Por el camino, le entregó varios pasaportes, dinero y un manojo de llaves de coche, y agitó delante de sus nances una tarjeta de crédito de color platino.
– ¡Cuidado con las notas de gastos! ¡No abuse!
Con un gesto rápido y brusco, Lucas se apoderó del rectángulo de plástico y renunció a estrechar la mano más pegajosa de toda la organización. Blaise, acostumbrado a ello, se frotó las palmas contra el pantalón y escondió torpemente las manos en los bolsillos. Disimular era una de las especialidades del individuo que había alcanzado ese puesto, no por competencia, sino por toda la trapacería y la hipocresía que el deseo de ascender puede producir. Blaise felicitó a Lucas y le dijo que había utilizado toda su influencia para favorecer su candidatura. Lucas no concedió el menor crédito a sus palabras; consideraba a Blaise un incompetente, al que habían confiado la responsabilidad de la comunicación interna exclusivamente por razones de parentesco.
Lucas ni siquiera se tomó la molestia de cruzar los dedos cuando prometió informar regularmente a Blaise de los progresos de su misión. En el seno de la organización para la que trabajaba, engañar era el medio más seguro de que disponían los directores para perpetuar su poder. Llegaban incluso a mentirse entre sí para complacer al Presidente. El responsable de comunicación suplicó a Lucas que le dijera lo que el Presidente le había susurrado al oído. Este lo miró con desprecio y se despidió.
Zofia le besó la mano a su padrino y le aseguró que no lo decepcionaría.
Le preguntó si podía confiarle un secreto. Miguel asintió con la cabeza. Tras un instante de vacilación, la joven le confesó que el Señor tenía unos ojos increíbles, que nunca había visto nada tan azul.
– A veces cambian de color, pero no puedes decirle a nadie lo que has visto en ellos.
Ella lo prometió y salió al pasillo. Miguel la acompañó hasta el ascensor. Justo antes de que las puertas se cerraran, le susurró en un tono de complicidad:
– Le has parecido encantadora.
Zofia se sonrojó. Miguel fingió no haberse dado cuenta.
– Para ellos, este reto quizá no sea sino un maleficio más, pero para nosotros es una cuestión de supervivencia. Todos confiamos en ti.
Unos instantes después, Zofia cruzó de nuevo el gran vestíbulo. Pedro echó un vistazo a las pantallas de control: había vía libre. La puerta camuflada en la fachada volvió a deslizarse y Zofia salió a la calle.
En el mismo momento, Lucas salía por el otro lado de la torre. Un último rayo atravesó el cielo a lo lejos, por encima de las colinas de Tiburón. Lucas paró un taxi, el vehículo se detuvo ante él y el joven montó.
En la acera de enfrente, Zofia corría hacia su coche; una agente de tráfico estaba poniéndole una multa.
– Buenos días, ¿qué tal está? -le dijo Zofia a la mujer de uniforme.
La policía volvió lentamente la cabeza a fin de asegurarse de que Zofia no estaba burlándose de ella.
– ¿Nos conocemos? -preguntó la agente Jones.
– No, no creo.
La agente, dubitativa, mordisqueaba el bolígrafo observando a Zofia. Arrancó la multa del bloc.
– ¿Y usted? ¿Está bien? -dijo mientras la colocaba bajo el limpiaparabrisas.
– ¿No tendrá por casualidad un chicle de fresa? -preguntó Zofia, apoderándose del papel.
– No, de menta.
Zofia rechazó cortésmente el paquete que le ofrecía y abrió la portezuela del coche.
– ¿No quiere negociar la multa?
– No, no.
– ¿Sabe que, desde principios de año, los conductores de vehículos oficiales tienen que pagar las multas de su bolsillo?
– Sí -dijo Zofia-, lo he leído en algún sitio. Después de todo, es bastante lógico.
– ¿En el colegio se sentaba siempre en la primera fila? -preguntó la agente Jones.
– Francamente, no me acuerdo… Ahora que lo dice, creo que me sentaba cada vez en un sitio.
– ¿Está segura de que se encuentra bien?
