– Dense prisa -añadió el hombre, abriendo las portezuelas-. Deberían haber dicho de entrada que se trataba de una urgencia.
Lucas y Zofia tomaron asiento detrás y el coche salió disparado. Lucas miró a su alrededor, frunció de nuevo el entrecejo y se inclinó hacia Zofia para decirle al oído:
– Sería más prudente tumbarse en el asiento. Me parece una estupidez dejar que nos descubran cuando estamos a punto de llegar.
Zofia no tenía ningunas ganas de discutir. Lucas se encogió y ella apoyó la cabeza en sus rodillas. El conductor echó un vistazo por el retrovisor. Lucas le devolvió una amplia sonrisa.
El coche circulaba a toda velocidad, zarandeando a los pasajeros. Una media hora más tarde, frenó en seco en un cruce.
– Al monte Sinaí querían ir y al monte Sinaí los he traído -dijo el hombre volviendo la cabeza, encantado.
Zofia, sin salir de su asombro, se incorporó. El conductor le tendía una mano.
– ¿Ya? Creía que estaba mucho más lejos.
– Pues resulta que estaba mucho más cerca -contestó el conductor.
– ¿Por qué me tiende la mano?
– ¿Que por qué? -dijo el hombre, levantando la voz-. ¡Porque de Brooklyn al 1.470 de la avenida Madison son veinte dólares!
Zofia miró por la ventanilla y abrió los ojos con asombro al descubrir que la gran fachada del hospital Monte Sinaí de Manhattan se alzaba ante ella. Lucas suspiró.
– Lo siento, no sabía cómo decírtelo.
Pagó al taxista e hizo salir del vehículo a Zofia, que no decía ni media palabra. Fue tambaleándose hasta el banco de la parada del autobús y se sentó, alelada.
– Te has equivocado de monte Sinaí -dijo Lucas-. Has escogido la llave de la pequeña Jerusalén de Nueva York.
Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
– Zofia, déjalo ya… Si en miles de años no han conseguido resolver cuál debe ser la suerte del mundo, ¿de verdad crees que teníamos alguna posibilidad en siete días? Mañana a mediodía nos separarán, así que no perdamos ni un minuto del tiempo que nos queda. Conozco muy bien la ciudad. Déjame convertir este día en nuestro momento de eternidad.
La arrastró y caminaron por la Quinta Avenida en dirección a Central Park.
La llevó a un pequeño restaurante del Village. El jardín trasero estaba vacío en aquella época del año y pidieron que les sirviesen allí una comida de fiesta. Fueron hasta el SoHo, entraron en todas las tiendas, se cambiaron diez veces de ropa y les dieron las prendas del instante anterior a los vagabundos que encontraban por la calle. A las cinco, a Zofia le apeteció pasear bajo la lluvia; Lucas la hizo bajar por la rampa de un aparcamiento, encendió el mechero debajo de una alarma contraincendios y subieron tomados de la mano bajo un chaparrón único. Escaparon corriendo al oír las primeras sirenas de los bomberos. Se secaron ante la reja de un gigantesco extractor de aire y se refugiaron en un multicine. ¡Qué importaba el final de las películas! Para ellos, sólo contaba el principio. Cambiaron siete veces de sala sin perder ni una sola palomita durante sus carreras por los pasillos. Cuando salieron, la noche ya había caído sobre Union Square. Un taxi los dejó en la calle Cincuenta y siete. Entraron en unos grandes almacenes que cerraban tarde. Lucas escogió un esmoquin negro; ella se inclinó por un moderno traje de chaqueta.
– Los pagos con tarjeta no los cargan hasta final de mes -le susurró al oído al ver que no se decidía a quedarse una estola.
Salieron por la Quinta Avenida y atravesaron el vestíbulo del gran edificio que bordeaba el parque. Subieron hasta el último piso. Desde la mesa que les asignaron, la vista era sublime. Probaron todos los platos que ella no conocía y Zofia saboreó los postres.
– Esto no te hace engordar hasta pasados unos días -dijo, escogiendo el soufflé de chocolate.
