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– ¡Es la Biblia, Lucas! -Ante su expresión interrogativa, añadió, desanimada-: ¡Olvídalo!

No se atrevía a decirle que tenía hambre, pero él lo adivinó por la forma en que hojeaba el folleto del servicio de habitaciones.

– Hay una cosa que me gustaría entender -dijo Zofia-. ¿Por qué ponen horarios delante del menú de cada comida del día? ¿Qué significa eso? ¿Que pasadas las diez y media de la mañana tienen que guardar los cereales en una caja fuerte provista de cerradura programada, que no podrán abrir hasta el día siguiente? ¡Es un poco raro, la verdad! ¿Y si te apetece comer cereales a las diez y media de la noche? ¡Y mira, hacen lo mismo con las creps! ¡Claro que no hay más que mirar la longitud del cable del secador de pelo para entenderlo todo! El que inventó ese sistema debía de ser calvo. Tienes que ponerte a diez centímetros de la pared para secarte un mechón.

Lucas la tomó entre sus brazos y la estrechó contra sí para calmarla.

– ¡Te estás volviendo muy exigente!

Ella miró a su alrededor y se sonrojó.

– Puede ser.

– Tienes hambre.

– En absoluto.

– Yo creo que sí.

– Está bien, tomaré un bocado, pero sólo para complacerte.

– ¿Frosties o Special K?

– Esos que crujen al mascarlos.

– Rice Krispies. Yo me encargo de pedirlos.

– Sin leche.

– Nada de leche -dijo Lucas, descolgando el teléfono.

– Pero azúcar sí, mucho azúcar.

– Lo pido también.

Cuando colgó, fue a sentarse al lado de ella.

– ¿No has pedido nada para ti? -preguntó Zofia.

– No, no tengo hambre -respondió Lucas.

Después de que el servicio de habitaciones les entregara lo que habían pedido, Zofia extendió una toalla sobre la cama y puso la comida encima. Cada vez que tomaba una cucharada, le daba otra a Lucas, que la aceptaba de buen grado. Un relámpago iluminó el cielo a lo lejos. Lucas se levantó y corrió las cortinas. Luego volvió a tenderse al lado de ella.

– Mañana encontraré una solución para escapar de ellos -dijo Zofia-. Tiene que haber una manera.

– No digas nada -murmuró Lucas-. Hubiera querido pasar domingos fantásticos, vivir mañanas contigo soñando que habría muchos más, pero sólo nos queda un día, y quiero que ése lo vivamos de verdad.

El albornoz de Zofia se abrió un poco y él lo cerró. Ella acercó los labios a los suyos y murmuró.

– Tómame.

– No, Zofia, las pequeñas alas que llevas tatuadas en el hombro te sientan muy bien y no quiero que las quemes.

– Quiero ir contigo.

– Pero no así, no para eso.

Lucas buscó a tientas el interruptor de la lámpara. Zofia se acurrucó contra él.

En su habitación del hospital, Mathilde apagó la luz. Esa noche también se dormiría justo encima de la cama de Reina. Las campanas de la catedral dieron las doce.

Y atardeció y amaneció…

Sexto día

Se había acercado de puntillas a la ventana mientras Lucas seguía durmiendo. Había descorrido las cortinas para descubrir el amanecer de una mañana de noviembre. Miró el sol que atravesaba la bruma y se volvió para contemplar a Lucas, que estaba desperezándose.

– ¿Has dormido? -preguntó el joven.

Ella se ajustó el albornoz y apoyó la frente en el cristal.

– Te he pedido el desayuno, no tardarán en traerlo. Voy a arreglarme.

– ¿Tan urgente es? -dijo él, asiéndola de la muñeca para atraerla hacia sí.

Zofia se sentó en el borde de la cama y le pasó una mano por el cabello.

– ¿Sabes lo que es el Bachert? -le preguntó.

– Me suena, he debido de leer esa palabra en algún sitio -respondió Lucas, frunciendo el entrecejo.

– No quiero que nos rindamos.

– Zofia, el infierno nos pisa los talones, sólo nos queda hasta mañana y ningún lugar a donde huir. Quedémonos aquí los dos y vivamos el tiempo de que disponemos.

