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– En lo que a mí respecta, es bastante complicado. En lo que respecta a ti, creo que una bala te ha atravesado el hombro.

– ¡Me duele!

– Tal vez te parezca ilógico, pero es normal. Tenemos que ir al hospital.

– ¡Ni hablar!

– Lucas, no poseo ningún conocimiento médico en demonología, pero yo diría que tienes sangre y que estás perdiéndola.

– Conozco a alguien en la otra punta de la ciudad que puede coserme la herida -dijo, apretándose el hombro.

– Yo también conozco a alguien, y tú vas a acompañarme sin discutir, porque la noche ya ha sido bastante agitada. Creo que he cubierto mi cupo de emociones.

Zofia lo sujetó y lo llevó hacia el callejón. En la entrada vio el cuerpo de su agresor, que yacía inánime bajo un montón de cubos de basura. Zofia miró sorprendida a Lucas.

– Bueno, tengo un mínimo de amor propio -dijo él, pasando de largo.

Pararon un taxi, que diez minutos más tarde los dejó en la puerta de la casa de Zofia. Esta lo guió hacia la escalera de entrada y le indicó con una seña que no hiciera ruido. Abrió la puerta con mil precauciones y subieron la escalera en silencio. Cuando llegaron al descansillo, la puerta de Reina se cerró muy despacio.

Petrificado tras su mesa de trabajo, Blaise apagó la pantalla de control. Las manos le chorreaban y tenía la frente bañada en abundante sudor. Cuando sonó el teléfono, conectó el contestador automático y oyó a Lucifer invitándolo en un tono poco afable al comité de crisis que se celebraría a la hora del ocaso oriental.

– Te conviene llegar puntual, con soluciones y una nueva definición de «¡está todo controlado!» -concluyó el Presidente antes de colgar, furioso.

Se agarró la cabeza entre las manos. Temblando de arriba abajo, descolgó el auricular, que se le escurrió de entre los dedos.

Miguel miraba la pared cubierta de pantallas que tenía enfrente. Descolgó el auricular y marcó el número de la línea directa de Houston. El contestador automático saltó. Se encogió de hombros y consultó el reloj: diez minutos más tarde, el Ariane V saldría de la rampa de lanzamiento en Guayana.

Después de haber instalado a Lucas en su cama, con el hombro apoyado sobre dos gruesas almohadas, Zofia se acercó al armario. Sacó la caja de costura que estaba en el estante superior, escogió una botella de alcohol del botiquín del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Se sentó a su lado, destapó la botella y sumergió el hilo de coser en el desinfectante. A continuación trató de enhebrar la aguja. -El zurcido va a ser una carnicería -dijo Lucas sonriendo, burlón-. ¡Estás temblando!

– ¡De eso nada! -repuso ella en tono triunfal, al tiempo que el hilo pasaba por fin a través del ojo de la aguja.

Lucas le asió la mano y la apartó con suavidad. Le acarició una mejilla y la atrajo hacia sí.

– Temo que mi presencia resulte comprometedora para ti.

– Tengo que confesar que las noches en tu compañía están plagadas de sucesos imprevistos.

– Cosas del jefe.

– ¿Por qué ha hecho que te disparen?

– Para ponerme a prueba y llegar a las mismas conclusiones que tú, supongo. No debería haber resultado herido. Pierdo mis poderes por estar en contacto contigo, y casi sería capaz de rezar para que también sucediera lo contrario.

– ¿Qué piensas hacer?

– A ti no se atreverá a atacarte.

Zofia miró a Lucas al fondo de los ojos.

– No me refiero a eso. ¿Qué haremos dentro de dos días?

Lucas rozó con la yema de los dedos los labios de Zofia y ella dejó que lo hiciera.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó la joven, confusa, reanudando la sutura.

– El día que cayó el muro de Berlín, los hombres y las mujeres descubrieron que sus calles eran muy parecidas. A ambos lados las bordeaban casas, circulaban coches por ellas, había farolas que las iluminaban de noche. Sus dichas y desdichas no eran las mismas, pero tanto los niños del Este como los del Oeste se dieron cuenta de que lo opuesto no se parecía a lo que les habían contado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque oigo a Rostropovitch tocar el violonchelo.

