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Eddie se movía como si estuviera en trance. Pasó junto a un charco de aceite en llamas, y la ropa se le incendio por detrás. Una llama amarilla le subió por la pantorrilla y el muslo. Levantó los brazos y gritó:

– ¡Vengo en tu ayuda! ¡Sal de ahí! ¡No quiero disp…!

Un dolor desgarrador atravesó la pierna de Eddie. Soltó una prolongada y sonora maldición y luego cayó al suelo. De la rodilla le salía mucha sangre. Los motores de los aviones rugían. Los cielos estaban encendidos con llamas azuladas.

Quedó allí caído, sangrando y quemándose, con los ojos cerrados ante el intenso calor, y por primera vez en su vida sintió que estaba preparado para morir. Entonces alguien tiró con fuerza de él hacia atrás haciéndole rodar por el suelo para apagar las llamas, y como él estaba demasiado aturdido y débil para resistirse, rodó como un saco de patatas. Pronto estaba dentro de un vehículo con sus compañeros, que le decían: «Resiste, resiste». Le quemaba la espalda y tenía la rodilla entumecida. Se sentía mareado y cansado, muy cansado.

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El capitán asentía lentamente con la cabeza mientras recordaba aquellos últimos momentos.

– ¿Recuerdas cómo saliste de allí? -preguntó.

– La verdad es que no -dijo Eddie.

– Tardamos dos días. Unas veces estabas consciente, otras no. Perdiste mucha sangre.

– Pero lo conseguimos -dijo Eddie.

– Claaaro. -El capitán arrastró la palabra y la remató con un suspiro.- Aquella bala te alcanzó de lleno.

En realidad, nunca habían podido extraerle la bala del todo. Había desgarrado varios nervios y tendones, y se había hecho pedazos contra un hueso, al que fracturó verticalmente. Eddie pasó por dos operaciones. Ninguna resolvió el problema. Los médicos dijeron que le quedaría una cojera que probablemente empeoraría con la edad, cuando se deteriorasen los huesos dañados.

– Es todo lo que podemos hacer -le dijeron.

¿Lo era? ¿Quién lo podría decir? Lo único que Eddie sabía era que había despertado en una unidad médica y que su vida ya nunca fue igual. Ya no volvió a correr. Ya no volvió a bailar. Peor aún, por algún motivo, empezó a sentir de modo distinto las cosas. Se metió en sí mismo. Las cosas parecían estúpidas o sin interés. La guerra se había instalado en el interior de Eddie, en su pierna y en su alma. Aprendió muchas cosas siendo soldado. Volvió a casa convertido en un hombre diferente.

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– ¿Sabías que yo procedo de tres generaciones de militares? -dijo el capitán.

Eddie se encogió de hombros.

– Pues así es. Ya sabía disparar una pistola a los seis años. Por las mañanas, mi padre pasaba revista a mi cama y me dejaba veinticinco centavos entre las sábanas. En la cena siempre era: «Sí, señor» y «No, señor».

»Antes de alistarme, lo único que hice fue recibir órdenes. Lo siguiente de lo que me di cuenta era de que las estaba dando yo.

»En tiempo de paz la cosa era de un modo. Enderezar a reclutas que se creían listos. Pero luego empezó la guerra y los nuevos acudieron en masa -jóvenes como tú- y todos me saludaban y querían que les dijese qué hacer. Podía ver el miedo en sus ojos. Se comportaban como si supieran algo de la guerra que era secreto. Creían que yo les mantendría con vida. Tú también, ¿verdad?

Eddie tuvo que admitir que sí.

El capitán se echó hacia atrás y se rascó la nuca.

– Yo no podía manteneros con vida, claro. También recibía órdenes. Pero si no conseguía manteneros con vida, pensé que por lo menos podría manteneros unidos. En mitad de una gran guerra, uno busca una idea, por pequeña que sea, en la que creer. Cuando encuentras una, te aferras a ella como un soldado se aferra a un crucifijo cuando está rezando en una trinchera.

»Para mí, esa idea era lo que os decía todos los días. Que no abandonaría a nadie.

Eddie asintió con la cabeza.

– Eso era muy importante -dijo.

