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Tampoco va a ser este año el casamiento. No sé qué me pasa. O en realidad, sí lo sé. No puedo dejar de verlo. Pero creo que ahora él también me necesita. Desde que murió la madre la casa es una ruina; a duras penas tiene para comer, hay días en que toma nada más que té. Hace un tiempo pude convencerlo de que vendiera algunos muebles, pero ese dinero ya se acabó. El mismo me propuso después que vendiésemos los libros; yo también lo había pensado pero nunca me hubiera animado a sugerírselo. Como en el Apocalipsis, dijo, la devoración del libro. Aunque no lo creas estaba de buen ánimo, parecía incluso contento. Igualmente, no los voy a necesitar más, me dijo cuando los poníamos en las cajas, ya fui el camello en el desierto y el león; sólo me queda la transformación en niño y los niños no precisan tantos libros. ¿Tiene esto algún sentido? Sé que ahora va todos los días al Club Olimpo; me dijeron que llega a eso de las siete de la tarde, que pide un café y que se queda solo, sentado en una mesa, hasta que cierran. En fin, pensé que podía interesarte la colección de epistemología, o los libros de Bertrand Russell. No dejes de avisarme en todo caso.

Llevé la carta a la cocina y mientras me calentaba la cena volví a leer este último párrafo. Roderer lo había abandonado todo. ¿Qué otro significado podía tener la decisión de deshacerse de sus libros? Y sin embargo no podía creer que Cristina se equivocara respecto de su estado de ánimo y mucho menos que él fuera capaz de fingir un sentimiento. ¿A qué se debía entonces su alegría? La frase sobre leones y camellos tampoco me daba ninguna luz. Debe ser cierto que hay para cada deseo una mortificación o tal vez, simplemente, cosas que no se dejan ver antes de tiempo, pequeños misterios enloquecedores que esperan en la sombra su ocasión exacta. Saber aquello -si Roderer se había dado por vencido- era lo único que en ese momento me hubiera importado, la noticia que había estado esperando todos esos años, pero la carta de mi hermana, con ironía ejemplar, se negaba a darme una confirmación definitiva.

Me acosté muy tarde esa noche y dormí con un sueño breve, acosado, pero al día siguiente me desperté con mi buen humor de siempre, guardé la carta sin releerla, y con el ánimo despejado y resuelto fui hasta la Facultad y anoté en la lista de Cavandore mi nombre al pie. Este acto mínimo echó sobre mí, como la advertencia de que irme no me sería tan fácil, la carga más intrincada de trámites y papeles a la que jamás debí enfrentarme. Faltaban apenas dos meses para el inicio del año académico en Cambridge y Cavandore insistía en que estuviésemos allí desde el primer día. Yo había escrito unas líneas a mi casa anunciando mi decisión; por teléfono tuve que jurarle a mi madre que viajaría a Puente Viejo para despedirme: en esos años había espaciado cada vez más mis visitas, y en las últimas vacaciones, amparándome en el estudio, había evitado regresar. Esto me había valido, por supuesto, una infinidad de reproches, ruegos, inquisiciones, y finalmente un largo silencio ofendido que esta llamada suya quebraba por primera vez. Prometí pasar diez días en Puente Viejo pero a partir de entonces, como en un perfecto castigo de fábula, las fechas empezaron a encadenarse contra mi voluntad, de un modo inmanejable, y me obligaron a postergar este viaje de semana en semana hasta que apenas me quedaron libres los dos días anteriores al vuelo. De ese período caótico, del ir y venir de oficinas, de las gestiones arbitrarias, ridículas, del increíble entorpecimiento que me enredaba a cada paso, recuerdo sobre todo la aguda impresión de extrañeza cuando dejé por fin cerradas sobre la cama, en el departamento ya vacío, las dos valijas que iba a llevar en el avión y me puse a preparar el bolso con la muda de ropa que usaría en Puente Viejo. Fue como una sensación del futuro anticipada en el tiempo: la sensación de no pertenecer a ningún lado.

