– He conocido a pocas personas tan antipáticas. ¿Podéis creer que se ha puesto exigente? -gruñó Jules-. Pero cuando le he enseñado el agua donde los cargadores iban a hacerle darse un baño, el color de la espuma lo ha convencido de que mi ropa no estaba tan sucia.
Lucas, que seguía rezagado, apretó el paso para acercarse a ellos y murmuró:
– ¡Sí! ¡Has sido tú!
– ¡De eso nada! -susurró ella, volviendo la cabeza.
– Tú has acelerado primero.
– ¡Que no!
– Bueno, ya está bien -intervino Jules-. El inspector está con él. Hay que encontrar una manera de sacar discretamente a ese hombre de aquí.
Pilguez les hizo una seña con la mano y los tres se le acercaron. El inspector tomó el mando de la operación.
– Están todos en la zona de las grúas registrando hasta el último rincón y no tardarán en venir hacia aquí. ¿Uno de ustedes puede ir a buscar su coche sin llamar la atención?
El Ford estaba aparcado en mal sitio; probablemente los cargadores verían a Zofia cuando fuera a buscarlo. Lucas permaneció en silencio, dibujando un círculo con la punta del pie en la tierra polvorienta del muelle.
Jules le señaló a Lucas con la mirada la grúa que estaba depositando en los muelles, no lejos de ellos, un Chevrolet Cámaro en un estado lamentable. Era el séptimo vehículo que sacaba del agua.
– Yo sé dónde encontrar coches cerca de aquí, pero el motor hace un extraño gorgoteo cuando lo pones en marcha -susurró el viejo vagabundo al oído de Lucas.
Ante la mirada interrogativa del inspector Pilguez, Lucas se alejó mascullando:
– Voy a buscar lo que necesita.
Regresó al cabo de tres minutos al volante de un espacioso Chrysler y lo aparcó delante del arco. Jules empujó el carrito; Pilguez y Zofia ayudaron a Heurt a salir. El vicepresidente se tumbó en el asiento trasero y Jules lo tapó por completo con una de sus mantas.
– ¡Y haced el favor de llevarla a limpiar antes de devolvérmela! -dijo éste al cerrar la portezuela.
Zofia se sentó al lado de Lucas y Pilguez se asomó a la ventanilla.
– No se entretengan.
– ¿Lo dejamos en la comisaría? -preguntó Lucas.
– ¿Para qué? -repuso el policía, contrariado.
– ¿Va a dejarlo libre? -preguntó Zofia.
– La única prueba que tenía era un pequeño cilindro de cobre de dos centímetros de largo, y he tenido que desprenderme de él para sacarla del apuro. Después de todo -añadió el inspector, encogiéndose de hombros-, los fusibles sirven precisamente para eso, ¿no?…, para evitar las sobrecargas de tensión… ¡Vamos, lárguense!
Lucas puso la primera y el coche se alejó entre una nube de polvo. Mientras todavía circulaba por los muelles, se oyó la voz amortiguada de Ed:
– ¡Me las pagará, Lucas!
Zofia levantó un extremo de la manta, destapando el rostro congestionado de Heurt.
– No creo que haya escogido el momento más oportuno -dijo en un tono circunspecto.
Pero el vicepresidente, que pestañeaba de un modo incontrolable, añadió:
– ¡Está acabado, Lucas! ¡No tiene ni idea del poder que tengo!
Lucas frenó en seco y el coche patinó a lo largo de varios metros. Con las dos manos apoyadas en el volante, Lucas se volvió hacia Zofia.
– ¡Baja!
– ¿Qué vas a hacer? -repuso ella, inquieta.
El tono en el que el joven repitió la orden no admitía réplica. Zofia bajó y la ventanilla se cerró con un chirrido. Heurt vio en el retrovisor los ojos oscuros de Lucas, que parecían tornarse negros.
– ¡Es usted el que no conoce mi poder, amigo! -dijo Lucas-. Pero tranquilo, voy a hacerle una demostración ahora mismo.
Retiró la llave de contacto y salió también del vehículo. Antes de que hubiera dado un paso, todas las puertas se bloquearon. El régimen del motor subió progresivamente, y cuando Ed Heurt se incorporó, la aguja de la esfera que estaba en el centro del salpicadero ya marcaba 4.500 revoluciones por minuto. Los neumáticos patinaban sobre el asfalto sin que el coche se moviera. Lucas cruzó los brazos con cara de preocupación y murmuró:
– Algo no funciona, pero ¿qué es?
