Los ojos de Marguerite se dilataron. Parecía muy joven. Aquello era más duro de lo que Eddie imaginaba: hablarle a su mujer del día que él murió.
– Tienen esas atracciones, ¿sabes?, esas atracciones nuevas, nada que ver con las que teníamos antes… Ahora todo va a mil kilómetros por hora. Total, que en aquella atracción las vagonetas bajan a toda velocidad y se supone que los frenos hidráulicos las detienen, para que acaben de bajar lentamente, pero algo partió el cable y una vagoneta quedó suelta. Todavía me cuesta creerlo, pero la vagoneta cayó porque yo les dije que la soltaran… Me refiero a que le dije a Dom, que es el chico que ahora trabaja conmigo… No fue culpa suya…, yo se lo dije y luego traté de impedirlo, pero no me oía, y aquella niña estaba sentada justo allí. Yo traté de llegar hasta ella. Traté de salvarla. Toqué sus manitas, pero entonces…
Se interrumpió. Marguerite ladeó la cabeza, animándole a continuar. Él suspiró.
– No he hablado tanto de esto desde que llegué aquí -dijo.
Ella asintió con la cabeza y sonrió, una sonrisa encantadora, y al verla, los ojos de Eddie empezaron a humedecerse y una oleada de tristeza le invadió de pronto, así de sencillo, nada de aquello importaba, nada de lo de su muerte o del parque o de la multitud a la que él había gritado: «¡Atrás!». ¿Por qué estaba contando aquello? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba con ella de verdad? Como un pesar oculto que se alza para apoderarse del corazón, su alma estaba rodeada de antiguas emociones y los labios le empezaron a temblar y fue invadido por la tristeza de todo lo que había perdido. Había estado buscando a su mujer, a su mujer muerta, a su mujer joven, a su mujer añorada, a su única mujer, y no quería buscar más.
– Dios, Dios, Marguerite -susurró-. Lo siento tanto. Lo siento tanto. Me es imposible expresarlo. Me es imposible. Imposible.
Dejó caer la cabeza en las manos y, finalmente lo dijo, dijo lo que dice todo el mundo:
– Te he echado tanto de menos.
EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY
El hipódromo está lleno de público; es verano. Las mujeres llevan sombreros de paja para protegerse del sol y los hombres fuman puros. Eddie y Noel salen pronto de trabajar para apostar por el número del cumpleaños de Eddie, treinta y nueve, por La Doble Gemela. Se sientan en sillas plegables de listones. A sus pies hay vasos de plástico de cerveza entre una alfombra de apuestas desechadas.
Antes Eddie ha ganado en la primera carrera del día. Apostó la mitad de aquellas ganancias en la segunda carrera y ganó también; era la primera vez que le pasaba una cosa así. Eso le proporcionó doscientos dólares. Después de perder dos veces con apuestas más pequeñas, lo apuesta todo al caballo ganador en la sexta, porque, como él y Noel estuvieron de acuerdo, de acuerdo con una lógica aplastante, llegaron con casi nada, así que ¿qué más daba si volvían a casa igual?
– Sólo tienes que pensar en que ganas -le dice Noel ahora-, tendrás toda esa pasta para el niño.
Suena la campana. Los caballos salen. Van en grupo durante la primera recta, sus sedas de colores se emborronan con el movimiento. Eddie ha apostado al número ocho, un caballo que se llama Jersey Finch, lo que no supone muchos riesgos, ni cuatro a uno, pero lo que ha dicho Noel del «chico» -el que Eddie y Marguerite planean adoptar- le llena de culpabilidad. Podrían haber usado aquel dinero. ¿Por qué hacía este tipo de cosas?
El público se pone en pie. Los caballos enfilan la última recta. Jersey Finch avanza por el exterior y va a pleno galope. Los gritos se mezclan con el tronar de los cascos. Noel chilla. Eddie aprieta su apuesta. Está más nervioso de lo que quiere estar. La piel se le dilata. Un caballo se adelanta al grupo.
¡Jersey Finch!
Ahora ha ganado casi ochocientos dólares.
– Tengo que llamar a casa -dice.
– Lo echarás a perder -dice Noel.
