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Abandone. Mientras me levantaba mire la cara de mi rival: esperaba encontrar, creo, uno de esos gestos que yo no podía reprimir cuando ganaba, un brillo de satisfacción, una sonrisa mal disimulada. Roderer estaba serio, desentendido de la partida; se había abotonado el abrigo, una especie de gabán azul oscuro, y dirigía a la puerta una mirada inquieta. Tenia una expresión indecisa y a la vez irritada, como si estuviera debatiendo consigo mismo un problema mínimo, una cuestión estúpida que sin embargo no lograba resolver. Habíamos quedado en el salón únicamente nosotros dos; lo que no conseguía decidir, me di cuenta, era si debía esperarme para que saliéramos juntos o podía despedirse inmediatamente y marcharse solo. Conocía bien ese tipo de tormento, pero había creído hasta entonces que solamente yo lo sufría; la imposibilidad de elegir entre dos opciones triviales y absolutamente indiferentes, la horrible vacilación de la inteligencia que oscila de una a la otra y nada puede discernir, que argumenta en el vacío sin encontrar una razón decisiva mientras el sentido común se burla y la azuza: da lo mismo, da lo mismo. Que desconcertante me parecía encontrar en otro, y de un modo mucho mas intense, los signos de ese mal que tal vez fuera ridícula pero que yo había considerado hasta entonces mi posesión mas exclusiva.

– Ya voy -dije para rescatarlo. Asintió con gratitud. Le devolví a Jeremías la caja con las piezas y lo alcance en la escalera. Cuando salimos le pregunte donde vivía; era una de las casas detrás de los medanos; podíamos caminar una cuadra juntos.

Ya se acababan las vacaciones y el aire tenia ese frío premonitorio, desconsolador, de los primeros días de otoño. Los veraneantes se habían ido; el pueblo estaba otra vez vacío y silencioso. Roderer escuchaba el rumor lejano del mar; no parecía dispuesto a volver a hablar. Ladraron de pronto unos perros al costado del camino. Me pareció que a mi lado Roderer se ponía tenso y trataba de ubicarlos en la oscuridad.

– Hay muchos perros sueltos aquí -dije-: la gente los abandona después de la temporada.

Roderer no hizo ningún comentario. Le pregunte a cual colegio pensaba ir.

– No se. -Lo dijo con un tono grave y cortante, como si fuese una cuestión que le hubiera traído ya demasiados problemas y quisiera apartarla de si.

– Igual, no hay mucho para elegir; esta el Mariano Moreno, donde voy yo, o si no el Don Bosco.

Roderer negó con la cabeza.

– No se si voy a ir al colegio -dijo.

Dos

Según lo que recuerdo Roderer fue al Mariano Moreno durante menos de tres meses; ya no estaba cuando entregaron el primer boletín y no figura tampoco en la foto anual de la división, que se tomaba en julio. Desde que apareció en el aula, en el disgusto con que parecía llevar el blazer, en el nudo descuidado de la corbata, en la expresión hosca y reconcentrada con que se sentó sin mirar a nadie, sin querer ver nada, en todo se notaba que cualquiera fuese la batalla que libraba en su casa, había sido derrotado, o bien -y después de conocer a su madre esto me pareció lo más posible- había vencido quizás en los argumentos, esa victoria transitoria que suelen conceder las mujeres, pero le había sido arrancada luego con ruegos y lágrimas una promesa que ahora, penosamente, trataba de cumplir.

