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Cuando las piernas le impidieron viajar, se retiró a su casa de Pacific Heights. Allí había nacido y de allí había salido el 2 de febrero de 1936, el día que cumplió veinte años, para embarcar en un carguero con destino a Europa. Más adelante había regresado y vivido su único amor, durante un excesivamente breve período de felicidad.

Desde entonces, Reina había vivido sola en aquella gran casa, hasta el día que publicó un anuncio por palabras en el San Francisco Chronicle. «Soy su nueva compañera de piso», había dicho Zofia, sonriendo, cuando apareció en su puerta la misma mañana que salió el anuncio. Aquella actitud decidida había seducido a Reina, de modo que su inquilina se había mudado esa misma noche y, con el transcurso de las semanas, había cambiado la vida de una mujer que actualmente reconocía alegrarse de haber renunciado a su soledad. A Zofia le encantaba terminar la velada en compañía de su casera. Cuando no llegaba demasiado tarde, distinguía a través del cristal de la puerta de entrada el rayo de luz que atravesaba el recibidor; así era como la señora Sheridan formulaba siempre su invitación. Con la excusa de asegurarse de que todo iba bien, Zofia asomaba la cabeza por la puerta. Sobre la alfombra había un gran álbum de fotos abierto, y en un cuenco finamente cincelado traído de África, unos trozos de bizcocho. Reina esperaba sentada en su sillón, frente al olivo plantado en el patio. Entonces Zofia entraba, se tumbaba en el suelo y empezaba a pasar las páginas de uno de los álbumes de viejas tapas de piel que abarrotaban las estanterías del salón. Sin apartar jamás la mirada del olivo, Reina comentaba una por una las ilustraciones.

Zofia subió al primer piso, hizo girar la llave de sus habitaciones, empujó la puerta con un pie y dejó el llavero sobre la consola. Se quitó la chaqueta en la entrada, la camisa en el saloncito y los pantalones mientras cruzaba el dormitorio. Entró en el cuarto de baño y abrió al máximo los grifos de la ducha; las tuberías comenzaron a hacer ruido y no pararon hasta que Zofia dio un golpe seco en la llave. El agua se deslizó por sus cabellos. Por la pequeña claraboya a través de la cual se veían los tejados que descendían hasta el puerto, entraba el sonido de las campanas de Grace Cathedral, que anunciaban las siete de la tarde.

– ¡Las siete ya! -exclamó.

Salió del cuarto de baño, que olía agradablemente a eucalipto, y volvió al dormitorio. Abrió el ropero y se quedó dudando entre un jersey ajustado sin mangas y una camisa demasiado grande para ella, unos pantalones de algodón y sus viejos tejanos. Al final optó por los tejanos y la camisa y se subió las mangas. Se colgó el busca del cinturón y se dirigió a la entrada mientras se calzaba unas zapatillas de deporte dando saltitos para no tener que agacharse. Tomó las llaves, decidió dejar las ventanas abiertas y bajó la escalera.

– Esta noche volveré tarde. Nos veremos mañana. Si necesita cualquier cosa, llámeme al busca, ¿de acuerdo?

La señora Sheridan masculló una letanía que Zofia sabía interpretar perfectamente. Algo así como: «Trabajas demasiado, hija. Sólo se vive una vez».

Y era verdad. Zofia trabajaba continuamente en la causa de los demás, sin descansar, sin hacer siquiera una pequeña pausa para comer o beber, pues los ángeles no necesitan alimentarse jamás. Por muy generosa e intuitiva que fuera, Reina no podía imaginar absolutamente nada de lo que a la propia Zofia le costaba llamar «su vida».

Todavía se oía el séptimo toque de las pesadas campanas. Grace Cathedral, en la cima de Nob Hill, quedaba enfrente de las ventanas de la suite de Lucas. Éste chupó con deleite un hueso de pollo, masticó el crujiente cartílago y se levantó para limpiarse las manos en las cortinas. Se puso la chaqueta, se miró en el gran espejo que destacaba sobre la chimenea y salió de la habitación. Bajó el majestuoso tramo de escalera que conducía al vestíbulo y le dirigió una sonrisa burlona a la recepcionista, que agachó la cabeza en cuanto lo vio. Bajo la marquesina, un botones paró inmediatamente un taxi y Lucas se subió sin darle propina. Le apetecía un bonito coche nuevo y el único lugar de la ciudad donde encontrarlo un domingo era en el puerto mercante, pues quedaban muchos modelos aparcados después de que los hubieran desembarcado de los cargueros. Le dijo al taxista que lo llevara al muelle 80… Allí podría robar uno que satisficiera sus gustos.

