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La mujer no tuvo tiempo de contestar. Entre el ruido ensordecedor de los motores, el avión acababa de tomar tierra. El piloto invirtió el impulso de los reactores y el agua azotó violentamente la carlinga. Finalmente, el aparato se detuvo. Los pasajeros aplaudían a los pilotos o juntaban las manos para dar las gracias a Dios por haberlos salvado. Lucas, exasperado, se desabrochó el cinturón de seguridad, alzó los ojos al cielo, miró el reloj y se encaminó hacia la puerta delantera.

La lluvia había arreciado. Zofia aparcó el Ford junto a la acera que bordeaba la torre y bajó la visera del parabrisas para dejar a la vista una pequeña insignia con las siglas CIA. Salió corriendo bajo el chaparrón, rebuscó en los bolsillos y metió en el parquímetro la única moneda que encontró. Después cruzó la explanada, pasó por delante de las tres puertas giratorias por las que se accedía al vestíbulo principal del majestuoso edificio piramidal y lo rodeó. El busca vibró de nuevo y Zofia alzó los ojos al cielo.

– ¡Lo siento, pero el mármol mojado es muy resbaladizo! Todo el mundo lo sabe, salvo quizás los arquitectos…

En el último piso de la torre, muchas veces decían en broma que la diferencia entre los arquitectos y Dios era que Dios no se consideraba arquitecto.

Zofia avanzó junto a la pared del edificio hasta llegar a una placa de un color más claro y apoyó una mano sobre ella. En la fachada se desplazó un panel. La joven entró e inmediatamente el panel volvió a su sitio.

Lucas había bajado del taxi y caminaba con paso decidido por la explanada que Zofia había dejado atrás hacía unos instantes. En el lado opuesto de la misma torre, apoyó la mano sobre la piedra, igual que ella. Una placa, en este caso más oscura que las demás, se deslizó y Lucas entró en el ala oeste del Transamerica Building.

Zofia no había tenido ninguna dificultad para acostumbrarse a la penumbra del corredor. Siete recodos más adelante, accedió a un amplio vestíbulo con las paredes de granito blanco desde el que se elevaban tres ascensores. La altura hasta el techo era vertiginosa. Nueve globos monumentales, todos de tamaños diferentes y colgados de cables cuyos puntos de sujeción no se veían, difundían una luz opalina.

Cada visita a la sede de la Agencia era para ella una fuente de asombro. Decididamente, la atmósfera que reinaba en aquel lugar era insólita. Saludó al conserje, que estaba detrás del mostrador y se había levantado.

– Buenos días, Pedro, ¿cómo está?

El afecto de Zofia por el que vigilaba desde siempre el acceso a la Central era sincero. Todos los recuerdos que tenía de su paso por las ansiadas puertas estaba asociado a su presencia. ¿Acaso no se debía a él el clima apacible y tranquilizador que, pese al intenso tránsito, reinaba en la Entrada de la Morada? Ni siquiera los días de gran afluencia, cuando cientos de personas se agolpaban en las puertas, Pedro permitía el desorden y los empujones. La sede de la CIA no habría sido la misma sin la presencia de aquel ser ponderado y atento.

– Mucho trabajo últimamente -dijo Pedro-. La esperan. Si desea cambiarse, debo de tener su llave del vestuario en alguna parte. Un segundo… -Se puso a rebuscar en unos cajones y murmuró-: ¡Hay tantas! A ver…, ¿dónde la he puesto?

– ¡No tengo tiempo, Pedro! -dijo Zofia, caminando apresuradamente hacia el pórtico de seguridad.

La puerta acristalada se abrió. Zofia se dirigió al ascensor de la izquierda, pero Pedro le señaló con un dedo la cabina exprés del centro, la que llevaba directamente al último piso.

– ¿Está seguro? -preguntó ella, sorprendida.

Pedro asintió con la cabeza al tiempo que las puertas se abrían y el sonido de una campanilla rebotaba en las paredes de granito. Zofia se quedó paralizada unos segundos.

– Dese prisa, y que tenga un buen día -le dijo él con una sonrisa afectuosa.

