– ¿Qué pinta aquí el tablero de fusibles?
– Aquí, nada, pero junto a la bodega, mucho. No hay muchas razones para que un cargador experimentado se caiga. O bien la escala está podrida, y no es que yo diga que acabaran de cambiarla…, o bien se trata de un descuido, y eso no encaja con Gómez. A no ser que la bodega esté a oscuras, cosa que puede ocurrir si la luz se apaga de repente. En tal caso, el accidente es casi inevitable.
– ¿Sugiere que se trata de un acto de sabotaje?
– Sugiero que la mejor manera de hacer resbalar a Gómez era apagar los focos mientras estaba en la escala. Prácticamente hay que ponerse gafas de sol para trabajar ahí dentro cuando está iluminado, ¿y qué cree usted que pasa cuando de repente todo queda sumido en la oscuridad? Mientras los ojos se acostumbran, pierdes el equilibrio. ¿Nunca ha sentido vértigo al entrar en un cine después de haber estado a pleno sol? ¡Imagínese el efecto, encaramado en lo alto de una escala de veinte metros!
– ¿Tiene pruebas de lo que dice?
Pilguez se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y lo dejó sobre la mesa. Lo desdobló, dejando al descubierto un pequeño cilindro completamente chamuscado.
– Tengo un fusible carbonizado al que le falta un cero en el amperaje -dijo en respuesta a la expresión interrogativa de Zofia.
– La electricidad no es mi fuerte.
– Este trasto era diez veces menos potente de lo necesario para la carga que debía soportar.
– ¿Eso es una prueba?
– En cualquier caso, es una prueba de mala fe. La resistencia podía aguantar cinco minutos como máximo antes de saltar.
– Pero ¿todo eso qué demuestra?
– Que la bodega del Valparaíso no es el único sitio donde no se ve con claridad.
– ¿Qué opina de esto la comisión de investigación?
Pilguez toqueteaba el fusible sin poder disimular su cólera.
– Opina que lo que tengo en las manos no demuestra nada, puesto que no lo he encontrado en el tablero.
– Pero usted opina lo contrario.
– Sí.
– ¿Por qué?
Pilguez hizo rodar el fusible sobre la mesa. Zofia lo tomó para examinarlo con atención.
– Lo he encontrado debajo de la escalera; la sobrecarga de tensión debió de hacerlo saltar y la persona que fue a eliminar las pistas no lo encontró. En el tablero había uno completamente nuevo.
– ¿Piensa abrir una investigación criminal?
– Todavía no. Con eso también tengo un problema.
– ¿Cuál?
– El motivo. ¿Qué interés podía haber en hacer que Gómez cayera al fondo de ese barcucho? ¿A quién podía beneficiar el accidente? ¿Tiene alguna idea?
Zofia trató de controlar el malestar que la invadía. Tosió y se puso una mano delante de la cara.
– Ninguna.
– ¿Ni la más leve? -insistió Pilguez, receloso.
– Ni eso -dijo ella, tosiendo de nuevo.
– Lástima -dijo Pilguez, levantándose.
Cruzó el bar, salió después de ceder el paso a Zofia y se acercó a su coche. Se apoyó en la portezuela y se volvió hacia Zofia.
– No intente nunca mentir, se le da fatal.
Le dirigió una sonrisa forzada y se sentó ante el volante. Zofia corrió hacia él.
– ¡Hay una cosa que no le he dicho!
Pilguez miró el reloj y suspiró.
– Anoche, la comisión de investigación había decidido que el barco estaba fuera de sospecha, y nadie ha vuelto a inspeccionarlo desde entonces.
– Entonces, ¿qué puede haberlos convencido de que cambien de opinión durante la noche? -preguntó el inspector.
– Lo único que sé es que el hecho de que las sospechas recaigan sobre el barco va a provocar otra huelga.
– ¿En qué beneficia eso a la comisión?
– Debe de haber una relación. Búsquela.
– Si la hay, es lo que ha provocado la caída de Gómez.
– Un accidente, una consecuencia, una sola finalidad -murmuró Zofia, alarmada.
– Empezaré por investigar en el pasado de la víctima para descartar otras hipótesis.