Eran las once de la noche cuando entraron en Central Park. Soplaba una suave brisa. Pasearon por los caminos bordeados de farolas y se sentaron en un banco, bajo un gran sauce. Lucas se quitó la chaqueta y le cubrió a Zofia los hombros. Ella miró el puentecito de piedra blanca cuya bóveda quedaba justo sobre el paseo y dijo:
– En la ciudad a la que quería llevarte hay un gran muro. Los hombres escriben deseos en trozos de papel y los introducen entre las piedras. Nadie está autorizado a retirarlos.
Un vagabundo pasó por el camino, los saludó y su silueta desapareció en la penumbra, bajo el arco del puentecito. Transcurrió un rato en silencio. Lucas y Zofia miraron el cielo; una inmensa luna redonda difundía alrededor de ellos una luz plateada. Sus manos se juntaron. Lucas depositó un beso en la palma de Zofia, aspiró el perfume de su piel y murmuró:
– Un solo instante de ti valía todas las eternidades.
Zofia se acurrucó contra él.
Luego, Lucas tomó a Zofia entre sus brazos y, en la intimidad de la noche, la amó tiernamente.
Jules entró en el hospital. Fue hasta los ascensores sin que nadie reparara en él; los Ángeles Verificadores sabían hacerse invisibles cuando querían… Pulsó el botón de la cuarta planta. Cuando pasó por delante de la sala de guardia, la enfermera no vio la silueta que avanzaba en la penumbra del pasillo. Se detuvo ante la puerta de la habitación, se colocó bien los pantalones de tweed con estampado príncipe de Gales, llamó suavemente y entró de puntillas.
Se acercó, levantó la gasa que rodeaba la cama donde Reina dormía y se sentó a su lado. Reconoció la chaqueta que estaba en el perchero y la emoción le nubló la mirada. Acarició el rostro de Reina.
– Te he echado tanto de menos… -susurró Jules-. Diez años sin ti son muchos.
Depositó un beso en sus labios y la pequeña pantalla verde que estaba sobre la mesilla de noche rubricó la vida de Reina Sheridan con una larga raya continua.
La sombra de Reina se levantó y los dos partieron de la mano…
… En Central Park era medianoche y Zofia se dormía con la cabeza apoyada en un hombro de Lucas.
Y atardeció y amaneció…
Séptimo día
En Central Park soplaba una tenue brisa. La mano de Zofia resbaló sobre el respaldo del banco y cayó. El frío del amanecer la hacía estremecerse. Amodorrada, se subió el cuello del abrigo y recogió las piernas acercando las rodillas al pecho. La claridad del alba se filtraba a través de sus párpados cerrados. Se rebulló. No lejos de allí, un pájaro chilló en un árbol; Zofia reconoció el grito de una gaviota emprendiendo el vuelo. Se estiró y sus dedos buscaron a tientas la pierna de Lucas. Su mano fue subiendo por el asiento de madera sin encontrar nada. Zofia abrió los ojos para descubrir la soledad de su despertar.
Inmediatamente empezó a llamar, sin que nadie le respondiera. Entonces se levantó y miró a su alrededor. Las avenidas estaban desiertas; el rocío, intacto.
– Lucas… Lucas… Lucas…
Su voz sonaba cada vez más inquieta, más frágil, más desamparada. Giraba sobre sí misma gritando el nombre de Lucas hasta sentir vértigo. Un murmullo de hojas delataba que la brisa era la única presencia.
Zofia se acercó febrilmente hasta el puentecillo, tiritando de frío. Caminó junto al muro de piedra blanca y encontró una carta metida en un intersticio.
Zofia:
Cuando duermes estás preciosa. Esta última noche, te rebulles y te estremeces; yo te estrecho contra mí, te tapo con mi abrigo. Me habría gustado poder taparte con él todos los inviernos. Tus facciones están serenas, te acaricio una mejilla y, por primera vez en mi vida, me siento triste y feliz a la vez.
Es el fin de nuestro momento, el principio de un recuerdo que para mí durará eternamente. Cuando estábamos juntos, había en cada uno de nosotros tanta perfección y tanta imperfección al mismo tiempo…