– ¿Por qué se mete en esto? -gritó un cargador.
– ¡A ti te iría muy bien que tu responsabilidad como jefe de seguridad no se cuestionara! -vociferó otro.
– ¡Esa afirmación es injusta! -replicó Zofia, sintiendo que la agresividad del ambiente se volvía contra ella-. ¡Se me reprocha constantemente que tomo demasiadas precauciones respecto a su segundad, lo saben perfectamente!
El murmullo cesó unos segundos antes de que otro hombre interviniera:
– Entonces, ¿por qué se ha caído Gómez?
– Desde luego, por culpa de la escala no -contestó Zofia, bajando la voz y la cabeza.
Un conductor de tractor avanzó empuñando una barra de hierro.
– ¡Lárgate, Zofia! ¡Aquí no eres bien recibida!
De pronto se sintió amenazada por los cargadores, que se acercaban. Dio un paso atrás y tropezó con un hombre que estaba detrás de ella.
– Intercambio de favores -le susurró Pilguez al oído-. Usted me explica a quién beneficia esta huelga, y yo la saco de este apuro. Creo que tiene una ligera idea sobre el asunto, y ni siquiera tendrá que decirme a quién intenta proteger. -Zofia volvió la cabeza hacia el inspector, que sonreía burlón-. Instinto policial -añadió éste, haciendo rodar el fusible entre los dedos.
Se colocó delante de ella y presentó su placa a la multitud, que se detuvo de inmediato.
– Es muy probable que la señorita tenga razón -dijo, saboreando el silencio que acababa de imponer-. Soy el inspector Pilguez, de la brigada criminal de San Francisco, y les ruego que hagan el favor de retroceder unos pasos. Padezco de claustrofobia.
Nadie obedeció y, desde el estrado, Manca preguntó:
– ¿Para qué ha venido, inspector?
– Para evitar que sus amigos cometan una tontería y caigan en una trampa, como dice la señorita.
– ¿Y qué tiene que ver esto con usted? -insistió el jefe del sindicato.
– ¡Esto! ¡Esto tiene que ver conmigo! -dijo Pilguez, levantando el brazo con el fusible entre los dedos.
– ¿Qué es eso? -preguntó Manca.
– Lo que debería haber garantizado que no se cortara la luz en la bodega donde Gómez cayó.
Todos los rostros se volvieron hacia Manca, que alzó la voz.
– No veo adonde quiere ir a parar, inspector.
– Gómez tampoco podía ver gran cosa en la bodega, amigo mío.
El pequeño cilindro de cobre describió una parábola por encima de la cabeza de los cargadores. Manca lo agarró al vuelo.
– El accidente de su compañero se debió a un acto de sabotaje -prosiguió Pilguez-. Este fusible es diez veces menos potente de lo que debería ser, compruébenlo ustedes mismos.
– ¿Por qué iba a hacer alguien eso? -preguntó una voz anónima.
– Para que se pusieran en huelga -respondió lacónicamente Pilguez.
– En los barcos hay fusibles por todas partes -dijo un hombre.
– Lo que usted dice no tiene nada que ver con el informe de la comisión de investigación -dijo otro.
– ¡Silencio! -gritó Manca-. Aceptando que dice la verdad, ¿quién se supone que está detrás de esto?
Pilguez miró a Zofia y suspiró antes de responder al jefe del sindicato:
– Digamos que ese aspecto de la cuestión todavía no está claro.
– Entonces váyase de aquí con sus cuentos chinos -dijo un cargador, empuñando un eje de cabrestante.
La mano del policía descendió lentamente hacia su pistolera. La amenazadora masa se desplazaba hacia ellos, como una marea ascendente que no tardaría en cubrirlos. Zofia reconoció al hombre que la miraba junto al estrado, delante de un contenedor abierto.
– ¡Yo conozco al que ha ordenado cometer el crimen!
La voz serena de Lucas había paralizado a los cargadores. Todos los rostros se volvieron hacia él. El joven empujó la puerta abierta del contenedor, que chirrió al girar sobre sus goznes y dejó a la vista de todos el Jaguar. Lucas apuntó con el dedo al conductor, que hacía girar febrilmente la llave de contacto.
– Circulan abultados sobres para comprar los terrenos en los que trabajáis…, después de la huelga, por supuesto. ¡Preguntádselo a él, es el comprador!
