– ¿Sí? -dije, todavía resentido-. ¿Y en qué se equivocó el pobre Holdein?
Roderer pasó por alto mi tono irónico.
– ¿No te llamó la atención, por ejemplo, el tema de las pasiones? Lindstróm está descrito al principio como alguien para quien ningún sentimiento existe. Apenas percibía, se dice en las primeras páginas, en qué compañía estaba: un halo de frialdad lo rodeaba. Y cuando le preguntan si existe para él una pasión más fuerte que el amor responde sin dudar: Sí, la curiosidad del espíritu. Holdein fue valiente en escribir esto, en formular un héroe así, enteramente cerebral. Pero después, en el primer encuentro con la primera pasión real, ¿no cae Lindstróm demasiado pronto, demasiado fácilmente? Ese romance con la prostituta, ¿no es un poco decepcionante? Por lo menos, hay que reconocer, es extraño. Extraño, por supuesto, respecto de la personalidad de Lindstróm, la aventura en sí es muy vulgar, casi un lugar común de la literatura; se nota incluso que a Holdein le incomoda contarla: está narrada, y no por puritanismo, del modo más indirecto posible, y como no puede justificarla termina hablando de una "transformación química" en la naturaleza de Lindstróm. Toda la historia parece insertada. ¿Pero por qué necesitaba incluirla?
– Se explica más adelante -dije yo-: representa la perdición, el acto en que Lindstróm sacrifica su salvación.
– Se dice eso, es cierto; pero no deja de sonar como una justificación a posteriori, un esfuerzo de astucia para no retroceder ante lo escrito, para salvarlo yendo más allá, y en el fondo sólo consigue empeorar las cosas. Porque el amor puede provocar mil caídas pero no la perdición. Es un terreno demasiado resguardado por lo divino; en todo abrazo, aun en el que pueda parecer más depravado, hay un vestigio religioso, un eco de la comunión. -No necesito decir lo desconcertantes, lo insólitas que sonaban en su boca palabras como "amor" o "abrazo". Y sin embargo yo no dejaba de sentirme algo impresionado, porque Roderer, que después de todo tenía la misma edad que yo, parecía saber hondamente de qué estaba hablando.- La perdición -dijo y su voz vibró por un instante, antes de recuperar la frialdad de siempre-se supone que es un acto solitario, a espaldas de todos los hombres; un acto, además, que debe ser tan terrible como para desafiar una misericordia infinita. Hay en realidad una sola ofensa a Dios sin retorno: el intento de suplantarlo.
– El asesinato, como en Dostoievski -dije yo.
– O el conocimiento -y debió advertir en mí un gesto de sorpresa porque añadió secamente-. No por supuesto las cuatro o cinco leyes con que se entretienen los hombres; no las sobras, la cuota de sabiduría tolerada, sino el verdadero conocimiento, el logos, que resguardan juntos el Diablo y Dios.
Sus ojos se habían endurecido, como si por un momento hubiera dejado de hablar en sentido figurado; parecía estar viendo realmente delante de sí a dos enemigos alzados en su contra. Se dirigió otra vez a mí con una sonrisa tensa.
– En todo caso, ya ves que el idilio de Lindstróm con esa María Magdalena no podría escandalizar al Señor.
– Puede ser -arriesgué- que haya incluido la historia no porque fuera importante en sí misma sino porque la necesitaba luego en la trama. Justamente -recordé-: en esa relación contrae la enfermedad venérea, el foco febril que le permite después percibir al Diablo.
– No -dijo Roderer, como si ya hubiera considerado esa posibilidad-. Si fuera sólo cuestión de percepciones, hay otro medio más efectivo que cualquier enfermedad venérea, mucho más acorde con la personalidad de Lindstróm.
Se detuvo, como si no estuviera muy seguro de que debiera seguir hablando.
– ¿Cuál? -pregunté. Quería oírselo decir. Me miró, imperturbable.
– El que utilizó Magritte y sobre el que tanto nos ilustró el doctor Rago. Concuerda perfectamente con la época y hubiera sido menos artificioso. Holdein tiene que asesinar a dos médicos para impedir que curen a Lindstróm; dos asesinatos, sólo para hacer verosímil el grado de avance de esa sífilis.
Se me ocurrió que la razón también podía ser trivial.
– ¿No será simplemente una aventura que el propio Holdein vivió y no pudo resistirse a escribir? Al fin y al cabo, en todos sus otros libros y aquí mismo, en mil lugares, usa su biografía: Lindstróm es él.
Roderer vaciló, sólo un momento.