A mí su llegada no me produjo alarma, sino más bien cierto alivio: es verdad que se me consideraba el mejor alumno de la división pero no era tan necio, ni siquiera entonces, como para creer que eso significara gran cosa; y como mis compañeros me hacían pagar bastante duro mis calificaciones, hubiera estado muy dispuesto a ceder mi posición. Pronto me di cuenta de que Roderer no tenía ningún interés por disputármela. A partir del segundo día dejó de prestar atención a lo que decían los profesores y se dedicó sólo a leer, ajeno a todo; a leer de un modo absorto, poseído, como si las horas de clase del día anterior hubieran significado una interrupción grave que no podía volver a permitirse. Traía los libros en un portafolios grande de cuero, con fuelles a los costados; su banco estaba cerca del mío y yo podía ver cómo los sacaba a medida que avanzaba, la mañana, sin preocuparse de que se fueran amontonando sobre el pupitre. Eran libros siempre distintos, libros de las disciplinas más diversas, como si Roderer estuviera lanzado al mismo tiempo sobre todo: filosofía, arte, ciencia, historia. Casi nunca empezaba por el principio; los hojeaba hacia adelante o hacia atrás y cuando daba con un párrafo que le interesaba podía quedarse abismado allí indefinidamente, hasta que parecía recordar alguna otra cosa, y buscaba en el portafolios y sacaba a la luz un nuevo libro. Yo, que acababa de leer La náusea, me preguntaba al principio si Roderer no sería como aquel personaje ridículo, el Autodidacto, que se proponía hacer manos a la obra por orden alfabético con toda la biblioteca de Bouville. Pero esa familiaridad con que se desplazaba de libro en libro y la rara precisión con que buscaba y encontraba, sólo podían significar una cosa: que ya los había leído a todos, quizá más de una vez, y que ahora volvía sobre ellos en busca de algo definido, algo que a mí, en el desorden de títulos, me resultaba imposible descifrar. Vi, subrayados y llenos de anotaciones, los dos volúmenes de la Lógica, de Hegel, que yo una vez habría tratado en vano de empezar; vi una Divina Comedia en italiano, con unos dibujos sombríos y terribles. Vi libros que sólo mucho después supe de qué trataban y otros que eran como dolorosos destellos, demasiado lejanos, libros que, lo presentía, siempre iba a desconocer.

Cada tanto -noté-, Roderer llevaba también alguna novela, aunque -y de esto me di cuenta con cierto malestar- las dejaba para leer en el patio, durante los recreos. ¿Debo decir lo humillante que era para mí, que aparte de ajedrecista me proponía ser escritor y creía haber leído más que cualquier otro a mi edad, ver sobre ese banco libros ante los cuales había retrocedido, libros que amargamente había dejado para más adelante o aun títulos y autores que ni siquiera conocía? Había sin embargo una humillación peor: de acuerdo con un trato al que había llegado con mi hermana, a cambio de cierta averiguación que ella me haría con una de sus amigas, yo debía contarle a la salida del Colegio, cuando nos íbamos a fumar juntos a la playa, todo lo referido al "nuevo". Nunca había, por supuesto, demasiado que decir, pero la curiosidad de Cristina era infatigable y cuando desesperaba de sonsacarme nada más me hacía repetir los títulos de los libros que había llevado Roderer y me preguntaba luego de qué trataba cada uno. Yo improvisaba teorías aproximadas y hacía equilibrios de imaginación para salir del paso, pero a veces no me quedaba otro remedio que confesar que no sabía. Esto parecía darle a ella una alegría incomparable; me miraba con incredulidad, abría los ojos, maravillada, y sin poder contenerse me decía, muerta de risa: ¡Es más inteligente que vos!

Los profesores tardaron en reaccionar más de lo que yo esperaba; tal vez -pienso ahora- la madre de Roderer hubiera hablado con ellos para que le tuvieran paciencia el primer tiempo. Sólo el doctor Rago, cuando paseaba entre las filas, se detenía a veces delante de su banco. Rago nos daba la clase de Anatomía. Tenía fama de ser la persona más culta de Puente Viejo y se lo había considerado en un tiempo un médico casi milagroso, pero le habían prohibido el ejercicio de la medicina luego de un incidente desgraciado en que se lo acusó de haber operado bajo la acción de una droga.

Desde entonces se ganaba a duras penas la vida dando clases en el Colegio y su humor se había ensombrecido más y más: daba la impresión de un hombre que estuviera ya, fuera del mundo, que hubiera abjurado de todo y sólo mantuviese vivo un resto amargo de su inteligencia. Más que sus sarcasmos, a mí me atemorizaba la impunidad que tenía sobre las palabras, la tranquilidad impávida con que podía pasar de un término científico a una palabra escatológica o directamente obscena. Cuando entraba en el aula bastaba que pronunciara el título de la clase para que se hiciera un silencio inquieto y temeroso.

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