– ¿Lo otro? -pregunté en tono irónico-. Qué estudios tan extraordinarios serán.
Roderer me miró con frialdad; su voz sonó neutra pero había en sus ojos algo tenso y cortante.
– Sí -dijo-, esa es exactamente la palabra. Son extraordinarios.
Noté que se había replegado, como si viera en mí un posible enemigo.
– Bueno -le dije algo arrepentido, del modo más amistoso que pude-, supongo que ya me contarás.
Le agradecí otra vez el libro y le aseguré que sabría llegar solo a la puerta de calle. En el pasillo me salió al encuentro la madre, que debió escuchar mis pasos; tenía puesto un delantal en el que se secaba nerviosamente las manos.
– Cómo, ya se va. Dios mío, y veo que Gustavo ni lo acompañó a la puerta. -Movió la cabeza, avergonzada. Le dije que yo había insistido en salir por mi cuenta y que su hijo había estado muy amable.
– ¿De veras? ¿Y va a venir otra vez?
Le contesté, riendo, que sí y me miró con un agradecimiento que volvió a incomodarme.
– Yo sé que no debería meterme -dijo-, pero no puede ser sano que se pase los días encerrado, sin hablar con nadie. Por eso quería yo que fuera un tiempo más al colegio. Conmigo casi no conversa y tampoco tiene ningún amigo. Y yo que tenía la esperanza de que en un pueblo iba a ser distinto. No sé, me da miedo que esté tanto tiempo pensando.
Me miró con una expresión angustiada, como si su hijo estuviera ya fuera de su alcance.
– Señora -me animé a preguntarle-, ¿Gustavo tiene alguna enfermedad?
– No… no -me contestó desorientada-, ¿qué le dijo a usted?
– No, nada en realidad -dije con cautela-. Pero a veces habla como si no pudiera perder ni un momento, como si le fuera a faltar el tiempo.
– Ah, eso -suspiró-. Sí, cree que tiene un plazo; una vez cuando discutíamos me lo dijo. No sé qué significa. Pero enfermo no está -dijo, como si defendiera un último bastión-: eso al menos yo lo sabría.
Abrió la puerta casi con pesar.
– ¿Va a volver entonces? Alcé la mano, sonriendo.
– Prometido-dije.
Seis
Apenas llegué a mi casa -y para no dejarme, creo, la posibilidad de arrepentir-me- les anuncié a mis padres mi propósito de ingresar en la Universidad al año siguiente. Esto significaba, bien lo sabían ellos, que me iría quizás para siempre de Puente Viejo. Mi madre, que se debatía entre el orgullo y la tristeza, trató débilmente de disuadirme para que me quedara un año más. A mi padre, que me conocía mejor, debió llamarle la atención que no me inclinara por una carrera humanística, pero no me hizo preguntas; tal vez aquel rué, aunque entonces no supe verlo, uno de los primeros indicios de ese desinterés progresivo con que se fue poco a poco apartando de todo. Cristina, que suponía en aquel tiempo que cualquier cosa que yo intentara me saldría bien, se interesó mucho más por averiguarlo todo sobre la casa donde vivía Roderer, sobre el lugar exacto del encuentro en la playa y sobre los mínimos detalles de la visita. En los días siguientes noté que desaparecía furtivamente por la tarde y una vez, sin poder contenerme, le hice una broma sobre las huellas de arena que dejaba al volver. Enrojeció de golpe y me miró de un modo tan dolorido que me callé de inmediato. Nunca había visto a mi hermana así, pero evité acercarme, preguntarle nada: prefería no enterarme, no saber. Ella, a su vez, se volvió reservada y me eludía, como si temiera de mí una advertencia, o un juicio. Inmerso en el libro de Holdein, respirando el aire venenoso que parecía extenderse más allá de las páginas, alzaba los ojos cuando ella abría la puerta al volver de la playa y en su cara grave, transfigurada, asistía a los estragos del amor.
Volví a la casa de Roderer una tarde de agosto, una de las tardes más extrañas de mi vida. Las calles del pueblo estaban desiertas y el viento, helado, cortaba los labios y hacía atronar el mar. La madre dio al verme una exclamación de alegría y me hizo señas para que me apresurara a entrar.
– Hijo, con este tiempo se animó a venir.
Me llevó hasta la cocina, donde había una gran estufa, y me ayudó a quitarme el sobretodo y la bufanda.
