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Teratomas. Del griego teratos: monstruo. Un nombre bastante injusto, son tumoraciones de células embrionarias, no pueden ser más monstruosas que nosotros mismos. Prefieren por lo general los lugares húmedos y cálidos -alzaba entonces un brazo-: una axila, por ejemplo. Con el tiempo crecen, como cualquier buen tumor. Y cuando chocan contra un hueso empiezan a roerlo. Entiéndase bien: es un desgaste lentísimo, que dura meses enteros. Son perforaciones infinitesimales, micro fracturas absolutamente inaudibles. Y sin embargo es común que el paciente escuche por la noche el ruido característico de la masticación. Crunch, crunch. Algo me está comiendo el hueso, dicen a la mañana y al principio, por supuesto, nadie les cree. Cuando llegan al hospital y se los arrancan, pueden pesar hasta un kilo. Tienen el tamaño de un pomelo; con formación capilar, un ocelo, o los dos, piezas dentarias. ¿Se entiende? -y paseaba una mirada impasible por los bancos-. Ojos, pelos, dientes: un feto a medio hacer; bajo el sobaco.

Cuando nos dictaba recorría las filas con las manos en la espalda y al llegar al banco de Roderer siempre se interrumpía, como si fuera el momento de su diversión.

– ¿A qué se dedica hoy nuestro Louis Lambert? Pero qué bien: Las flores mágicas, de mi ilustre antecesor. El intrépido muchacho se interna ahora en las delicias de la horticultura.

Hubo un día, sin embargo, en que tuvo un extraño gesto de emoción; había alzado un libro muy antiguo que Roderer tenía casi siempre sobre el banco, un libro con las letras de la tapa despintadas. Rago lo abrió con la expresión a medias sorprendida y a medias admirada de quien vuelve a ver algo que creía perdido para siempre.

– Bueno, bueno: el Fausto, de Goethe, en la edición renana. -Y aunque su voz recobró el timbre irónico sonaba curiosamente velada.- Así que también sabemos alemán… Eso está muy bien: conviene escuchar al Diablo en su idioma natal. -Volvió las páginas y pronunció en voz alta:

Grau, teurer Freund, ist alle Theorie.

Und grün des Lebens goldner Baum.

Dejó lentamente el libro sobre el banco.

– Sólo que no era verde el árbol de la vida, no por lo menos el verde rutilante, el verde festivo de la clorofila, sino en todo caso -dijo con amargura- el verde del moho subiendo por el tronco, el verde fungoso de la putrefacción.

Con todo, el doctor Rago no le dirigió nunca directamente la palabra; hablaba para la clase, sin mirarlo, o murmuraba para sí mismo. En realidad, la primera que intentó hablar con él fue la profesora de Literatura. Marisa Brun -ella insistía, con un énfasis cálido y apremiante en que la llamáramos simplemente Marisa- había estudiado Letras no en el Instituto de Puente Viejo sino en la Universidad del Sur. Tenía ojos azules, unos ojos intensos, rápidos, algo burlones, los ojos más perturbadores que yo haya visto, y unas piernas que mostraba bajo el escritorio con una despreocupada y feliz generosidad. Fácil, fácilmente, nos había enamorado a todos. En el primero de sus cambios había reemplazado la lectura obligatoria de El sí de las niñas por Verano y humo, de Tennessee Williams y nos hacía leer los diálogos de Alma y John en parejas que formaba al azar. La chica que me tocó, recuerdo, se avergonzó tanto que no pudo seguir el parlamento. Marisa Brun, sin mirar el libro, dio la vuelta al escritorio y clavó en mí sus ojos irresistibles.

– ¿Por qué no me dice nada? ¿Le ha comido la lengua el gato?

Repetí, enrojeciendo, las palabras de John.

– ¿Qué puedo decir, señorita Alma?

– Usted vuelve a llamarme "señorita Alma".

– En realidad nunca hemos franqueado ese límite.

Sentí entonces, sin atreverme a mirarla, que su mano rozaba mi cara torturada por el acné, y escuché el susurro de su voz.

– Oh, sí. ¡Estábamos tan próximos que casi respirábamos juntos!

