La cabeza del taxista descansaba sobre el volante y accionaba el claxon, que sonaba al mismo tiempo que la sirena de los remolcadores en el puerto de Nueva York, un lugar precioso cuando hacía buen tiempo, como ese domingo de finales de otoño. Lucas se dirigía hacia allí, desde donde un helicóptero lo trasladaría al aeropuerto de LaGuardia. Sólo faltaban sesenta y seis minutos para que despegara su avión.
El muelle 80 del puerto mercante de San Francisco estaba desierto. Zofia colgó despacio el auricular del teléfono y salió de la cabina. Entornando los ojos a causa de la luz, contempló el malecón de enfrente. Un enjambre de hombres trajinaba alrededor de gigantescos contenedores. Los conductores de las grúas, encaramados en sus respectivas barquillas, dirigían un delicado ballet de plumas que se cruzaban sobre un inmenso carguero con destino a China. Zofia suspiró: aun poniendo la mejor voluntad del mundo, no podía hacerlo todo sola. Tenía muchos dones, pero no el de la ubicuidad.
La bruma ya cubría el tablero del Golden Gate, cuyos pilares apenas sobresalían de la densa nube que invadía progresivamente la bahía. En cuestión de instantes, la actividad portuaria tendría que paralizarse por falta de visibilidad. Zofia, preciosa con su uniforme de oficial encargada de la seguridad, contaba con muy poco tiempo para convencer a los capataces sindicados de que ordenaran detenerse a los cargadores que trabajaban a destajo. ¡Ojalá hubiera sabido enfadarse! La vida de un hombre debería tener prioridad sobre unas cuantas cajas cargadas deprisa y corriendo. Pero los hombres no cambian así como así; de lo contrario, no habría habido necesidad de que ella estuviera allí.
A Zofia le gustaba el ambiente que reinaba en los muelles de carga. Siempre tenía muchas cosas que hacer. Toda la miseria del mundo se daba cita a la sombra de los antiguos puertos francos. Los vagabundos se instalaban allí, apenas protegidos de las lluvias otoñales, de los vientos helados que el Pacífico arrastraba hacia la ciudad al llegar el invierno y de las patrullas de policía, poco amigas de adentrarse en ese universo hostil en cualquier estación.
– ¡Manca, ordéneles que paren!
El hombre corpulento fingió no haberla oído. Estaba anotando el número de matrícula de un contenedor, que se elevaba hacia el cielo, en un gran bloc de notas que mantenía apoyado contra el vientre.
– ¡Manca, no me obligue a presentar una denuncia! ¡Use la radio y ordene que dejen de trabajar ya! -Insistió Zofia-. La visibilidad es inferior a ocho metros, y sabe perfectamente que debería haber tocado el silbato en cuanto ha bajado de diez.
El capataz Manca firmó la hoja y se la tendió a su joven ayudante. Con un gesto de la mano, le indicó que se alejara.
– No se quede aquí, está en una zona peligrosa. Cuando una carga se suelta, no perdona.
– Sí, pero no se suelta nunca. Manca, ¿me ha oído? -insistió Zofia.
– ¡No tengo una mira láser en los ojos, que yo sepa! -masculló el hombre, rascándose una oreja.
– ¡Pero su mala fe es más precisa que cualquier telémetro! No intente ganar tiempo. Cierre este puerto ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.
– Hace cuatro meses que trabaja aquí y nunca había bajado tanto la productividad como desde su llegada. ¿Va a encargarse usted de alimentar a las familias de mis compañeros cuando acabe la semana?
Un tractor estaba acercándose a la zona de descarga. El conductor no veía prácticamente nada y la horquilla frontal evitó por los pelos chocar contra una batea.
– Vamos, apártese. ¿No ve que molesta?
– No soy yo quien molesta, es la niebla. Lo único que tiene que hacer es pagar de otra forma a los cargadores. Estoy segura de que sus hijos se alegrarán más de ver a su padre esta noche que de cobrar la prima del seguro de defunción del sindicato. Dese prisa, Manca, dentro de dos minutos tramito una demanda judicial contra usted, e iré personalmente a los tribunales. -El capataz miró a Zofia antes de escupir en el agua-. ¿Se da cuenta? ¡No se ven ni sus escupitajos! -dijo ella.