– Vaya a golpearle la puerta, que yo le preparo un buen café. Vaya, vaya: a Gustavo le va a dar mucha alegría verlo.
Golpeé dos veces, no muy seguro de que Roderer estuviera de acuerdo con ella. Lo encontré sentado frente al escritorio con el pelo revuelto y la cara desencajada, como si hubiera pasado la noche sin dormir. Había junto al sofá una salamandra encendida, que en la visita anterior no había visto; las llamas proyectaban sobre la pared unas inquietas figuras rojizas que no conseguían calentar el cuarto. Entró la madre con una bandeja y dos tazas.
– No entiendo -murmuró- por qué hace siempre tanto frío aquí. -Se inclinó a subir el fuego y sirvió luego el café.- Quería felicitarlo -me dijo sorpresivamente-: su mamá me contó que piensa ir a la Universidad el año que viene.
– Mi madre, ¡ya estuvo hablando! -dije alarmado-. No es nada seguro todavía, tengo que rendir muchos exámenes. No imaginaba que ustedes se conocían -añadí.
– La encuentro a veces en el almacén. -Movió a medias la cabeza hacia su hijo, sin decidirse a enfrentarlo.- Cómo quisiera yo que Gustavo también siguiese una carrera, tantas veces se lo dije… -Me tocó el brazo.-Capaz usted pueda convencerlo.
Miré a Roderer; sus ojos ardían de impaciencia y por un momento temí que fuera a gritarle, pero cuando nos quedamos solos volvió sobre el asunto, como sí de veras le interesara.
– Bueno -me preguntó-, ¿cuál fue la señalada?
– Decidí hacerte caso -le dije-: Matemática.
Roderer tomó mi frase, creo, en un sentido textual.
– Eso está bien, eso está muy bien -repetía pensativo, como si una pieza importante se hubiera colocado en el sitio justo. Contra lo que yo había supuesto la noticia parecía darle auténtica alegría. Extendió la mano sobre los libros amontonados en el escritorio.
– Esto se complica cada vez más, se está haciendo demasiado difícil como para que no necesite, en algún momento, también de la matemática. Y entonces tendría a quién recurrir: lo humano, después de todo, puede acudir a lo humano. Eso es -dijo entusiasmado, como si hubiese llegado a una resolución-: vas a ser mis ojos y mis oídos.
Lo miré, dudando de que hablara en serio; por primera vez se me ocurrió que el enclaustramiento quizá lo estuviera trastornando. Se había quedado absorto, con la taza de café a mitad de camino, como si estuviese verificando un último cabo suelto. De pronto me preguntó, en un tono inesperadamente cordial, qué me había parecido el libro de Holdein. Pensé con buen humor que si contestaba bien tal vez me convirtiera de siervo en aliado y hablé, con mi pedantería de entonces, un buen rato yo solo. Roderer asentía con aire atento a cada uno de mis juicios y a mis expresiones de entusiasmo pero esperaba, me di cuenta, que yo mencionara otra cosa, algo más; toda su atención estaba en realidad centrada en saber si yo diría aquello, fuera lo que fuere, y a medida que me escuchaba se iba decepcionando. Me detuve, algo ofendido. Hubo un silencio.
– Sí -dijo-, todo eso es cierto. -Y para animarme a seguir repitió una o dos de mis frases. Dichas por él, sin ningún énfasis ni calor, sonaban como elogios más o menos pueriles. Comprendió, creo, que estaba empeorando aun más las cosas y empezó de nuevo, en un tono cuidadoso.
– Todo lo que dijiste… lo sentí yo también, exactamente igual, en la primera lectura. Son, digamos, los aciertos, lo que está acabado. Pero en una gran obra también es revelador lo que quedó incompleto, o malogrado, las inconsecuencias, la parte de materia que no pudo ser dominada, los puntos de dificultad extrema en que para seguir adelante se debe perder algo. Es inevitable -siguió-, porque toda obra, aun la más compleja, es una simplificación, una reducción. Del infinito caótico, acribillado de hechos y relaciones y sólo a medias coherente que tiene delante de sí el escritor, a la finitud del libro, los pocos elementos con los que puede quedarse y que debe disponer del mejor modo posible para crear la ilusión, apenas una ilusión, de las magnitudes reales. Eso es lo acabado en el fondo: una simulación racional, un artificio. Pero en las equivocaciones, a través de las grietas, uno puede asomarse a veces al verdadero abismo, a la visión original.