Heurt puso bruscamente la primera, los neumáticos patinaron sobre el asfalto y el coche del vicepresidente de A amp;H comenzó su loca carrera entre las grúas para escapar del furor de los cargadores.
Pilguez le ordenó a Manca que contuviera a sus hombres.
– ¡Muévase, antes de que esto acabe en un linchamiento!
El jefe del sindicato hizo una mueca al tiempo que se frotaba la rodilla.
– Tengo una artritis terrible -se quejó-. La humedad de los muelles… ¡Qué le vamos a hacer! ¡Son gajes del oficio!
Manca se alejó cojeando.
– Ustedes dos no se muevan de aquí -masculló Pilguez.
El inspector dejó a Lucas y a Zofia para correr en la dirección hacia la que se habían precipitado los cargadores. Lucas lo siguió con la mirada.
Mientras la sombra del policía se escabullía detrás de un tractor, Lucas se acercó a Zofia y tomó sus manos entre las suyas. Ella vaciló antes de formularle una pregunta.
– No eres un Verificador, ¿verdad? -dijo en un tono lleno de esperanza.
– No. No sé de qué me hablas.
– Y tampoco trabajas para el gobierno.
– Digamos que trabajo para algo… comparable. Pero, de todos modos, te debo otras explicaciones.
Se oyó un ruido de chapa a lo lejos. Lucas y Zofia se miraron y ambos echaron a correr en la dirección de donde había venido el estruendo.
– ¡Si le echan el guante, no doy un centavo por su pellejo! -dijo Lucas, corriendo a pequeñas zancadas.
– Entonces, reza para que eso no suceda -repuso Zofia, colocándose a su altura.
– ¡Bah, de todas formas, no vale gran cosa! -contestó Lucas, adelantándola dos pasos.
Zofia volvió a atraparlo y lo dejó atrás.
– ¡Tienes buenos pulmones! -exclamó Lucas.
– ¡De eso no puedo quejarme!
Lucas hizo una mueca de dolor mientras redoblaba sus esfuerzos para situarse en cabeza en el tramo en zigzag, entre dos pilas de contenedores, al que se acercaban. Zofia aceleró para impedir que la alcanzara.
– Están allí-dijo, sin aliento pero todavía en cabeza.
Lucas hizo un sprint para atraparla. A lo lejos, una humareda blanca salía por la rejilla del radiador del Jaguar, clavado en la horca de un cargador. Zofia inspiró profundamente para mantener el ritmo.
– Yo me ocupo de él y tú de los cargadores… cuando me hayas alcanzado -dijo, dando otro acelerón.
Rodeó la compacta multitud que cercaba el vehículo, sin volverse para evitar perder unos segundos preciosos. Se deleitaba imaginando la cara que debía de poner Lucas a su espalda.
– ¡Esto es ridículo! ¡No estamos haciendo una carrera, que yo sepa! -le oyó gritar, tres pasos atrás.
La gente contemplaba en silencio el coche vacío. Uno de los cargadores llegó corriendo: el vigilante no había visto pasar a nadie por delante de la garita; Ed seguía atrapado en los muelles y sin duda estaba escondido en un contenedor. La multitud se dispersó y cada uno fue en una dirección, decidido a encontrar al fugitivo. Lucas se acercó a Zofia.
– ¡No me gustaría estar en su lugar!
– ¡Se diría que disfrutas con esto! -repuso ella, exasperada-. ¡Lo que tienes que hacer es ayudarme a localizarlo antes que ellos!
– Me he quedado sin aliento, pero la culpa no es mía.
– ¡Qué cara! -exclamó Zofia con los brazos en jarras-. ¿Quién ha empezado?
– ¡Tú!
La voz de Jules los interrumpió.
– Vuestra conversación parece apasionante, pero si pudierais dejarla para más tarde, quizá podríamos salvar una vida. ¡Seguidme!
Jules les explicó por el camino que Ed había saltado del coche justo después del choque y se había precipitado hacia la salida del puerto. La jauría estaba acercándose peligrosamente a él cuando pasó a la altura del arco número 7.
– ¿Dónde está? -preguntó Zofia, preocupada, caminando junto al viejo vagabundo.
– Debajo de un montón de trapos.
A Jules le había costado Dios y ayuda convencerlo de que se escondiera dentro de su carrito.