– ¿De qué estás hablando?
– Cuéntaselo a alguien y echarás a perder tu suerte.
– Estás chiflado.
– No lo hagas.
– Voy a llamar a Marguerite. Se pondrá muy contenta.
– No se pondrá muy contenta.
Va cojeando hasta una cabina telefónica y mete una moneda de cinco centavos. Contesta Marguerite. Eddie le cuenta la noticia. Noel tiene razón. Ella no se pone muy contenta. Le dice que vuelva a casa. Él le dice que deje de decirle lo que tiene que hacer.
– Tenemos un niño en camino -le riñe ella-. No puedes comportarte de ese modo.
Eddie cuelga el teléfono enfadado. Vuelve con Noel, que está comiendo cacahuetes en la barandilla.
– Déjame que lo adivine -dice Noel.
Van a la ventanilla y apuestan por otro caballo. Eddie se saca el dinero del bolsillo. Una parte de él ya no lo quiere y la otra quiere el doble, para poder arrojar el dinero sobre la cama cuando llegue a casa y decirle a su mujer: «Toma, compra lo que quieras. ¿Vale?».
Noel contempla cómo empuja los billetes por la abertura de la ventanilla. Alza las cejas.
– Ya lo sé, ya lo sé -dice Eddie.
Lo que no sabe es que Marguerite, como no le puede llamar, ha decidido ir en coche al hipódromo para reunirse con él. Ella se siente mal por haberle gritado, es su cumpleaños y quiere disculparse; también quiere que lo deje, pero sabe por otras tardes anteriores que Noel insistirá en que se queden hasta el final; a Noel le gusta jugar. Así que como el hipódromo está a sólo diez minutos, coge su bolso y conduce su Nash Rambler de segunda mano por la avenida Ocean. Dobla a la derecha en la calle Lester. El sol ha desaparecido y el cielo está cambiante. La mayoría de los coches vienen en dirección contraría. Ella se acerca al paso elevado de la calle Lester, que solía ser el que la gente usaba para llegar al hipódromo, subiendo los escalones por encima de la calle y volviendo a bajarlos, hasta que los dueños del hipódromo instalaron un semáforo, que dejó el paso elevado, por lo general, desierto.
Pero esta tarde no está desierto. Hay en él dos adolescentes que no quieren que los encuentren; dos chicos de diecisiete años que, horas antes, han salido corriendo de una tienda después de robar cinco cartones de cigarrillos y tres botellas de bourbon Old Harper. Ahora, una vez terminado el alcohol y fumados muchos de los cigarrillos, están aburridos y balancean las botellas vacías por encima del borde de la oxidada barandilla.
– ¿Te atreves? -dice uno.
– Claro que me atrevo -dice el otro.
El primero deja caer la botella y los dos se agachan detrás del enrejado metálico a mirar. Casi alcanza un coche y se estrella en el pavimento.
– ¡Eh! -grita el segundo-. ¿Has visto eso?
– Tira la tuya, gallina.
El segundo chico se levanta, coge su botella y elige el tráfico disperso del carril derecho. Balancea la botella mientras busca un espacio entre los vehículos, como si aquello fuera una especie de arte y él fuera una especie de artista.
Abre los dedos. Casi sonríe.
Quince metros por debajo, Marguerite no piensa en mirar hacia arriba, no piensa que pueda pasar nada en aquel paso elevado, no piensa en nada aparte de en llevarse a Eddie de aquel hipódromo mientras todavía le quede dinero. Está pensando en qué parte de las gradas mirar, incluso cuando la botella de Old Harper se estrella contra su parabrisas, que se rompe en mil pedazos que salen disparados. El coche vira hacia la mediana de cemento que separa los carriles. El cuerpo de Marguerite sale impulsado como el de una muñeca y se estrella contra la puerta, el salpicadero y el volante, recibe un golpe en el hígado y se rompe un brazo. El golpe que se da en la cabeza es tan fuerte que pierde el contacto con los sonidos de la tarde. No oye los chirridos de los neumáticos de los coches. No oye los sonidos de los claxon. No oye la carrera de unos playeros de goma que bajan del paso elevado de la calle Lester y se pierden en la noche.