– Supongo que es lo mejor que se puede hacer -dijo Zofia.
– ¿Y usted adonde va?
– A la asamblea general de los cargadores.
Se apartó del coche. Pilguez puso el motor en marcha y se alejó.
Al salir de la zona portuaria, telefoneó a su despacho. La coordinadora descolgó después de la séptima señal y Pilguez le espetó de inmediato:
– Buenos días, aquí las pompas fúnebres, al detective Pilguez le ha dado un patatús. Ha fallecido intentando reunirse con usted y queríamos saber si prefiere que depositemos su cuerpo en la comisaría o se lo llevemos directamente a casa.
– ¡Vale! Hay un vertedero a dos manzanas de aquí, deposítenlo allí y yo iré a verlo en cuanto me pongan una ayudante y no tenga que descolgar este teléfono cada dos minutos -contestó Nathalia.
– ¡Muy ingeniosa!
– ¿Qué quieres?
– ¿No te has asustado ni siquiera un poco?
– No te da ningún patatús desde que te controlo la glucemia y el colesterol. Claro que a veces echo de menos la época en que te ibas a comer huevos a escondidas; por lo menos tu mal humor tenía sus horas bajas. ¿Esta encantadora llamada es para saber algo de mí?
– Tengo que pedirte un favor.
– ¡A eso lo llamo yo tener mano izquierda! Te escucho…
– Mira en el servidor central todo lo que puedas encontrar sobre Félix Gómez, 56 de la calle Fillmore, carné de cargador 54.687. Por cierto, me encantaría saber quién te ha contado que comía huevos a escondidas.
– Yo también trabajo en la policía, ¿sabes? ¡Y tú comes con la misma delicadeza que hablas!
– ¿Y eso qué demuestra?
– ¿Quién lleva tus camisas a la tintorería? Bueno, te dejo, tengo seis llamadas en espera y a lo mejor hay una urgencia de verdad.
Una vez que Nathalia hubo cortado la comunicación, Pilguez conectó la sirena de su vehículo y dio media vuelta.
Había hecho falta más de media hora para que la multitud se callara; la reunión había empezado hacía apenas un momento en la explanada. Manca acababa de leer el informe médico del Memorial de San Francisco. Gómez había sido sometido a tres intervenciones quirúrgicas. Los médicos no podían predecir si algún día llegaría a estar en condiciones de reincorporarse al trabajo, pero las dos fisuras en las vértebras lumbares no habían afectado a la médula espinal. Seguía inconsciente, pero estaba fuera de peligro. Un murmullo de alivio recorrió la asamblea, aunque eso no atenuó la tensión que reinaba. Los cargadores permanecían de pie frente a la tribuna improvisada entre dos contenedores. Zofia se había quedado un poco aparte, en la última fila. Manca pidió silencio.
– La comisión de investigación ha concluido que probablemente el estado de la escala de la bodega sea la causa del accidente de nuestro compañero.
El responsable sindical tenía el semblante grave. Las condiciones de trabajo que les imponían habían puesto en peligro la vida de uno de sus compañeros; una vez más, uno de ellos había pagado con su integridad física.
Un hilillo de humo acre asomaba por detrás de la puerta de un contenedor que lindaba con la tribuna desde la que Manca se dirigía a los cargadores.
Tras encender un cigarrillo, Ed Heurt había abierto la ventanilla del Jaguar. Colocó el encendedor en su sitio y escupió las briznas de tabaco que se le habían adherido a la punta de la lengua. Se frotó las manos, encantado de percibir cómo aumentaba la cólera a unos metros de él.
– No me queda más remedio que proponeros un paro indefinido del trabajo -concluyó Manca.
Un pesado silencio planeaba por encima de sus cabezas. Una a una, las manos se levantaban; cien brazos se habían alzado, y Manca aprobó con un movimiento de cabeza la decisión unánime de sus compañeros. Zofia inspiró profundamente antes de tomar la palabra.
– ¡No lo hagáis! ¡Estáis a punto de caer en una trampa!
Vio cómo la sorpresa se mezclaba con la cólera en los rostros que se habían vuelto hacia ella.
– No ha sido la escala lo que ha provocado la caída de Gómez -prosiguió Zofia, elevando la voz.