Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Sigo sin saber por qué te fuiste enfadada -dijo Lucas.

– No esperaba que me llamaras. Has marcado un punto.

– Tengo que pedirte un favor.

– Acabas de perder el punto. ¿Y yo qué gano?

– Digamos que tengo un regalo para ti.

– ¡Si son flores, guárdatelas!

– Es una exclusiva.

– Que te interesa que publique, supongo.

– Sí, algo así.

– Sólo si la noticia va acompañada de una noche tan ardiente como la última.

– No, Amy, no puede ser.

– Y si renuncio a la ducha, ¿la respuesta sigue siendo no?

– Sí.

– Es desesperante que tipos como tú se enamoren.

– Conecta el magnetófono. Es sobre un magnate del mundo inmobiliario, cuyas contrariedades van a convertirte en la más feliz de las periodistas.

El Dodge circulaba por la calle Tercera. Lucas cortó la comunicación y giró en Van Ness camino de Pacific Heights.

Blaise dio tres golpes con los nudillos, se secó las manos húmedas en el pantalón y entró.

– ¿Quería verme, Presidente?

– ¿Tienes que hacer siempre preguntas idiotas cuya respuesta conoces? ¡Quédate de pie!

Blaise se irguió, terriblemente inquieto. El Presidente abrió un cajón, sacó una carpeta roja y la empujó para que se deslizara hasta el otro extremo de la mesa. Blaise fue a buscarla dando pequeñas zancadas, regresó inmediatamente y se quedó plantado delante de su jefe.

– ¿Crees que te he hecho venir para mirar cómo das vueltas por mi despacho, imbécil? ¡Abre la carpeta, cretino!

Blaise levantó con nerviosismo la solapa de cartón y reconoció en el acto la foto en que Lucas tenía a Zofia entre los brazos.

– Me encantaría utilizarla para hacer la tarjeta de felicitación de fin de año, pero me falta una leyenda -añadió Lucifer, dando un puñetazo en la mesa-. Supongo que tú me la encontrarás, puesto que eres tú quien ha elegido a nuestro mejor agente.

– Una foto sensacional, ¿verdad? -balbució Blaise, al que le sudaba todo el cuerpo.

– A ver -dijo Satán, apagando el cigarrillo en la bandeja de mármol-, o tu sentido del humor es incomprensible, o a mí se me escapa algún detalle.

– No pensará que…, en fin, Presidente…, ¡por favor! -repuso Blaise con afectación-. Todo esto estaba previsto y está absolutamente controlado. Lucas tiene recursos insospechados, decididamente es increíble.

Satanás sacó otro cigarrillo del bolsillo y lo encendió.

Aspiró una profunda bocanada y expulsó el humo delante de la cara de Blaise.

– Ten mucho cuidado con lo que dices.

– Vamos a por el jaque mate y…, bueno, ahora estamos comiéndonos a la reina del adversario.

Lucifer se levantó y se acercó al ventanal. Con las dos manos apoyadas en el cristal, se quedó unos instantes pensativo.

– Déjate de metáforas, me horrorizan. Esperemos que digas la verdad, porque las consecuencias de una mentira serían infernales para ti.

– ¡No tiene que preocuparse por nada! -dijo Blaise, retirándose de puntillas.

En cuanto se hubo quedado solo, Satán volvió a sentarse en un extremo de la larga mesa y encendió la pantalla de control.

– De todas formas, vamos a comprobar dos o tres cosas -masculló, pulsando de nuevo el botón del interfono.

Lucas circulaba por Van Ness. Aminoró la marcha para volver la cabeza en la intersección con la calle Pacific, abrió la ventanilla, encendió la radio y un cigarrillo. Al pasar bajo los pilares del Golden Gate, apagó la radio, tiró el cigarrillo, cerró la ventanilla y se dirigió en silencio hacia Sausalito.

Zofia había estacionado el Ford al final del aparcamiento. Había subido por la escalera y salido a la superficie en Union Square. Atravesó el pequeño parque y caminó sin rumbo. En el paseo que cruzaba en diagonal, se sentó en un banco junto a una muchacha que estaba llorando. Le preguntó qué le pasaba, pero antes de poder oír su respuesta, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Lo siento -dijo, alejándose.

