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Esperé a que parara la lluvia con los limpiaparabrisas en marcha. La imagen de Nina me atravesaba la mente de cuando en cuando. Yo era como el tipo que desea levantarse a cualquier precio y que siente que una mano suave y tranquila vuelve a sentarlo una y otra vez. Empezaba a estar harto.

Dejé de pensar memeces cuando aclaró un poco. Le di un codazo a Bob en las costillas y le señalé la casa con un movimiento de cabeza.

– Mi despertarte -dije-. Mi no poder hacer más.

Gruñó y bajamos. Como no era el hijo del patrón, estaba claro que era yo quien tenía que hacer el trabajo y que él sólo estaba allí para los casos imposibles. Llevar un colchón solo no es imposible, pero no hay nada peor en el mundo; es casi el horror total. Bob saltó a la caja de la camioneta y me cargó el colchón a la espalda. Mierda, la verdad es que era muy pesado, y fofo, y no había por dónde agarrarlo. Atravesé la calle zigzagueando. Cualquiera hubiera podido creer que había sido atacado por una medusa espacial y que aquello iba a chuparme el cerebro.

Cuando llegué al vestíbulo, me apoyé en una pared y le pegué una patada a la puerta de la portera. Cuando oí que la puerta se abría, aspiré un poco de aire debajo de mi colchón y vociferé el nombre del tipo.

– ¿No está? -pregunté.

– ¿Y por qué no iba a estar?

– No sé -dije yo.

Me dirigí hacia la escalera y al pasar me enganché con un extintor y estuve a punto de arrancarlo de la pared, al igual que una pequeña hacha contra incendios y su armario de vidrio.

Llegué como pude hasta la puerta del sexto izquierda, llamé y salió a abrirme un tipo en camiseta sin mangas y con pinta de tonto.

Atravesé el apartamento con mi cacharro a la espalda, arrasando varias cosas a mi paso. Estaba harto. Siempre tengo la sensación de ser un esclavo cuando tengo un trabajo así, me hace ese efecto a la primera gota de sudor, y a continuación soy como un lobo herido y al acecho, me hago hipersensible y se me pone la cara ligeramente blanca. Metí el albarán en la mano del tipo y volví a bajar. Zarandeé a Bob.

– Si el somier pasa, será por los pelos -le dije-, pero me sorprendería que pasara.

Evidentemente, había calculado bien y quedamos atrapados en la última curva, era imposible avanzar ni un milímetro más sin destrozar algo. Por mucho que lo intentáramos en todas direcciones, era imposible. El cliente nos miraba desde el rellano superior, pues sí, colega, murmuré, así es, nos hemos reventado para nada y eso sin contar con que ahora tendremos que bajar esta puta mierda.

– A ver, ¿qué pasa? -soltó el tipo.

– Que no pasa -dije.

– Hombre, cómo no va a pasar. Lo han encarado mal.

– No, no lo ha entendido… El asunto no funciona, el somier es demasiado grande.

– ¿Pero qué dice? TIENE que pasar. Venga, muévanse.

Es posible que yo fuera un esclavo, pero conocía quién era mi amo, y el dueño de la tienda había dado instrucciones muy precisas para hacer frente a situaciones de ese tipo. No debe intentarse nada que pueda dañar nuestra mercancía o poner en peligro la vida de uno de nuestros empleados. Yo estaba completamente de acuerdo y estaba decidido a aplicar la consigna al pie de la letra. Aquel tipo no me gustaba nada. Le hice a Bob una señal con la cabeza:

– Media vuelta, Bob -le dije.

El cliente bajó corriendo los pocos escalones que nos separaban y puso una mano en el somier.

– Oigan, ¿me quieren tomar el pelo? -preguntó-. Ya casi estamos arriba.

– Es posible que casi estemos arriba -dije yo-, pero, ¿ve?, esta escalera es como una especie de embudo, no vale la pena insistir. Conozco mi trabajo…

Como escritor, todo el mundo me parece formidable, pero como conductor-repartidor casi todo el personal con el que me topaba era gilipollas.

– Oh, mierda, empujen sólo un poco, déjenme a mí -dijo-. Sólo estorba una pequeña joroba, nada, pasará fácilmente.

– Oiga, déjelo -dije-. Soy responsable de este cacharro hasta que lo haya entregado.

– Pues entonces, muchacho, considera que YA lo has entregado sólo hay que esforzarse un poco. Como no pareces muy decidido, voy a tener que enseñarte a hacerlo.