– ¿Qué obra? -preguntó Zofia, acabando el tercer punto de sutura.

– Es la primera vez que la oigo. ¡Eh, me has hecho daño!

Zofia se acercó a Lucas para cortar el hilo con los dientes. Apoyó la cabeza sobre su torso desnudo y esta vez se abandonó. El silencio los unía. Lucas deslizaba los dedos entre el cabello de Zofia, acunándole la cabeza con caricias. Ella se estremeció.

– Dos días pasan volando.

– Sí -susurró él.

– Nos separarán. Es inevitable.

Y por primera vez, tanto Zofia como Lucas temieron la eternidad.

– ¿Se podría negociar que te dejara venir conmigo? -dijo Zofia con voz insegura.

– No es posible negociar con el Presidente, sobre todo cuando le has plantado cara. De todas formas, mucho me temo que el acceso a tu mundo esté fuera de mi alcance.

– Pero antes había muchos lugares de paso entre el Este y el Oeste, ¿no? -dijo Zofia, acercando de nuevo la aguja al borde de la herida. Lucas hizo una mueca y profirió un grito-. Esta zona la tienes muy sensible, apenas te he tocado. Tengo que darte algunos puntos más.

De repente, la puerta se abrió y apareció Mathilde, apoyada en la escoba que le servía de muleta.

– Yo no tengo la culpa de que las paredes de tu casa sean de papel -dijo mientras se acercaba a ellos cojeando. Se sentó a los pies de la cama-. Dame esa aguja -le dijo en tono autoritario a Zofia-. Y tú, acércate -le ordenó a Lucas-. ¡Menuda suerte tienes! Soy zurda. -Cosió las heridas con mano ágil. Tres puntos de sutura a cada lado del hombro bastaron para cerrarlas-. Después de dos años detrás de la barra de un tugurio, acabas teniendo unas aptitudes de enfermera insospechadas, sobre todo cuando estás enamorada del jefe. Por cierto, sobre esa cuestión tengo dos o tres cosas que deciros a los dos antes de volver a mi cama. Después haré todo lo que pueda para convencerme de que estoy durmiendo y de que mañana por la mañana me partiré de risa recordando el sueño que estoy teniendo en estos momentos.

Mathilde se dirigió a su habitación con la muleta improvisada. En el umbral de la puerta, se volvió para mirarlos.

– Da igual que seáis o no lo que creo que sois. Antes de conocerte, Zofia, pensaba que las verdaderas oportunidades de esta Tierra sólo existían en las novelas malas; al parecer, se las reconocía precisamente por eso. Pero fuiste tú quien me dijo un día que lo peor de nosotros siempre tiene unas alas escondidas en algún sitio, que hay que ayudarlo a abrirlas en lugar de condenarlo. Así que date una verdadera oportunidad, porque si yo hubiera tenido una con él, te aseguro que no la habría desaprovechado. En cuanto a ti, el herido, si le chafas aunque sólo sea una pluma, volveré a darte los puntos de sutura con una aguja de hacer media. Y no pongáis esa cara. Sea lo que sea lo que tengáis que afrontar, os prohíbo terminantemente a los dos que os deis por vencidos, porque, si lo hacéis, el mundo entero se va a venir abajo, o en cualquier caso, el mío.

La puerta se cerró a su espalda. Lucas y Zofia permanecieron callados. Escucharon sus pasos sobre el parqué del salón. Desde la cama, Mathilde gritó:

– ¡Hace mucho que te decía que esos aires de mosquita muerta te hacían parecer un ángel! ¡Pues ya puedes dejar de encogerte de hombros! ¡No era tan tonta como parecía!

Agarró el interruptor de la lámpara que estaba sobre la mesita y dio un brusco tirón del cable. El disyuntor saltó de inmediato. La luz de la luna se filtró a través de los visillos de todas las ventanas. Mathilde se tapó la cabeza con la almohada. En el dormitorio, Zofia se acurrucó contra Lucas.

El sonido de las campanas de Grace Cathedral entró por la ventana entreabierta del cuarto de baño. El eco de la duodécima campanada se extendió sobre la ciudad.

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