– ¡Deprisa, se me hace tarde! -le dijo al taxista.

El Chrysler enfiló la calle California hacia la parte baja de la ciudad. Le bastaron apenas siete minutos para atravesar el barrio de los negocios. En todos los cruces, el taxista intentaba usar el bloc de notas y renunciaba a hacerlo refunfuñando; todos los semáforos se ponían en verde y le impedían anotar el destino de la carrera, tal como la ley le obligaba a hacer. «Cualquiera diría que lo hacen a propósito», masculló en el sexto cruce. Por el retrovisor, vio la sonrisa de Lucas al tiempo que el séptimo semáforo le daba paso libre.

Cuando llegaron a la entrada de la zona portuaria, un denso vapor salió por la rejilla del radiador y, tras unos estertores, se paró.

– ¡Sólo me faltaba esto! -exclamó el taxista.

– No le pago la carrera -dijo Lucas en un tono cortante-. No hemos llegado a destino.

Salió y dejó la portezuela abierta. Antes de que el taxista pudiera reaccionar, un geiser de agua oxidada que escapaba del radiador levantó el capó del coche.

– ¡La junta de la culata, tío! ¡Ya puedes despedirte del motor! -gritó Lucas mientras se alejaba.

Al llegar a la garita, le enseñó al guardia una placa de identificación y la barrera de rayas rojas y blancas se levantó. Caminó con decisión hasta el aparcamiento. Allí vio un Chevrolet Camaro descapotable que le pareció sublime y cuya cerradura forzó sin dificultad. Se sentó al volante, escogió una de las llaves del llavero que llevaba colgado del cinturón y unos segundos después arrancó. Avanzó con el coche por la calle central sin sortear ninguno de los charcos que se habían formado en los baches; de este modo, consiguió salpicar todos los contenedores que había a ambos lados y hacer que las matrículas resultaran ilegibles.

Al final de la calle, puso el freno de mano de golpe; el coche patinó de lado hasta detenerse a unos centímetros de la cristalera del Fisher's Deli, la taberna del puerto. Lucas se apeó, subió los tres escalones de madera de la entrada silbando y empujó la puerta.

La sala estaba casi vacía. Normalmente, los obreros iban a tomar un trago después de una larga jornada de trabajo, pero aquel día trataban de recuperar las horas perdidas a causa del mal tiempo. Esa noche acabarían muy tarde, aunque debían resignarse a dejar las máquinas a los equipos de noche, que no tardarían en llegar.

Lucas se sentó a una mesa y miró a Mathilde, que estaba secando vasos detrás de la barra. La joven, azorada por su extraña sonrisa, acudió enseguida a tomarle nota. Lucas no tenía sed.

– ¿Algo de comer? -preguntó la camarera.

Sólo si ella lo acompañaba. Mathilde declinó amablemente el ofrecimiento; tenía prohibido sentarse en la sala durante el horario de trabajo. Lucas disponía de todo el tiempo del mundo, no tenía hambre y se proponía invitarla a otro lugar, pues ése le parecía terriblemente vulgar.

Mathilde se sentía incómoda, ya que el encanto de Lucas distaba mucho de dejarla indiferente. En aquella parte de la ciudad, la elegancia abundaba tan poco como en su vida. Desvió la mirada mientras él la observaba con sus ojos diáfanos.

– Es usted muy amable -murmuró. En ese momento oyó dos breves toques de claxon-. No puedo, precisamente esta noche he quedado para cenar con una amiga. Es ella la que acaba de tocar el claxon para avisarme. Tal vez en otra ocasión.

Zofia entró jadeando y se acercó a la barra, donde Mathilde, recuperado el aplomo, ocupaba de nuevo su puesto.

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