– Esta noche habrá una puesta de sol espléndida, no se la pierda. Debería ir a verla en familia; desde Presidio Park, el espectáculo será magnífico. La dejo, tengo muchísimo trabajo -dijo Zofia, subiendo al coche.
Cuando el Ford se alejó, la agente notó que un ligero estremecimiento le recorría la espalda. Se guardó el bolígrafo en el bolsillo y sacó el teléfono móvil. Dejó un largo mensaje en el buzón de voz de su mando. Le preguntó si podía empezar el servicio media hora más tarde; ella haría todo lo posible por regresar más temprano. Le proponía dar un paseo por Presidio Park a la caída del sol. Sería excepcional, ¡se lo había dicho una empleada de la CÍA! Añadió que lo quería y que, desde que tenían horarios distintos, no había encontrado el momento de decirle lo mucho que lo echaba de menos. Unas horas más tarde, mientras hacía unas compras para un picnic improvisado, ni se dio cuenta de que el paquete de chicles que había metido en el carrito no era de menta.
Lucas, atrapado en los embotellamientos del barrio financiero, hojeaba una guía turística. Pensara lo que pensara Blaise, la envergadura de su misión justificaba un aumento de sus notas de gastos, de modo que le dijo al conductor que lo dejara en Nob Hill. Una suite en el Fairmont, el famoso hotel de lujo de la ciudad, sería perfecta. El vehículo tomó la calle California a la altura de Grace Cathedral y avanzó bajo la majestuosa marquesina del hotel hasta detenerse delante de la alfombra de terciopelo rojo con ribetes dorados. El mozo de equipajes intentó hacerse con su maletín, pero él le lanzó una mirada que lo mantuvo a distancia. Sin dar las gracias al portero, que había empujado la puerta giratoria para que pasara, se acercó al mostrador de recepción. La recepcionista no encontraba ni rastro de su reserva. Lucas levantó la voz y tachó a la joven de inútil. Inmediatamente apareció el responsable del servicio. Le tendió a Lucas una llave magnética y, en un obsequioso tono «cliente difícil», se deshizo en disculpas, esperando que una habitación de categoría «suite superior» le hiciera olvidar las ligeras molestias causadas por una empleada incompetente. Lucas tomó la tarjeta y pidió que no se le molestara bajo ningún concepto. Hizo ademán de ponerle discretamente un billete en la mano, que imaginaba igual de húmeda que la de Blaise, y se dirigió apresuradamente hacia el ascensor. El responsable de la recepción dio media vuelta con las manos vacías y cara de enfado. El ascensorista preguntó amablemente a su radiante pasajero si había tenido un buen día.
– ¿Y a ti qué te importa? -repuso Lucas, saliendo de la cabina.
Zofia aparcó el coche junto a la acera. Subió la escalera de entrada de la casita victoriana situada en Pacific Heights, abrió la puerta y se cruzó con su casera.
– Me alegro de que hayas vuelto de viaje -dijo la señora Sheridan.
– ¡Pero si sólo he estado fuera de casa desde esta mañana!
– ¿Seguro? Creía que anoche no estabas. Bueno, ya sé que sigo metiéndome en lo que no me importa, pero no me gusta que la casa esté vacía.
– Volví tarde y usted ya estaba durmiendo. Tenía un poco más de trabajo que de costumbre.
– Trabajas demasiado. A tu edad, y con lo guapa que eres, deberías pasar las noches con un amigo.
– Tengo que subir a cambiarme, Reina, pero pasaré a verla antes de marcharme, lo prometo.
La belleza de Reina Sheridan no se había ajado con el tiempo. Tenía una maravillosa voz, dulce y grave, y su mirada luminosa delataba una vida intensa de la que sólo conservaba los buenos recuerdos. Era una de las primeras mujeres que habían recorrido el mundo como reporteras. Las paredes de su salón oval estaban cubiertas de fotos amarillentas, de rostros del pasado que atestiguaban sus numerosos viajes y encuentros. Allí donde sus colegas habían tratado de fotografiar lo excepcional, Reina había captado lo corriente porque tenía lo que para ella era más preciado, la oportunidad del momento.