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Un breve silencio animó a Miguel a levantar la mano para llamar a la puerta, pero interrumpió el gesto al oír la voz del Señor añadir en un tono más fuerte:

– ¡Asia y África tampoco!

Miguel acercó los nudillos a la puerta, pero su mano se detuvo a unos centímetros porque la voz volvió a subir de tono, y esta vez retumbó hasta en el pasillo.

– ¡Texas ni hablar! ¿Por qué no en Alabama, ya puestos?

Hizo otro intento con el mismo éxito, aunque la voz se había apaciguado.

– ¿Qué te parece aquí? Después de todo, no es mala idea… Nos evitará desplazamientos inútiles, y con el tiempo que hace que competimos por este territorio… ¡Voto por San Francisco!

El silencio indicó que había llegado el momento. Zofia sonrió tímidamente a Miguel mientras éste entraba en el despacho del Señor. La puerta se cerró tras él y Zofia se volvió hacia la recepcionista.

– Está nervioso, ¿no?

– Sí, desde la salida del sol occidental -contestó la chica sin comprometerse.

– ¿Por qué?

– Aquí oigo muchas cosas, pero aun así no estoy al corriente de los secretos del Señor… Además, ya conoce las normas: no puedo decir nada. No quiero perder el puesto.

A costa de grandes esfuerzos, consiguió guardar silencio algo más de un minuto. Luego añadió:

– Esto que quede entre nosotras, pero le puedo asegurar que no es el único que está tenso. Rafael y Gabriel se han pasado toda la noche occidental trabajando, y a la hora del crepúsculo oriental, Miguel se ha reunido con ellos. Debe de tratarse de algo muy grave.

A Zofia le divertía el extraño vocabulario de la Agencia. Aunque ¿era posible pensar en horas en aquel lugar, cuando cada huso del globo tenía la suya? Cada vez que ella hacía algún comentario irónico, su padrino le recordaba que la proyección universal de las actividades de la Central y las diversidades lingüísticas de su personal justificaban determinadas expresiones y otros usos. Estaba prohibido, por ejemplo, utilizar números para identificar a los agentes de Inteligencia. El Señor había elegido a los primeros miembros de su directiva nombrándolos, y la tradición había perdurado. Por último, unas reglas sencillísimas, muy alejadas de las ideas preconcebidas que se tenían en la Tierra, facilitaban la coordinación operativa y jerárquica de la CIA. Siempre se identificaba a los ángeles por un nombre.

Porque así era como funcionaba desde la noche de los tiempos la casa de Dios, también llamada CENTRAL DE INTELIGENCIA DE LOS ÁNGELES.

El Señor caminaba arriba y abajo con las manos cruzadas tras la espalda y el semblante preocupado. De vez en cuando, se detenía para mirar por las grandes ventanas de la habitación. Abajo, el grueso colchón de nubes impedía entrever la más mínima parcela de tierra. La inmensidad azul bordeaba el ventanal de dimensiones infinitas. Lanzó una mirada enfurecida a la mesa de reuniones, que cubría la estancia en sentido longitudinal. El desmesurado tablero se extendía hasta el tabique del despacho contiguo. El Señor se volvió hacia la mesa y apartó una pila de expedientes. Todos sus gestos delataban la impaciencia que intentaba controlar.

– ¡Todo esto está viejo! ¡Viejo y polvoriento! ¿Quieres que te diga lo que pienso? ¡Que estos candidatos están decrépitos! ¿Cómo quieres que ganemos así?

Miguel se había quedado junto a la puerta y avanzó unos metros.

– Todos son agentes seleccionados por su Consejo…

– ¡Eso, hablemos de mi Consejo! ¡Menuda falta de ideas! Siempre repitiendo las mismas parábolas… ¡El Consejo ha envejecido! Cuando eran jóvenes, tenían miles de ideas para mejorar el mundo, pero ahora casi están resignados.

– Pero no han perdido sus cualidades, Señor.

– Yo no las cuestiono, ¡pero mira en qué situación nos encontramos!

Su voz se había elevado, haciendo temblar las paredes de la estancia. Lo que más temía Miguel eran los accesos de cólera de su jefe. Eran rarísimos, pero hasta entonces sus consecuencias habían sido devastadoras. Bastaba mirar por la ventana el tiempo que hacía en la ciudad para adivinar de qué humor estaba en ese momento.

