecé a moverme casi imperceptiblemente. Parecía que estuviéramos en una barca con el mar en calma. Empecé a notar seriamente que sus tetas se aplastaban contra mi cuerpo. Seguí más y más y más, durante siglos, y me parece que ninguno de los dos sabía exactamente qué hacíamos. Por fin me lancé francamente. Restregaba su pecho contra mí sin que pudiera quedar la menor duda acerca de lo que estaba haciendo. Ella también parecía bastante excitada, pero no me tocaba, tenía las manos apretadas la una contra la otra. Estábamos totalmente derrengados los dos: el alcohol, el cansancio, la soledad; el tiempo había dejado de pasar y la corriente n había abandonado por un momento en la orilla. La cosa tenía que degenerar forzosamente, yo no podía hacer nada por evitarlo. Nunca me he creído tan hacha como para ir contra la voluntad de los dioses.

Le arremangué la camiseta y ella se tapó los ojos con un brazo. Llevaba unas bragas blancas. Mantenía las piernas juntas.

– No podría -murmuró-. Sabes perfectamente que no podría…

Besé sus pechos uno tras otro. Ella los tendía hacia mí lanzando breves gemidos. Aspiraba sus pezones, se los mordisqueaba, los apretaba entre mis labios; los lamí y los chupé como un loco y, con toda la suavidad que me fue posible, deslicé la mano debajo de su vientre. Necesitaba romperle el cerebro en mil pedacitos para conseguir algo, necesitaba que olvidara que era un hombre quien estaba con ella, un hombre quien recorría su piel con dedos nerviosos. Deslicé la mano bajo el elástico pero fue imposible hacerle abrir las piernas. Yo estaba de rodillas y el yeso me estorbaba. Empezaba a sudar. Su pecho centelleaba a causa de la saliva y su boca estaba abierta. Mientras trataba de meterle un dedo en la raja me incliné sobre su oreja:

– ¿Por qué? -dije en voz baja.

– No puedo explicártelo.

Conseguí deslizar mi dedo y acariciarle el botón dos o tres veces. No separó las piernas, pero sentí que ya no las mantenía apretadas. La acaricié suavemente. Al cabo de un minuto, me asió la mano. Colocó mi dedo en el lugar preciso, puso su mano encima de la mía y marcó el ritmo adecuado. Durante todo aquel rato mantuvo el brazo sobre los ojos. No me miró ni una sola vez. Pero al menos eso podía entenderlo.

Empezó a gozar y dobló las rodillas sobre el vientre, y no detuvo el movimiento de mi mano hasta que se encontró replegada sobre sí misma, como un trozo de plástico arrugado por las llamas. Luego se volvió hacia el otro lado sin decir ni una palabra. Yo estaba empapado en sudor. Le puse la mano en el hombro y ella se contrajo.

– No intentes metérmela, por favor -murmuró.

– No -dije yo.

– Estoy completamente borracha -añadió.

– Yo también -dije.

– Quiero que olvidemos esto, que lo olvidemos los dos.

Su hombro era blanco y liso como la cascara de un huevo. Retiré la mano.

– De acuerdo, que duermas bien -le dije.

Al día siguiente, por la mañana, no sé qué milagro ocurrió pero me desperté temprano. Todo el mundo estaba durmiendo. Me tomé un café a toda velocidad y volví a casa. A las ocho en punto, Gladys llamó a la puerta. OOOoohhh, exclamó al verme.

– Es exactamnente lo que se llama morder el polvo -le dije.

Tenía aspecto de estar de buen humor, más fresca y más relajada que la semana anterior. Llevaba una especie de pantalón de tubo a cuadros blancos y negros realmente espantoso, y parecía menos maquillada.

– Para ser un escritor, tiene usted un aire realmente curioso.

Pero empiezo a acostumbrarme.

Preparé café en la cocina. Era una hermosa mañana.

– Si todo va bien, habremos terminado antes del fin de semana -le dije.

Encendió un largo cigarrillo mentolado, lo que me alegraba el corazón. Me acerqué a la ventana, la playa estaba completamente desierta y no había ni una gaviota en el cielo. Era relajante.

– ¿Puedo hablarle con franqueza? -me preguntó.

Quise volverme hacia ella, pero no pude arrancarme de mi contemplación.

– Evidentemente -le dije.

– Es acerca de su libro, lo he estado pensando durante el fin de semana. Es como si usted se negara a ir hasta el fondo de las cosas.

– Sí, no creo que mis lectores sean unos imbéciles. No tengo ganas de llevarlos de la mano.

Igualmente podría haber escupido al cielo, porque siguió en su ataque:

– Me parece que hay ciertas ideas que podría haber desarrollado más, que podría haber ahondado en algunos personajes, haber aislado algunos temas fundamentales…

Seguí mirando al exterior y la sensación de vacío que se des prendía del conjunto empezaba a invadirme. Siempre lo mismo…

– Oiga, mire -le dije-, no me siento investido de una misión sagrada. Y ya no estoy en la escuela. Hay tipos capaces de hacerte seguir durante cuatrocientas o quinientas páginas la lenta evolución de un alma y de ponerte una habitación patas arriba sin dejar nada al azar. Pero yo no tengo nada que ver con todo eso, no me obsesiono por los detalles. Prefiero emplear proyectores y dejarlo todo otra vez en sombras. Trato de tragarme de nuevo mis vómitos.

Permaneció un segundo silenciosa a mi espalda, creí que se había volatilizado.

– Crear es estallar -dijo ella.

– No lo sé, nunca me he planteado esa cuestión.

Siguió un rato diciendo tonterías sobre la creación, y citó a varios autores que yo había colocado más bien entre las filas de los psiquiatras y de los plastas. Pero había dejado de escucharla, nunca he podido mantener una conversación de ese tipo durante más de cinco minutos, y eso cuando estoy en forma… Debe ser por eso que no tengo demasiados amigos en el Mundo de las Letras. Jamás he acabado de entender a dónde querían ir a parar esos tipos. En mi caso, al menos estaba claro: no quería ir a parar a ningún lado. Soy el único escritor que pide a sus lectores que tengan los ojos vendados.

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