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Y atardeció y amaneció…

Quinto día

Estaba clareando el quinto día y los dos dormían. Hasta ellos llegaba el fresco del amanecer perfumado de otoño por la ventana abierta. Zofia se acurrucó contra Lucas. Los gemidos de Mathilde la habían sacado de su agitado sueño. Se desperezó y enseguida se quedó inmóvil al percatarse de que no estaba sola. Apartó despacio la manta y se levantó vestida con la ropa del día anterior. Salió al salón de puntillas.

– ¿Te duele?

– Es que estaba en una mala postura. Lo siento, no quería despertarte.

– No te preocupes, estaba medio despierta. Voy a prepararte un té. -Zofia entró en la cocina y contempló el semblante huraño de su amiga-. ¡Acabas de ganarte un chocolate caliente! -dijo, abriendo el frigorífico.

Mathilde apartó la cortina. En la calle, todavía desierta, un hombre salía de una casa con un perro sujeto de una correa.

– Me encantaría tener un labrador, pero sólo de pensar en que tendría que pasearlo todas las mañanas me entran ganas de inyectarme Prozac directamente en vena -dijo Mathilde, soltando la cortina.

– Uno es responsable de lo que domestica -afirmó Zofia-, y no es una frase mía.

– Has hecho bien en precisarlo. ¿Tenéis planes, Lu y tú?

– ¡Hace dos días que nos conocemos! Además, se llama Lucas.

– ¿Y yo qué he dicho?

– No, no tenemos planes.

– Pues eso no puede ser. Cuando se son dos, siempre se tienen planes.

– ¿Y de dónde has sacado eso?

– Es así, hay estampas de felicidad que no tenemos derecho a cambiar; podemos colorearlas, pero sin salimos de los bordes. Uno y uno son dos, dos es igual a pareja y pareja es igual a proyectos. ¡Es así y no de otra manera!

Zofia rompió a reír. En el cazo, la leche subió; la vertió en la taza y removió despacio el chocolate en polvo.

– Toma, bebe en vez de decir tonterías -dijo, llevándole el preparado humeante-. ¿Dónde has visto una pareja?

– ¡Me pones frenética! Hace tres años que te oigo hablar del amor, que si el amor esto, que si el amor aquello… ¿De qué te sirven todos esos cuentos de hadas, si te niegas desde el principio a interpretar el papel de princesa?

– ¡Qué metáfora tan romántica!

– Sí, mucho, pero si no te importa, ve a «metaforear» con él. Te advierto que, si no haces nada, en cuanto tenga la pierna en condiciones te lo robo sin ningún remordimiento.

– Ya veremos. La situación no es tan sencilla como parece.

– ¿Conoces alguna historia de amor que sea sencilla? Zofia, siempre te he visto sola, y eras tú quien me decía: «Somos los únicos responsables de nuestra felicidad». Pues bien, hija mía, tu felicidad mide un metro ochenta y cinco y pesa setenta y ocho kilos de puro músculo, así que, por favor, no pases por su lado. Tratándose de felicidad, hay que ponerse debajo.

– ¡Muy ingenioso y muy delicado!

– No, es pragmático. Por cierto, creo que «felicidad» está despertándose, así que haz el favor de ir a verlo ahora mismo, porque me gustaría respirar un poco de aire. ¡Vamos, despeja el salón, largo!

Zofia meneó la cabeza y volvió al dormitorio. Se sentó a los pies de la cama y observó el despertar de Lucas. Desperezarse bostezando le daba aspecto de felino. El joven entreabrió los ojos e inmediatamente una sonrisa le iluminó el rostro.

– ¿Hace mucho rato que estás ahí? -le preguntó.

– ¿Qué tal el brazo?

– Ya no noto casi nada -dijo él, efectuando un movimiento de rotación del hombro acompañado de una mueca de dolor.

– Ahora sin hacerte el macho: ¿qué tal el brazo?

– ¡Me duele horrores!

– Entonces, descansa. Quería prepararte algo, pero no sé qué tomas para desayunar.

– Veinte creps y otros tantos cruasanes.

– ¿Café o té? -preguntó ella levantándose.

Lucas la contempló; su semblante se había ensombrecido. La asió de la muñeca y la atrajo hacia sí.

– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que el mundo te abandonaría tras de sí, la sensación de que, al mirar cada rincón de la habitación que ocupas, el espacio mengua, la convicción de que tu ropa se ha quedado vieja durante la noche, de que en cada espejo tu reflejo interpreta el papel de tu miseria sin ningún espectador, sin que ello te produzca ya ninguna sensación de bienestar, porque piensas que nadie te quiere y que tú no quieres a nadie, que toda esa nada no será más que el vacío de tu propia existencia?

Zofia rozó los labios de Lucas con la yema de los dedos.

– No pienses eso.

– Entonces, no me dejes.

– Sólo iba a preparar un café. -Se acercó a él-. No sé si la solución existe, pero la encontraremos -susurró.

– No debo dejar que se me entumezca el hombro. Ve a ducharte, yo me ocuparé del desayuno.

Ella aceptó de buen grado y desapareció. Lucas miró su camisa colgada en la estructura de la cama: tenía una manga manchada de sangre seca y se la arrancó. Se acercó a la ventana, la abrió y contempló los tejados que se extendían a sus pies; en la bahía sonaba la sirena de niebla de un gran carguero, como en respuesta a las campanadas de Grace Cathedral. Hizo una bola con la tela manchada y la arrojó a lo lejos antes de cerrar la ventana. Después dio unos pasos hacia el cuarto de baño y pegó una oreja a la puerta. El ruido del agua lo reconfortó; respiró hondo y salió del dormitorio.

– Voy a hacer café, ¿quieres? -le preguntó a Mathilde.

Ella le mostró la taza de chocolate caliente.

– He dejado los excitantes junto con todo lo demás, pero he oído lo de las creps y me conformaré con el diez por ciento del botín.

– El cinco como máximo -contestó Lucas, pasando al otro lado de la barra-, y sólo si me dices dónde está la cafetera.

– Lucas, anoche oí algunos fragmentos de vuestra conversación y la verdad es que era como para pellizcarse para comprobar si estabas despierta. En la época en que me drogaba, no digo…, en fin, no me habría hecho ninguna pregunta, pero ahora…, bueno, no creo que la aspirina provoque viajes así. ¿De qué hablabais exactamente?

– Habíamos bebido mucho los dos, debimos de decir muchas tonterías. No te preocupes, puedes continuar tomando analgésicos sin miedo a los efectos secundarios.

Mathilde miró la chaqueta que Lucas llevaba el día anterior; estaba colgada del respaldo de una silla y tenía la espalda acribillada de impactos de bala.

– ¿Y siempre que pilláis una tajada os da por dedicaros al tiro de pichón?

– Siempre -respondió él, abriendo la puerta del dormitorio.

– En cualquier caso, el corte es bueno. Lástima que el sastre no le reforzara las hombreras.

– Se lo diré para la próxima vez, confía en mí.

– Confío en ti. Que te siente bien la ducha.

Reina entró en la habitación y, mirando a Mathilde, dejó el periódico y una gran bolsa de pastas sobre la mesa.

– Creo que voy a dedicarme al Bed amp; Breakfast, y que nadie critique mis desayunos porque podría quitarme clientes, nunca se sabe. ¿Se han despertado los tortolitos?

– Están en el dormitorio -dijo Mathilde.

– Cuando le dije que lo contrario de todo es nada, no pensé que se lo tomaría tan al pie de la letra.

– ¡Usted no ha visto al animal con el torso desnudo!

– No, pero a mi edad no hay mucha diferencia entre eso y un chimpancé.

Reina disponía los cruasanes en una fuente al tiempo que miraba, intrigada, la chaqueta de Lucas.

– Diles que procuren no llevarla a la tintorería de la esquina. Soy clienta. Bueno, me vuelvo abajo.

Y sin añadir nada más, salió al rellano.

Zofia y Lucas se sentaron a la mesa para compartir el desayuno en trío. En cuanto Lucas hubo engullido la última pasta, recogieron las cosas e instalaron cómodamente a Mathilde en la cama. Zofia decidió que Lucas la acompañara, y lo primero que tenía que hacer era una visita a los muelles. Descolgó la gabardina del perchero; Lucas dirigió una mirada de asco a la chaqueta, cuyo aspecto era lamentable. Mathilde comentó que una camisa con una sola manga le parecía demasiado original para el barrio adonde iba. Ella tenía una camisa de hombre y se ofrecía a prestársela con la condición de que le prometiera devolvérsela tal como se la había llevado; él le dio las gracias. Unos minutos más tarde, se disponían a salir a la calle cuando la voz de Reina los llamó al orden. Estaba en medio de la entrada con los brazos en jarras y observaba de arriba abajo a Lucas.

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