– ¿Las soluciones del Consejo han hecho progresar realmente a la humanidad en los últimos tiempos? -prosiguió el Señor-. No hay motivos para echar las campanas al vuelo, ¿verdad? A este paso, nuestra influencia será menor que el simple roce del ala de una mariposa…, la Suya y la Mía -añadió, señalando la pared del fondo de la habitación-. ¡Si los eminentes miembros de mi asamblea hubieran demostrado un poco más de modernidad, no tendría que aceptar un reto tan absurdo! ¡Pero la apuesta ya está hecha, así que necesitamos algo nuevo, original, brillante y, sobre todo, creativo! ¡Ha empezado una nueva campaña, y lo que está en juego es la suerte de esta casa, qué demonios!

Se oyeron tres golpes en el tabique que separaba el despacho de la estancia contigua. El Señor miró la pared, irritado, y se sentó en un extremo de la mesa. Luego miró a Miguel con expresión maliciosa.

– ¡Enséñame lo que llevas bajo el brazo!

Su fiel adjunto se acercó, confuso, y dejó ante él una carpeta de cartulina. El Señor la abrió y pasó las primeras hojas. La mirada se le iluminó, y las arrugas de la frente revelaban el creciente interés con que leía. Pasó el último separador y examinó atentamente la serie de fotografías adjuntas.

Rubia, abstraída en una calle del viejo cementerio de Praga; morena, corriendo por los canales de San Petersburgo; pelirroja, atenta bajo la torre Eiffel; con el pelo corto en Rabat, largo y suelto en Roma, rizado en la plaza de Europa de Madrid, ambarino en las callejuelas de Tánger. Y siempre encantadora. De frente o de perfil, su rostro era sencillamente angelical. El Señor señaló con expresión inquisitiva la única foto en la que Zofia llevaba los hombros descubiertos; un pequeño detalle había atraído su atención.

– Es un dibujo -se apresuró a decir Miguel, cruzando los dedos-. Un diminuto par de alas, una coquetería sin importancia, un tatuaje… ¿Un poco moderno quizá? No importa, se puede borrar.

– Ya veo que son unas alas -masculló el Señor-. ¿Dónde está? ¿Cuándo puedo verla?

– Está esperando fuera.

– ¡Pues hazla pasar!

Miguel salió del despacho y fue a buscar a Zofia. Por el camino, le hizo una serie de recomendaciones. Zofia iba a reunirse con el gran Jefe, y el acontecimiento era lo bastante excepcional para que su padrino se pusiera nervioso si se encontrase en su lugar… Zofia debía comportarse durante toda la entrevista. Se limitaría a escuchar, salvo si el Señor hacía una pregunta y no daba él mismo la respuesta. Estaba prohibido mirarlo a los ojos. Miguel hizo una pausa para recobrar el aliento y prosiguió:

– Recógete el pelo y mantente erguida. Ah, y otra cosa: si tienes que hablar, acaba todas las frases diciendo Señor. -Miguel miró a Zofia y sonrió-. Olvida lo que acabo de decirte y sé tú misma. Al fin y al cabo, es lo que prefiere. Por eso he propuesto tu candidatura, y no me cabe duda de que también por eso Él ya te ha elegido. Estoy agotado, ya no tengo edad para esto.

– ¿Elegido para qué?

– Ahora lo sabrás. Vamos, respira hondo y entra, es tu gran día… ¡Y tira ese chicle de una vez!

Zofia no pudo evitar hacer una reverencia.

Con su rostro profundamente marcado, sus manos sublimes, su corpulencia y su voz grave, Dios era más impresionante aún de lo que ella había podido imaginar. La joven deslizó discretamente el chicle hasta colocarlo debajo de la lengua y sintió que un indescriptible estremecimiento le recorría la espalda. El Señor la invitó a sentarse. Puesto que, según su padrino (sabía que así era como llamaba a Miguel), Zofia era uno de los agentes mejor cualificados de su Morada, se disponía a confiarle la misión más importante de la Agencia desde su creación. La miró e inmediatamente ella bajó la cabeza.

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