Por un momento me pregunté qué hacía yo allí. Fui en busca de las cadenas y el tipo aprovechó la ocasión para deslizarse hasta la parte posterior del somier y empezó a empujar como un mulo apoyándose en la barandilla. Claro, eso era precisamente lo que no había que hacer. Se puso rojo y las venas del cuello se le hincharon.

– Creo que va a conseguir atascarlo de verdad -comentó Bob.

– ¡¡¡EL CLIENTE NO PUEDE INTERVENIR DURANTE LA ENTREGA, ARTÍCULO SIETE!!! -grité yo.

Pero era ya demasiado tarde, el otro lo había conseguido plenamente: un ángulo del somier estaba hundido diez centímetros en el techo y otro había quedado atrapado en la barandilla. Nos miró con aire estúpido, sudando ligeramente y con el pelo revuelto. Le di un golpe al somier y el cacharro vibró como una cuerda de piano.

– ¡Me cago en la puta, muy bien! -dije-. Ahora sí que lo tenemos perfecto, ¿eh?

Nos pasamos más de diez minutos tratando de desenganchar el maldito somier. La escalera empezaba a llenarse de curiosos y no conseguíamos nada, simplemente zarandeábamos el edificio y el cacharro no se movía ni un milímetro. Abandoné.

– ¿Vienes, Bob? -pregunté.

Iba a largarme, pero el tipo me retuvo agarrándome por el brazo.

– Oigan, ¿no se van a ir dejándome esto aquí, verdad?

Me solté el brazo.

– Considero que el somier ha sido entregado -dije-. Le deseo buenos días.

– No se va a largar tan fácilmente -soltó el tipo.

– Trata de impedirme el paso y vas a hacer un vuelo planeado por el agujero de la escalera -le dije.

Empecé a bajar, pero una anciana de cabellos blancos se puso en medio, parecía una especie de pájaro perdido en la nieve, era una cabeza más baja que yo y olía a violetas.

– Oiga, señor -lloriqueó-, tengo que entrar en mi casa, ¿entiende?, tengo que entrar en mi casa.

– Pues claro, señora, no se preocupe. Lo único que ocurre es que ha sido aquel señor, aquel de allí, el que ha atascado el somier. Yo no tengo nada que ver, yo le había avisado, yo le había dicho que no tocara nada. Así que ahora es él quien tiene que apañárselas.

Parece que hay una edad en la que ya no oyen nada, en la que ya no entienden nada y Dios sabe qué más. Parece que pasa así, es increíble. Me cogió el brazo con su mano blanca y me miró de una forma tal que parecía que yo fuera el Salvador.

– Oiga, señor, a mi edad no puedo quedarme fuera y, ¿sabe?, empiezo a sentir apetito.

– Pues es verdad, yo también empiezo a sentir apetito. Arréglelo con él.

– Oooooohhhhh, ooooohhhh, ¿qué va a ser de mí?

Justo detrás de la vieja había una chica joven mascando chicle.

– Oye, tío, ¿te enteras?, me parece que no tienes mucho corazón… Bueno, colega, ¿te imaginas que esa cochinada te la hicieran a ti? Creo que alucinas un poco, tío.

Miré al tipo. Sonreía abiertamente. Miré a la vieja, miré a la chica, miré a la gente que estaba en la escalera, miré a Bob, y entendí que todos esperaban algo de mí.

– Vale, de acuerdo -dije-; déjenme pasar. Bob, tú no te muevas de ahí, yo voy a por las herramientas.

– ¿Qué herramientas? -gritó Bob.

Empujé a unas cuantas personas y bajé a toda velocidad. Llegué abajo realmente caliente, con las piernas temblando. A veces la vida te atrapa en una lengua de fuego y no puedes resistirte. Rompí el cristal con el codo y agarré el hacha. Je, je, tengo que reconocer que la tenían muy a mano y que cortaba como una navaja. Apenas hube recuperado el aliento, subí la escalera con el corazón lleno de ira.

La gente se pegaba a la pared cuando yo pasaba y, cuando llegué hasta él, el tipo empezó a poner caras raras y se produjo un silencio mortal.

– Escúchame atentamente -le dije-. Te voy a quitar una espina muy grande que tienes en el pie pero, si haces un solo gesto, te emplasto el cerebro en la pared, ¿vale? ¿Lo has entendido bien?

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