El capitán le miró fijamente.

– Eso espero -dijo.

Se buscó en el bolsillo de la camisa, sacó otro pitillo y lo encendió.

– ¿Por qué ha dicho eso? -preguntó Eddie.

El capitán soltó humo y señaló con la punta del cigarrillo hacia la pierna de Eddie.

– Porque yo fui el que te disparó -dijo.

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Eddie se miró la pierna, que colgaba de la rama del árbol. De nuevo pudo ver las cicatrices de las operaciones y sentir el mismo dolor. Notó que dentro le fluía algo que no había sentido desde antes de la muerte, que en realidad no había sentido en muchos años: una rabia feroz y un deseo de hacer daño a alguien. Los ojos se le empequeñecieron y miró fijamente al capitán, que le devolvió una mirada inexpresiva, como si supiera lo que estaba pasando. Dejó que el pitillo le cayera de los dedos.

– Adelante -susurró.

Eddie soltó un grito y arremetió contra el capitán. Los dos hombres cayeron de la rama del árbol y se deslizaron entre las tupidas lianas y enredaderas luchando mientras caían.

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– ¿Por qué? ¡Bastardo! ¡Bastardo…! ¡Usted no…! ¿Por qué?

Ahora luchaban cuerpo a cuerpo en el barro. Eddie se subió encima del pecho del capitán y le golpeó repetidamente en la cara. El capitán no sangraba. Eddie le agarró por el cuello y le golpeó el cráneo contra el barro. El capitán no pestañeaba. En vez de eso, se movía de un lado a otro a cada puñetazo, dejando que Eddie descargara su rabia. Finalmente, con un brazo, agarró a Eddie y lo apartó.

– Porque -dijo tranquilamente agarrando a Eddie por el codo- te habríamos perdido en aquel incendio. Habrías muerto. Y no era tu hora.

Eddie jadeó con fuerza.

– ¿Mi… hora?

El capitán continuó.

– Estabas obsesionado con entrar allí. Casi dejas fuera de combate a Morton cuando intentó impedírtelo. Nos quedaba un minuto para irnos y, maldita sea, eras demasiado fuerte para luchar contigo cuerpo a cuerpo.

Eddie notó un arranque final de rabia y agarró al capitán por el cuello. Se lo acercó. Vio sus dientes amarillos de tabaco.

– ¡Mi… pierna! -soltó encolerizado-. ¡Mi vida!

– Te disparé a la pierna -dijo el capitán tranquilamente- para salvarte la vida.

Eddie le soltó y cayó exhausto hacia atrás. Le dolían los brazos. La cabeza le daba vueltas. Durante muchos años le había obsesionado aquel momento, aquel error, que cambió toda su vida.

– En aquella cabaña no había nadie. ¿En qué estaba pensando yo? Si no hubiera entrado allí… -Su voz se convirtió en un susurro.- ¿Por qué no morí entonces?

– No se abandona a nadie, ¿recuerdas? -dijo el capitán-. Lo que te pasó a ti… ya lo había visto antes. Un soldado llega a un punto determinado y luego ya no puede seguir. A veces pasa en plena noche. Un hombre sale de su tienda y empieza a andar, descalzo, medio desnudo, como si volviera a casa, como si viviera a la vuelta de la esquina.

»A veces ocurre en pleno combate. El hombre deja caer su arma y se queda con los ojos en blanco. Ha terminado. Ya no puede luchar más. Habitualmente le alcanza un disparo.

»En tu caso, pasó lo mismo, te viniste abajo delante de un incendio un minuto antes de que nos hubiéramos ido de ese sitio. Yo no podía dejar que te quemaras vivo. Imaginé que la pierna se curaría. Te sacamos de allí y los otros te llevaron a la unidad médica.

La respiración de Eddie le sonaba como un martillo dentro del pecho. Tenía la cabeza manchada de barro y hojas. Le llevó un momento hacerse cargo de lo último que había dicho el capitán.

– ¿Los otros? -dijo Eddie-. ¿A qué se refiere con «los otros»?

El capitán se levantó. Se quitó una rama de la pierna.

– ¿Me volviste a ver? -preguntó.

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