Vagó por las aceras, parándose ante los escaparates de las tiendas de lujo. Miró la puerta giratoria de los grandes almacenes Macy's y, sin siquiera darse cuenta, se metió por ella. Nada más entrar, una chica vestida de arriba abajo con un uniforme amarillo canario le ofreció rociarla generosamente con el último perfume de moda, Canary Wharf. Zofia rechazó cortésmente el ofrecimiento con una sonrisa apagada y le preguntó dónde podía encontrar la colonia Habit Rouge.

La joven no intentó disimular su irritación.

– Segundo mostrador a la derecha -dijo, encogiéndose de hombros.

Cuando Zofia se alejó, la vendedora presionó dos veces hacia su espalda el vaporizador amarillo.

– ¡Los demás también tienen derecho a existir!

Zofia se acercó al expositor. Levantó tímidamente el frasco de muestra, desenroscó el tapón rectangular y se puso dos gotas de perfume en el reverso de la muñeca. Se acercó la mano a la cara, aspiró la sutil esencia y cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados, la ligera bruma que flotaba bajo el Golden Gate ponía rumbo al norte, hacia Sausalito; en el paseo desierto, un hombre con traje negro caminaba solo junto a la orilla del mar.

La voz de una dependienta la devolvió a la realidad. Zofia miró a su alrededor. Mujeres cargadas con bolsas y paquetes iban de aquí para allá.

Zofia bajó la cabeza, dejó el frasco en su sitio y salió de los almacenes. Después se dirigió en coche al centro de formación para personas con trastornos de visión. La lección del día no fue más que silencio; sus alumnos lo respetaron durante toda la clase. Cuando sonó el timbre, se levantó de la silla, sobre el estrado, y les dijo simplemente «gracias» antes de abandonar la sala. Regresó a casa y, al entrar, vio un gran jarrón lleno de suntuosas flores que adornaba el vestíbulo.

– ¡Imposible subirlo arriba! -dijo Reina, abriendo la puerta-. ¿Te gusta? Queda bien en la entrada, ¿no?

– Sí-dijo Zofia mordisqueándose el labio.

– ¿Qué te pasa?

– Reina, usted no es de las que dicen «te lo había advertido», ¿verdad?

– No, ése no es mi estilo.

– Entonces, ¿podría poner este jarrón en sus habitaciones, por favor? -le pidió Zofia con la voz quebrada.

Acto seguido subió al primer piso. Reina la miró mientras subía la escalera; cuando desapareció de su vista, murmuró:

– ¡Te lo había dicho!

Mathilde dejó el periódico y miró a su amiga.

– ¿Has pasado un buen día?

– ¿Y tú? -contestó Zofia, dejando el bolso al pie del perchero.

– ¡Vaya respuesta! Claro que, viéndote la cara, la pregunta sobraba.

– Estoy cansada, Mathilde.

– Ven a sentarte en mi cama.

Zofia obedeció. Cuando se dejó caer sobre el colchón, Mathilde gimió.

– Lo siento -dijo Zofia, levantándose-. Y a ti ¿qué tal te ha ido el día?

– Ha sido apasionante -respondió Mathilde haciendo una mueca-. He abierto la nevera y he soltado un buen improperio, ya conoces mi sentido del humor…, eso ha hecho que un tomate se partiera de risa, y después me he lavado la cabeza con un champú al perejil.

– ¿Te ha dolido mucho hoy?

– Sólo durante la clase de aerobic. Puedes sentarte, pero con cuidado.

Mathilde miró por la ventana e inmediatamente añadió:

– ¡No, quédate de pie!

– ¿Por qué? -preguntó Zofia, intrigada.

– Porque vas a volver a levantarte enseguida -respondió Mathilde sin dejar de mirar hacia la calle.

– ¿Qué pasa?

– No puedo creer que te traiga otro -dijo Mathilde riendo.

Zofia dio un paso atrás con cara de sorpresa.

– ¿Está abajo?

– Es una monada. ¡Ojalá tuviera un hermano gemelo para mí! Te espera sentado en el capó del coche con flores. ¡Vamos, baja! -dijo Mathilde, ya sola en la habitación.

Zofia estaba en la calle. Lucas se puso de pie y le tendió un nenúfar rojo que sobresalía orgullosamente de un tiesto de barro.

32
{"b":"101239","o":1}