– Puede ser, pero eso no alcanza a explicar el resto, por qué cede también a las otras pasiones. El amor hacia la bailarina rusa, por ejemplo, no está traspuesto de su vida, sino de la de Picasso. Lo que yo pregunto, no te olvides, es por qué Lindstróm, el héroe de la soledad, que debería ser capaz de apartar todo sentimiento, resulta tan vulnerable, o, para decirlo con la fórmula de Holdein: ¿por qué el aislamiento no resiste la solicitud?
– ¿Pero es una pregunta, o tenes una explicación?
– Tengo -dijo cautelosamente- una idea. Creo que a Holdein lo venció un temor de escritor. Temió que si llevaba al extremo la frialdad de Lindstróm resultara un personaje "fuera de lo humano", un símbolo, una figura abstracta. Lo formuló, sí: el héroe sin alma, el héroe que clama por un alma, pero en el camino acabó por aplastarlo la tradición literaria, que admite que cualquier pasión se lleve a los extremos, amor, odio, celos, cualquiera, menos la pasión intelectual, el viejo prejuicio que identifica inteligencia con frigidez. ¡Como si la inteligencia no pudiera arder y exigir las hazañas más altas, la vida misma!
Calló, avergonzado de haber puesto tanto énfasis. Recién entonces noté que estaba temblando violentamente. Pensé que habría quedado algo abierta la ventana y me levanté para cerrarla. Al acercarme a los vidrios me pareció percibir un movimiento amera, una forma que se ocultaba detrás de un árbol. Estaba oscuro, pero alcancé a distinguir entre los árboles una figura que escapaba, una figura que conocía demasiado bien. Era mi hermana. "Dios mío", pensé, lo espía.
Me di vuelta; Roderer no parecía haber notado nada. Su cara, que apenas alumbraba el fuego, estaba inmóvil, alerta, como si hubiera escuchado pasos dentro de la habitación. Dije que debía irme y se volvió hacia mí, trastornado.
– Pero… no hablamos todavía de lo más importante. -Su voz me sobresaltó: sonaba estrangulada, apenas audible.- El pacto -articuló con un esfuerzo angustioso, y creí por un momento que no lograría seguir-, en el pacto también hay una contradicción.
Se sobrepuso, como si pisara otra vez terreno seguro, pero su tono lúcido contrastaba con la expresión de la cara, que no dejaba de vigilar alrededor. Hablaba en un susurro rápido y tenso, como si temiera, sobre todo, volver a detenerse.
– ¿Qué se le ofrece a Lindstróm a cambio de su alma? Tiempo, veinticuatro años de tiempo. Pero no un tiempo cualquiera, eso queda bien subrayado en el pacto: es un tiempo de grandeza, un tiempo de exaltación en que todo se mueve en altura y sobrealtura, la clase de tiempo necesaria para que pueda levantar su obra de gigante. Aquí está precisamente la paradoja. Si fuese sólo el viejo reloj de arena dado vuelta y Lindstróm quedase librado a sus fuerzas. Pero no podría ser así, claro, ¡no puede ser así! Porque la gran apuesta de la novela es afrontar el problema crucial del arte en esta época: el agotamiento progresivo de las formas, la inspección mortal de la razón, el canon cada vez más extenso de lo que ya no puede hacerse, la transformación terminal del arte en crítica, o la derivación a las otras vías muertas: la parodia, la recapitulación. Y este problema, aunque sólo es una parte del otro, una pregunta en el margen de la gran pregunta, ya es de por sí tan difícil que ninguna medida de tiempo humano alcanzaría. Por eso el Diablo debe ofrecer un tiempo sobrehumano, hecho solamente de arrebatos e iluminaciones, un tiempo en el que reina la inspiración primordial, la exaltación en estado absolutamente puro. La inspiración, se dice todavía, que no permite elegir ninguna alternativa, ni mejora ni enmienda y en la que todo es acogido como un bienaventurado dictado. Ahora bien, ¿no es esto excesivo? ¿No acaba la oferta por invalidar el pacto? Porque, ¿de quién será finalmente la obra? Cuando Lindstróm logra terminar su obra cumbre, ese "Reloj de arena" -que está descripto, no por casualidad, como uno de los relojes blandos de Dalí-, ¿qué es lo que hace? Rompe el pincel. Y en su discurso final dice explícitamente que debería rendirse homenaje al Diablo, porque toda su obra es obra del Diablo. Lo dice al pasar, claro está, porque Holdein era consciente del riesgo que corría su personaje, sabía que el pacto así presentado entrañaba esta debilidad, que Lindstróm podía quedar reducido a un mero ejecutante de la inspiración diabólica. Por eso le hace remarcar que debió penar y llevar a cabo abrumadoras tareas, que el Diablo se limitó a apartar las dudas paralizantes, los escrúpulos de la razón. Pero eso solo, mantener a raya a la razón, ¿no lo es todo aquí, no es, en todo caso, demasiado?