– No, yo no me plegaré a su voluntad. No soy un peón en su tablero y quiero encontrar el movimiento que ellos no hayan previsto. Siempre hay un rebelde que se esconde entre los imposibles.

– Estás hablando de un milagro, y ésa no es precisamente mi especialidad.

– ¡Pero se supone que es la mía! -dijo ella, levantándose para abrir al camarero del servicio de habitaciones.

Firmó la nota, cerró la puerta y empujó la mesa con ruedas hasta el dormitorio.

– Ahora estoy demasiado lejos de sus pensamientos para que puedan oírme -dijo.

Zofia llenó una taza de cereales y los cubrió con tres sobrecitos de azúcar.

– ¿De verdad no quieres leche? -preguntó Lucas.

– No, gracias, los ablanda.

Miró por la ventana la ciudad que se extendía a lo lejos y sintió que la cólera la invadía.

– ¡No puedo mirar estas paredes a mi alrededor y decirme que ahora son más inmortales que nosotros! ¡Me pone a cien!

– ¡Bienvenida a la Tierra, Zofia!

Lucas entró en el cuarto de baño y dejó la puerta entornada. Zofia apartó la bandeja, pensativa. Se levantó, se puso a caminar por el saloncito, regresó al dormitorio y se tendió en la cama. El libro que estaba sobre la mesilla de noche atrajo su atención y se puso en pie de un salto.

– ¡Conozco un sitio! -gritó.

Lucas asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Una nube de vaho le envolvía el rostro.

– Yo también conozco un montón de sitios.

– Hablo en serio, Lucas.

– Yo también -dijo él en tono guasón-. ¿Piensas darme algún detalle más? En esta posición estoy la mitad caliente y la mitad frío. Hay una gran diferencia de temperatura entre las dos habitaciones.

– Conozco un sitio en la Tierra donde abogar por nuestra causa.

Parecía tan triste y tan alterada, tan frágil en su esperanza, que Lucas se inquietó.

– ¿Qué sitio es ése?

– El verdadero techo del mundo, la montaña sagrada donde todos los cultos conviven y se respetan, el monte Sinaí. Estoy segura de que, desde allá arriba, podré seguir hablándole a mi Padre y tal vez El me oiga.

Lucas miró el reloj del vídeo.

– Averigua los horarios. Me visto en un momento.

Zofia se precipitó hacia el teléfono y marcó el número de información de transportes aéreos. El contestador automático le prometió que un operador la atendería. Impaciente, miró por la ventana a una gaviota que emprendía el vuelo. Un rato después, tenía varias uñas mordisqueadas y nadie había atendido su llamada. Lucas se le acercó por la espalda y la rodeó con los brazos para murmurar:

– Quince horas de vuelo como mínimo, a las que hay que añadir diez de diferencia horaria… Cuando lleguemos, ni siquiera podremos decirnos adiós en la acera del aeropuerto porque ya nos habrán separado. Es demasiado tarde, Zofia, el techo del mundo está demasiado lejos de aquí.

El auricular del teléfono volvió a ocupar su sitio. Zofia se volvió para sumergir sus ojos en el fondo de los de Lucas y se besaron por primera vez.

Mucho más al norte, la gaviota se posó sobre otra barandilla. Desde su habitación del hospital, Mathilde dejó un mensaje en el móvil de Zofia y colgó.

Zofia retrocedió unos pasos.

– Sé de una manera -dijo.

– No renunciarás, ¿verdad?

– ¿A la esperanza? ¡Jamás! Estoy programada para eso. Acaba pronto de arreglarte y confía en mí.

– ¡Pero si no hago otra cosa!

Diez minutos más tarde, salieron al aparcamiento del hotel y Zofia se dio cuenta de que necesitaban un coche.

– ¿Cuál? -preguntó Lucas, desganado, mirando el parque de vehículos estacionados.

A petición de Zofia, se conformó con «tomar prestado» el más discreto. Enfilaron inmediatamente la autopista 101, esta vez en dirección norte. Lucas preguntó adonde iban, pero Zofia iba distraída buscando el móvil en el bolso y no le contestó. Antes de tener tiempo de marcar el número del inspector Pilguez para decirle que no fuese a buscarlos, sonó el aviso del buzón de voz.

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