Maravillosa mujer; era previsible, después de todo, que fuera ella la primera en hablarle, porque los acostumbrados a seducir, aun los más generosos, tienen este egoísmo de orgullo: el de no querer dejar a nadie fuera de su abrazo.

– Roderer -dijo un día, interrumpiendo una lectura, y volvió a pronunciar, en el silencio del aula, como un suave llamado-. Gustavo Roderer.

Roderer, sobresaltado, alzó la cabeza. Debía ser la primera vez que miraba verdaderamente a la mujer que tenía delante. Ella acentuó la sonrisa un poco más.

– Levántese, no tenga miedo -dijo, y a pesar del tono despreocupado, levemente irónico, noté que no había conseguido tutearlo, como hacía con todos.

Roderer se incorporó; no era demasiado alto y sin embargo, así, de pie, parecía dominarla; una vez más me causó impresión lo extraño que se veía en el aula. Ella se aproximó todavía un paso.

– Señor Roderer: ¿piensa usted ignorarnos cruelmente el resto del año? -Y sonreía de un modo tan imperioso que cualquiera de nosotros se hubiera abalanzado para responder por él: ¡No! ¡No!

Roderer, confundido, miró en torno; también a nosotros parecía vernos por primera vez.

– ¿O es que somos demasiado pueblerinos para usted?

– No, no es eso.

– ¿Qué es, entonces?

Hubo otro silencio; Roderer se debatía angustiosamente, sin conseguir hablar.

– Es… el tiempo -dijo por fin-. No tengo tiempo -y como si hubiera dado por accidente con la única formulación posible repitió, con voz más firme-. No tengo tiempo.

– Ya veo: no es que nos desprecie; sólo que no tiene tiempo para nosotros.

Alguien rió y luego todos rieron. Roderer miró con un asombro dolorido el efecto que habían causado sus palabras, pero a Marisa Brun, creo, la venció el despecho, porque dijo todavía, para que lo abrumaran las carcajadas:

– Siéntese, por favor: no le hacemos perder más tiempo.

Cuando salimos al recreo, al dar vuelta en uno de los pasillos, prácticamente me choqué con él. Ya nos habíamos cruzado en otras ocasiones, pero esta vez me pareció bien hablarle. Le reproché, en broma, que no hubiera vuelto al Club para darme la revancha al ajedrez.

– Es que el ajedrez… -dudó, como si fuera a encogerse de hombros-. Nunca me interesó demasiado. Era sólo un experimento; un modelo. En pequeña escala, por supuesto.

No alcancé a entender aquello, pero me sonó irritante, igual que cuando había dicho antes: No sé si voy a ir al colegio. El debería haber contemplado que el ajedrez podía ser importante para mí. No es que hubiera exactamente en sus palabras afectación, o pedantería; incluso había tenido casi una nota de modestia al reconocer que la escala era pequeña. Pero esta es sin duda la maldición de la inteligencia, que aun cuando se propone ser modesta resulta ofensiva. Por otro lado, me daba cuenta, sin Roderer como adversario aquel año podría ganar el Torneo Anual. Esto me hizo recobrar el buen humor. Mientras bajábamos la escalera hacia el patio miré la tapa del libro que Roderer llevaba bajo el brazo: era La figura en el tapiz. Me acordaba borrosamente de haberlo leído. Se lo dije y tuve la impresión de que se alegraba; me preguntó qué me había parecido. Traté inútilmente de hacer memoria: apenas recordaba algo del principio, el diálogo en que el escritor famoso desafía al crítico a descubrir la intención general de toda su obra, la figura formada por el conjunto de sus libros. Los demás personajes y el resto de la trama se me habían olvidado por completo; no conseguía recordar siquiera si me había gustado o no, pero decidí tomarme una pequeña venganza. Dije, en tono condescendiente, que el tema era interesante, pero que el estilo incurablemente evasivo de James había acabado por malograrlo. Roderer no pareció demasiado herido sino solamente algo extrañado. -Es que hay que leerlo como un texto filosófico -dijo-. Es, en el fondo, como El camino a la sabiduría: absorberlo todo, rechazarlo todo y luego, olvidarlo todo.

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