Manca se encogió de hombros, empuñó el walkie-talkie y se resignó a ordenar el cese general de las actividades. Al cabo de un instante sonaron cuatro toques de bocina e inmediatamente se paralizó la danza de grúas, elevadores, tractores y todo cuanto podía moverse en los muelles y a bordo de los cargueros. A lo lejos, en lo invisible, la sirena de niebla de un remolcador respondió al cese de la actividad.
– Si seguimos parando tantos días, este puerto acabará por cerrar.
– No depende de mí que llueva o haga sol, Manca. Yo me limito a evitar que sus hombres se maten. ¡Y no ponga esa cara, odio que estemos enfadados! Vamos, le invito a un café y unos huevos revueltos.
– Puede mirarme todo lo que quiera con sus ojos de ángel, pero se lo advierto, en cuanto la visibilidad llegue a diez metros, lo pongo todo en marcha otra vez.
– En cuanto pueda leer el nombre de los barcos en el casco. ¡Venga, vamos!
El Fisher's Deli, la mejor taberna del puerto, ya estaba abarrotada. Siempre que había niebla, los cargadores se reunían allí para compartir la esperanza de que el cielo se despejara y permitiera no perder el día. Los más veteranos estaban sentados al fondo de la sala. De pie, en la barra, los jóvenes se mordían las uñas mientras trataban de distinguir por las ventanas la proa de un barco o la pluma de una grúa, primeros indicios de una mejoría del tiempo. Tras las conversaciones de compromiso, todos se ponían a rezar con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. Para esos obreros polivalentes, que trabajaban tanto de día como de noche sin quejarse jamás del óxido y de la sal que se les calaban hasta en las articulaciones, para esos hombres que ya no sentían las manos, cubiertas de gruesos callos, era terrible volver a casa con sólo el puñado de dólares de la garantía sindical en el bolsillo.
En el bar había un estruendo de cubiertos que entrechocaban, de vapor que salía silbando de la cafetera, de cubitos extraídos de las bandejas… Los cargadores, sentados en grupos de seis en los bancos de escay, intercambiaban pocas palabras por encima del estrépito.
Mathilde, la camarera de figura frágil, con un corte de pelo estilo Audrey Hepburn y una blusa de vichy, llevaba una bandeja tan cargada que las botellas parecían mantenerse en equilibrio por arte de magia. Con el bloc de pedidos en el bolsillo del delantal, iba y venía de la cocina a la barra, del bar a las mesas, de la sala a la ventanilla del friegaplatos. Para ella, los días de bruma espesa eran agotadores, pero dada su soledad cotidiana, los prefería a los tranquilos. Con sus generosas sonrisas, sus miradas de reojo y sus réplicas mordaces, siempre acababa por levantar un poco la moral a los hombres. La puerta se abrió, ella volvió la cabeza y sonrió; conocía perfectamente a la chica que estaba entrando.
– ¡Zofia, mesa cinco! Date prisa, casi he tenido que subirme encima para guardártela. Enseguida os traigo café.
Zofia se sentó en compañía del capataz, que continuaba refunfuñando.
– Llevo cinco años diciendo que instalen un alumbrado de tungsteno. Con eso ganaríamos por lo menos veinte días de trabajo al año. Además, esas normas son una idiotez. Mis muchachos pueden currar perfectamente con una visibilidad de cinco metros, son todos profesionales.
– ¡Por favor, Manca, los aprendices representan el treinta y siete por ciento de sus efectivos!
– ¡Los aprendices están aquí para aprender! ¡Nuestro oficio se transmite de padres a hijos, y aquí nadie juega con la vida de los demás! ¡El carné de cargador se gana a pulso, y sirve igual haga buen o mal tiempo!
El rostro de Manca se dulcificó cuando Mathilde los interrumpió para servirles, orgullosa de la rapidez que había llegado a alcanzar.
– Huevos revueltos con beicon para usted, Manca. Tú, Zofia, supongo que no quieres comer nada, como de costumbre. De todas formas, te traeré un café con leche, aunque tampoco te lo tomarás… En fin, el pan, el ketchup, aquí lo tenéis todo.