Las puertas se cerraron tras ella y la cabina se elevó hacia el último piso de la CIA.

En el ala opuesta de la torre, el neón del viejo montacargas chisporroteaba y la luz fluctuó unos segundos. Lucas se ajustó la corbata y se estiró la chaqueta. Las rejas acababan de abrirse.

Un hombre vestido con un traje idéntico al suyo se acercó inmediatamente para recibirlo. Sin dirigirle la palabra, le señaló con gesto adusto los asientos de la sala de espera y volvió a sentarse detrás de su mesa. El perro pastor con aspecto de cancerbero que dormía atado a sus pies levantó un párpado, se lamió los belfos y cerró de nuevo el ojo. Un hilo de baba cayó sobre la moqueta negra.

La recepcionista había acompañado a Zofia hasta un mullido sofá y le ofreció las revistas extendidas sobre una mesa de centro. Antes de regresar a su mostrador, le aseguró que no tardarían en ir a buscarla.

En el mismo momento, Lucas cerró una revista y consultó su reloj. Eran casi las doce de la mañana. Se desabrochó la correa y se lo puso al revés para no olvidar ponerlo en hora cuando se marchara. Algunas veces, en la «Oficina», el tiempo se detenía, y Lucas no soportaba la falta de puntualidad.

Zofia reconoció a Miguel en cuanto apareció al fondo del pasillo, y el rostro se le iluminó en el acto. El cabello gris siempre un poco enmarañado, las patas de gallo que le alargaban las facciones y aquel irresistible acento escocés (algunos afirmaban que lo había copiado de sir Sean Connery, del que no se perdía ninguna película) le daban un aire elegante que la edad no alteraba. A Zofia le encantaba la forma que tenía su padrino de pronunciar las eses, pero todavía le chiflaba más el hoyuelo que se le formaba en la barbilla cuando sonreía. Desde su llegada a la Agencia, Miguel era su mentor, su eterno modelo. Él había acompañado todos sus pasos a medida que había ido subiendo los escalones de la jerarquía y siempre se las había arreglado para que en su expediente no figurase nada negativo. A fuerza de pacientes lecciones y de atenciones abnegadas, siempre había realzado las valiosas cualidades de su protegida: la gran generosidad de Zofia, su ingenio y la vivacidad de su alma sincera compensaban sus legendarias réplicas, que a veces sorprendían a sus compañeros. En cuanto a la forma en ocasiones poco ortodoxa que tenía de vestirse, allí todo el mundo sabía perfectamente, y desde hacía mucho tiempo, que el hábito no hace al monje.

Miguel siempre había apoyado a Zofia porque, desde el mismo momento de su admisión, la había identificado como un miembro de elite, y siempre se había esforzado para que ella no se enterase. Nadie se habría atrevido a discutir sus puntos de vista; se le reconocía por su autoridad natural, su prudencia y su devoción. Desde la noche de los tiempos, Miguel era el número dos de la Agencia, el brazo derecho del gran Jefe, a quien allá arriba todo el mundo llamaba Señor.

Miguel, con un expediente bajo el brazo, llegó a la altura de Zofia, que se levantó para darle un beso.

– Me alegro de verte. ¿Has sido tú quien me ha mandado llamar?

– Sí, bueno…, no exactamente. Espera aquí-dijo Miguel-. Vendré a buscarte.

Parecía tenso, cosa impropia de él.

– ¿Qué ocurre?

– Ahora no, ya te lo explicaré más tarde. Y tú, hazme el favor de tirar ese caramelo antes de…

La recepcionista no le dejó tiempo para acabar su consejo; lo esperaban. Se adentró en el pasillo a paso rápido y volvió la cabeza para tranquilizar a Zofia con la mirada. A través del tabique, ya oía los fragmentos de la enconada conversación que se desarrollaba en el gran despacho.

– ¡Ah, no, en París no! Están continuamente en huelga… Sería demasiado fácil para ti, hay manifestaciones casi a diario… No insistas… Llevan así mucho tiempo, en consecuencia dudo que vayan a cambiar ahora para complacernos.

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