Diez

El ómnibus llegó a Puente Viejo cerca del mediodía. Era uno de los últimos días de octubre y en algunos chalets del camino de acceso ya estaban los carteles de alquiler. Cuando subimos la cuesta hacia la estación, al ver el pueblo extendido entre los pinos, sentí otra vez ese raro apaciguamiento, esa íntima incredulidad que era mi argumento extremo cuando pensaba en Roderer: nada excesivo podía ocurrir allí. Apareció el mar, gris y picado; el viento empujaba un cordón de nubes que cubría de lado a lado el cielo y aun esa tormenta que avanzaba sobre el pueblo parecía una amenaza desproporcionada. Hubo en mi casa un almuerzo desanimado; vi a mis padres, por primera vez, viejos y cansados. Mucho más impresionante era el efecto que una nueva tristeza, un dolor reciente y declarado -que no se debía, por supuesto, a mi partida- había causado en la cara de Cristina. Era como si algo en ella hubiera cedido y un fondo de amargura se hubiese filtrado en sus rasgos de un modo sutil, irreparable. Yo, que no alcanzaba a imaginar el motivo de esta pena, estaba seguro en cambio de quién era el responsable.

Se había hablado en la mesa de mi viaje.

– Al fin y al cabo -dijo en un momento mi madre- en un año vas a estar de vuelta.

No tuve más remedio entonces que contarles todo.

– Hay algo que no puse en la carta: el programa contempla una extensión de la beca, para hacer un doctorado.

Mi madre, que había empezado a servir el postre, me miró con inquietud.-

– Y eso, ¿cuánto tiempo sería?

– Cuatro años más.

Escuché cómo ahogaba un gemido y bajé la cabeza al plato; habló mi padre con su voz lenta y asmática.

– Ya no vas a volver.

– Claro -dijo Cristina como un eco-, a qué va a volver.

Terminamos de comer en silencio; mi padre, sin esperar el café, como si no pudiera quebrar una costumbre, se fue con el diario a la biblioteca. Mientras Cristina recogía los platos, mi madre desapareció un momento y volvió con un gran paquete.

– Te compramos un regalo -dijo.

Deshice el moño y rompí el envoltorio: era un piloto.

– Para cuando vayas de paseo a Londres -dijo Cristina-. Vamos, probátelo.

Sonó de pronto, desde su habitación, la alarma de un despertador. Mi hermana fue a apagarlo y mi madre la siguió hasta el cuarto. Oí el murmullo confuso de una discusión.

– Ni siquiera hoy, el único día que viene tu hermano.

– Sabes que tengo que ir cada ocho horas; voy a tratar de volver pronto. -Mi hermana parecía recorrer el cuarto, juntando cosas. Oí el golpe de un cajón, ruido de frascos, el cierre de una cartera.

– Hasta cuándo, hasta cuándo digo yo.

Escuché entonces la voz de Cristina, rápida y furiosa.

– No te preocupes; antes de lo que pensás.

Hubo un silencio y mi madre dijo en otro tono, como si estuviese algo arrepentida.

– ¿Te acordás por lo menos de que invité a Aníbal a cenar?

– Voy a tratar de volver pronto -repitió Cristina. Pasó delante de mí, me subió el cuello del piloto y me dio un beso rápido:-Las inglesitas van a morir de amor.

Mi madre salió del cuarto cuando escuchó la puerta; pensé entonces que me diría algo. Pero parecía resignada, como si hubiera comprendido que estábamos los dos fuera de su alcance. Extendió vagamente la mano.

– Sácatelo -murmuró-: voy a repasarle los botones.

Fui hasta la biblioteca; mi padre se había quedado dormido con el diario caído sobre el pecho. Me encontré de pronto deambulando solo por la casa. Abrí la puerta de mi cuarto; todo estaba allí todavía, como una trampa: mi cama, el escritorio, los afiches en la pared, la copa que había ganado en el torneo de ajedrez. Cuando estaba por atravesar el living entreví por la puerta del dormitorio a mi madre sentada de espaldas, en el borde de la cama, con el costurero abierto sobre la mesa de luz; se había doblado extrañamente sobre el piloto, con la frente casi tocando la tela. Tardé un instante en darme cuenta de que estaba llorando. Se sacó los anteojos empañados, los frotó con un pañuelo y con una mano temblorosa enhebró otra vez la aguja para seguir cosiendo. Me volví en silencio sobre mis pasos y me quedé sentado en la biblioteca junto a mi padre. En el escritorio vi apiladas, sin abrir, las revistas del club de pesca en sus sobres de plástico. Alcé la última: tenía en la tapa el anuncio de las Veinticuatro Horas de San Blas; mi padre se movió en el sillón y abrió los ojos. Pareció avergonzarse un poco de que lo hubiera encontrado dormido.

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