Zofia se acercó a él y lo zarandeó sin contemplaciones.
– ¿Qué estás haciendo?
En el interior del habitáculo, Ed se sintió atrapado por una fuerza invisible que lo aplastaba contra el asiento. El respaldo fue brutalmente arrancado y propulsado contra el cristal posterior. Para resistirse a la fuerza que tiraba de él hacia atrás, Heurt se agarró a la correa de piel del sillón; la costura se desgarró y la correa cedió. Se asió desesperadamente a la empuñadura de la puerta, pero la aspiración era tan fuerte que las articulaciones se le amorataron antes de abandonar su vana resistencia. Cuanto más luchaba Ed, más retrocedía. Con el cuerpo comprimido por un peso desmesurado, se hundía inexorablemente hacia el interior del maletero. Sus uñas arañaron la piel del asiento sin más éxito; en cuanto estuvo en el interior del portaequipajes, el respaldo del asiento volvió a ocupar su lugar y la fuerza cesó. Ed estaba a oscuras. En el salpicadero, la aguja del cuentarrevoluciones rebotaba contra el tope de la esfera. En el exterior, el rugido del motor se había vuelto ensordecedor. Bajo las ruedas humeantes, la goma dejaba grasientas marcas negras. Todo el coche temblaba. Zofia, angustiada, se precipitó para liberar al pasajero; al ver que el habitáculo estaba vacío, se asustó y se volvió hacia Lucas, que toqueteaba la llave de contacto con expresión preocupada.
– ¿Qué has hecho con él? -preguntó Zofia.
– Está en el maletero -respondió él, absorto-. Algo funciona mal… ¿Qué he olvidado hacer?
– ¡Estás completamente loco! Si se sueltan los frenos…
Zofia no tuvo tiempo de acabar la frase. Lucas, visiblemente aliviado, meneó la cabeza e hizo chascar los dedos. En el interior del vehículo, la palanca del freno de mano se liberó y el coche se precipitó hacia el mar. Zofia corrió hasta el borde del muelle y se concentró en la parte trasera del vehículo, que aún sobresalía del agua: el maletero se abrió y el vicepresidente apareció dando manotadas en las sucias aguas que bordeaban el muelle 80. Ed Heurt se alejó como un tapón de corcho a la deriva, dando torpes brazadas hacia la escalera de piedra y escupiendo cuanto podía. El coche se hundió, arrastrando con él los grandes proyectos inmobiliarios de Lucas, en cuyos ojos se leía el apuro de un niño al que han pillado con las manos en la masa.
– ¿No tienes un poco de hambre? -le dijo a Zofia, que se acercaba a él con paso decidido-. Con todo este lío, nos hemos saltado la comida.
Ella lo fulminó con la mirada.
– ¿Quién eres?
– Resulta un poco difícil de explicar -respondió él, incómodo.
Zofia le arrebató la llave de las manos.
– ¡Debes de ser el hijo del diablo o su mejor discípulo, para conseguir hacer esas cosas!
Con la punta del pie, Lucas trazó una línea recta justo en el centro del círculo que había dibujado en el polvo. Agachó la cabeza y contestó, como avergonzado:
– Entonces, ¿aún no te has dado cuenta?
Zofia retrocedió un paso, luego dos.
– Soy su enviado…, su agente de elite.
Ella se tapó la boca con la mano para ahogar el grito que escapaba de su garganta.
– No, tú no… -murmuró, mirando a Lucas por última vez antes de alejarse corriendo.
Lo oyó gritar su nombre, pero las palabras de Lucas ya no eran más que unas sílabas entrecortadas por el viento.
– ¡Mierda, tú tampoco me habías dicho la verdad! -dijo Lucas, borrando furiosamente el círculo con el pie.
En su inmenso despacho, Lucifer apagó la pantalla de control y el rostro de Lucas se convirtió en un ínfimo punto blanco que desapareció en el centro del monitor. Satán hizo girar el sillón y pulsó el botón del interfono.
– ¡Haga venir a Blaise inmediatamente!
Lucas fue andando hasta el aparcamiento y abandonó los muelles a bordo de un Dodge gris claro. Una vez cruzada la barrera, buscó en el fondo de sus bolsillos una pequeña tarjeta de visita y la introdujo en la visera. Cogió el teléfono móvil y marcó el número de la única periodista a la que conocía bíblicamente. Amy descolgó después de la tercera señal.