Habíamos desembocado en el patio. Escuché desde una de las esquinas un murmullo de risas ahogadas. Mi hermana se había separado de su grupo de amigas y venía hacia nosotros. Sentí ese indefinible orgullo que me daba siempre mirarla: era verdaderamente bonita. Me preguntó algo que, por supuesto, no esperaba que yo respondiera.
– Bueno -me dijo, alzando hacia Roderer sus grandes ojos-: ¿no nos vas a presentar?
Dije los nombres y Cristina extendió a Roderer su cara como para que le diera un beso. Lo hizo de un modo absolutamente natural y encantador y Roderer, contagiado por aquel gesto, dio un paso para besarla, pero algo lo detuvo, como si lo hubiera aniquilado un pensamiento espantoso y se quedó inmóvil y aun retrocedió un poco. Hubo un momento de terrible incomodidad. Mi hermana sonrió con heroísmo.
– ¿Ya no se dan besos en la ciudad?
El nos miró a los dos, consternado.
– Estoy enfermo -dijo.
Tres
Es cierto, como dije antes, que Roderer no prestaba ninguna atención a lo que se decía en clase; hubo dos ocasiones, sin embargo, en que sorprendí en él un asomo de interés. La primera fue durante una de las clases de Matemática que nos daba el licenciado Durel, un recién graduado que estaba preparando su doctoración en la Universidad del Sur. Durel viajaba sólo una vez por semana a Puente Viejo, de modo que debía juntar las horas y su clase se hacía interminable. Era totalmente lampiño y tenía una cara tan aniñada que parecía aun menor que nosotros; para empeorar las cosas, su tono de voz era demasiado bajo para enfrentar un curso y no se decidía tampoco a poner orden con un grito o con unos golpes en el pizarrón. Pronto ocurrió lo inevitable: Aníbal Cufré y los suyos se dedicaron a organizar en los bancos de atrás los entretenimientos más escatológicos y el pobre Durel, que escuchaba con espanto los ruidos que venían del fondo, acabó explicando para los fíeles de la primera fila, unas pocas chicas aplicadas y silenciosas. Yo quedaba en esto a mitad de camino: no me decidía a tomar apuntes por temor a las burlas de Cufré y por otro lado, un resto de piedad por Durel (no sospechaba que luego seguiría sus pasos) me impedía agregarme a la batahola general.
Durel enseñaba de un modo bastante particular. Empezaba siempre en un tono mecánico, casi a disgusto, como si desaprobara profundamente que en el programa figurase aquello de lo que estaba hablando, hasta que de pronto algo, una fórmula, el nombre de un teorema, o una demostración que exigiera algún detalle fuera de lo trivial, parecía animarlo y en un rapto de entusiasmo cubría con grandes trazos el pizarrón y se remontaba en sus cadenas de argumentos cada vez más lejos, mucho más allá de lo que nosotros podíamos seguirlo. Esto no lo preocupaba; eran fugas para sí mismo, un refugio en la belleza de las matemáticas, como si quisiera dejar sentada la supremacía de aquel orden hecho de símbolos e inferencias sobre el caos del aula.
Fue en uno de estos raptos cuando habló de los métodos de demostración en matemática. Estaba enseñándonos el Teorema de Ruffini y comenzó en algún momento un razonamiento que seguiría, nos dijo, el método de reducción al absurdo. ¿Absurdo?, preguntó una de sus fieles, a quien seguramente el ruido no había dejado escuchar las últimas palabras. Durel recibió aquella pregunta inocente como una ráfaga de felicidad, un pie inesperado para transportarse a sus sitios favoritos.
– Reducción al absurdo, sí -repitió, clavando con la mirada a aquella pobre chica-: uno de los métodos de demostración más antiguo, un método que ya conocían los griegos y que se aplica sistemáticamente, con total despreocupación, desde hace siglos, a tal punto que si se proscribieran de pronto todos los teoremas demostrados por el absurdo, se derrumbaría íntegro el orgulloso edificio de la matemática. Y sin embargo la demostración por el absurdo reposa en la ley más precaria de la lógica: el principio del tercero excluido, la creencia de que entre el ser y el no ser no puede haber una tercera posibilidad. Fíjense -y escribió con rápidas letras una H, luego una flecha y luego una T-. Fíjense qué engañosa sencillez: se supone falsa la tesis y si bajo esta suposición se consigue probar que resulta falsa también la hipótesis, ya está, puede afirmarse la verdad de T. ¿Y por qué?
Por supuesto nadie le contestó. Durel exclamó con incredulidad:
– Porque suponer su falsedad ha conducido a un absurdo -y golpeó la H en el pizarrón-: ¡que la hipótesis sea a la vez verdadera y falsa!
Tampoco ahora logró el efecto de iluminación que buscaba, pero noté que Roderer había dejado de leer y lo estaba escuchando.
– De este modo -prosiguió Durel- pueden engendrarse por una vía puramente lógica entes complejísimos, absolutamente ficticios y que tienen sin embargo una existencia virtual, verdaderos monstruos de abstracción, sostenidos sólo por la confianza de los hombres en su forma de pensar.
Se detuvo, desalentado, como si hubiera recordado de pronto dónde estaba. Vio sin duda las caras ausentes, las lapiceras dejadas de lado. Sólo Roderer lo había escuchado hasta el final. Miró su reloj con un gesto culpable.
– Volviendo al Teorema de Ruffini… -dijo, y le faltó valor para seguir-: no lo voy a tomar en el examen.
Mientras todos se levantaban vi que Roderer anotaba algo en el margen de su libro. Miré al pasar sobre su hombro. Suponer que El existe -había escrito- y no llegar a un absurdo.
La segunda ocasión fue durante la charla sobre alcaloides que nos dio Rago. Este punto había sido añadido por primera vez al programa y todos aguardábamos la clase con una expectativa maliciosa: la adicción del doctor era un secreto a voces. No pareció sin embargo al principio que fuera a ser muy distinta de las demás: el doctor Rago dibujó de un modo bastante artístico una flor en el pizarrón y escribió debajo: papa-ver somniferum.
– Conocida más familiarmente como Adormidera o Amapola del opio.
Había pronunciado la palabra "opio" en un tono neutro pero bastó aquel sonido breve y oscuro para que se hiciera en el aula un hondo silencio. El doctor Rago explicó cómo se realizaba la extracción del jugo y cómo se secaban y preparaban los panes para el comercio. Nombró los países y las regiones en donde se cultivaba la amapola y habló de las dos guerras del opio; 1907, escribió en el pizarrón.
– No siempre -dijo- el opio fue ilegal.
Nos dictó luego una abrumadora lista de los diferentes usos medicinales y mencionó al pasar las drogas derivadas: la morfina, nuestro as de espadas in extremis, y la heroína, a la que nombró con cierto desprecio.
– El opio y los procesos mentales.
Aquel título hizo que Roderer alzara la cabeza. Rago explicó en detalle los intercambios químicos que libraban las emanaciones en el hipotálamo y la sutil activación de las endorfinas dentro del sistema límbico. También él había advertido que Roderer lo escuchaba y fue aun más minucioso que de costumbre.
– A diferencia del alcohol, a diferencia de los torpes sucedáneos modernos -dijo-, el opio no sólo no enturbia la conciencia, sino que le proporciona su grado más alto de limpidez. Fue por eso siempre la droga favorita de científicos y artistas; con el opio la razón adquiere una luz nueva, un resplandor inmensamente dilatado que es como el fíat originario. Se lo ha llamado con justicia la droga del paraíso, no sólo porque fue la primera que conoció el hombre sino porque pone de manifiesto la parte divina de su naturaleza, esa parte que el hombre parece temer mucho más que a su parte demoníaca. ¿Cómo explicar si no -dijo y su voz se alzó de un modo irreprimible- que legiones de médicos y gobernantes se confabulen para amontonar mentiras en su contra? Y como no pueden ocultar los milagros de liberación que otorga la pequeña nuez, se dedican a fabricar espantosas, imaginarias secuelas. Es verdad, como dice De Quincey, que el opio guarda terrores para vengarse de quienes abusan de su condescendencia. ¿Y qué? El opio no juzga y a quien busca el infierno le concede el infierno. El miedo es un argumento demasiado pobre: ¿qué dirán el día, no muy lejano, en que se logre revestir el hipotálamo y el opio sea tan peligroso como la cafeína? Retornando a nuestro dictado, está comprobado que fueron asiduos beneficiarios de la pipa negra, además de ese indigno escritor inglés que mencionamos, otra pobre gente como Samuel Coleridge, Jean Cocteau, Edgar Allan Poe (que lo prefería, es cierto, en la forma de láudano negus), Teófilo Gautier, Narval, Michaux, Shadwell, Chaucer, André Malraux y según se presume, el mismo Hornero. Digamos para terminar, con las justas palabras de O'Brien, que el fumador de opio goza de una maravillosa expansión del pensamiento, de una prodigiosa intensificación de las facultades perceptivas, de una sensación de existir sin límites que no se cambia por ningún trono y que espero que ustedes, buenos muchachos, no prueben nunca jamás.