– ¿Quiere intentarlo usted? -le cede el honor el hombre cuando la ha dado la vuelta.
– ¿Yo?
– Es muy fácil, ya verá -le dice el hombre, animándolo-. Ni siquiera hay que hacer fuerza.
Obligado, más que animado, a intentarlo, el viajero se decide a dar el paso y a comprobar por sí mismo si es cierto lo que le cuentan. Es cierto. Incluso más de lo que pensaba. Aunque el viajero no es ningún Hércules (al revés: es más bien flojo, sobre todo hoy, que no ha comido), en cuanto empieza a empujar la roca, comienza a notar su peso a la vez que ve también cómo los palos se mueven. Primero se destensan brevemente, como si fueran ballestas, y luego empiezan a deslizarse, como ya había visto antes, por lo menos un centímetro hacia adentro. Cuando termina, los palos están más curvos, prueba evidente de que se han vuelto a mover y de que, por tanto, la roca también lo ha hecho. El viajero se separa y resopla satisfecho.
– ¿Lo ve? -le dice el hombre, sonriendo.
– Lo veo dice el viajero.
Pero, aún así, no termina de creerlo. Los palos se curvan, sí, y los de Chaves siguen mostrándoselo, pero el viajero no termina de creer que un solo hombre pueda mover esa roca; tiene que haber un misterio. Así que, después de mirar un rato, y mientras los otros siguen pujando (ahora ya hasta las mujeres y los niños), el viajero vuelve al pueblo en busca de alguien que se lo explique, si es que hay alguien que lo sepa.
Que lo sepa o no lo sepa, el único que se lo puede contar es el dueño del garaje, un hombre de edad mediana, pero con el pelo blanco, que trabaja en ese instante con la cabeza metida dentro del motor de un coche y que parece ser la única persona que hay ahora en Bolideira.
– No lo sé. Yo siempre la he visto ahí y lo cierto es que se mueve; pero por qué no lo sé -le confiesa abiertamente el del garaje, interrumpiendo su trabajo para atenderle.
Pero alguna teoría habrá -vuelve a insistir el viajero.
– Teorías, muchas -le dice el hombre-; pero fiables, ninguna.
– Por ejemplo…
– Por ejemplo, que es un meteorito. O que la puso ahí el diablo. O que está hueca por dentro.
– Pues hueca no parecía -dice el viajero, muy serio.
– Ni lo está, se lo aseguro -le dice el otro, sonriendo.
El hombre enciende un cigarro y mira la carretera. No pasa nadie por ella. El pueblo, o lo que sea, está tan solitario que da hasta miedo.
Pero es sólo en apariencia. Mientras continúan hablando (de la piedra y del garaje y de la ciudad de Chaves, que al parecer ya está cerca), aparece por la calle un vecino de paseo. El hombre, que ya es muy viejo, no sabe de lo que hablan, pero en seguida interviene. Según dice a preguntas del mecánico, que ahora hace de intérprete entre el forastero y él (no tanto por el idioma como porque el viejo está sordo), su abuelo y su bisabuelo ya conocieron la piedra, y ya entonces se movía igual que ahora. Incluso, afirma, se mueve sola cuando el viento sopla fuerte.
– ¿Y usted por qué cree que es? -vuelve a insistir el viajero.
– ¿Cómo dice?
– ¿Que por qué baila la piedra?
– ¿Y quién lo sabe? -responde el viejo. El viejo, como el mecánico, no sabe por qué se mueve. El viejo, como el mecánico, no sabe cuál es su origen, ni por qué baila, ni quien bautizó la piedra y, de rebote, a su pueblo. Pero lo que sí sabe el viejo, al contrario que el mecánico, que ya ha vuelto a su trabajo después de hacerles de intérprete, es por qué está rota al medio. Se lo dice al viajero cuando se alejan, señalando hacia el lugar donde se alza y donde todavía se oyen las voces de los de Chaves. No fue por causa de un rayo, como le dijeron éstos:
– La partió de un puñetazo un español -le dice el viejo, muy serio.
– ¿Cómo dice?
– Que la partió de un puñetazo un español -repite el viejo gritando como si el sordo fuera el viajero y no él.
Y, luego, con gran confianza, como si éste no lo supiera:
– Los españoles son muy brutos, ¿sabe usted?
El castillo de Monforte
A partir de Bolideira, justo al final de las casas, la carretera empieza a bajar y se comienza a ver ya, en efecto, como decía el mecánico, la vega del río Támega, sobre la que se asienta Chaves. La vega todavía está lejos, sumida bajo la bruma y el humo de los incendios, pero por la carretera se ven ya viñas y cultivos de maíz. Son el anuncio de aquélla.
El viajero, al volante de su coche, baja la ventanilla, se recuesta en el respaldo de su asiento y empieza a pensar que al fin se terminó el largo páramo por el que viaja desde hace horas. Incluso empieza, a pesar del polvo, a sentirse ya más fresco. Una dulce y agradable sensación que hacía ya tiempo que no sentía y a la que contribuye el verde (de los viñedos y del maíz), pero también el sol, que ya ha empezado a caer y lo tiene ahora justo enfrente de sus ojos.
Curva a curva, mientras baja, el viajero va mirando los maizales y las viñas y los pueblos que se alzan entre ellos. Están más diseminados, pero hay muchos más que antes; y, a su alrededor, los prados y los sotos de castaños sustituyen poco a poco al matorral y al centeno. Como los que dejó ya atrás, son pueblos pobres, pequeños, tendidos en las solanas como la ropa en los huertos, pero, al contrario que aquéllos, sus casas son de granito y tienen hórreos y galerías al más puro estilo gallego. Se nota que están ya cerca de la raya con Orense. Aunque, si se lo dijera, sus habitantes corregirían, y con razón, al viajero. Al estilo trasmontano, le dirían, con orgullo de su tierra.
El orgullo de esta tierra, que todos los portugueses cantan, pero que pocos conocen, viene de lejos. El orgullo de esta tierra quedó sobradamente mostrado a lo largo y a lo ancho de su historia (una historia accidentada y turbulenta, como la de todas las tierras de la frontera), y todavía se nota en los blasones de sus escudos y en el aire y el empaque de sus gentes. No en vano durante siglos Trás-os-Montes fue la avanzada de Portugal por el norte y el muro de contención frente a los numerosos intentos anexionistas de castellanos y leoneses. De todo ello queda en la memoria de esta tierra, a pesar de su aislamiento, un gran sentido de libertad, un gran amor a su independencia y, erguidos en sus colinas, como vigías del tiempo, innumerables castillos que continúan mirando a España, su sempiterna enemiga, como este de Monforte del Río Libre (¡qué bello nombre para unas piedras!) que guarda desde un crestón la vega del río Támega y la frontera de Chaves, de la que fue centinela, y hacia el que el viajero sube, un poco por admirarlo y otro poco para ver, antes de llegar a ella, la ciudad desde lo alto. El viajero ya dejó dicho en Bragança que le gusta comenzar a conocer las ciudades desde arriba, especialmente a esta hora en que la luz de la tarde empieza a desvanecerse.
El castillo de Monforte, al que el viajero llega por fin después de muchas revueltas, siempre mirando hacia el cielo, impresiona, empero, menos que el paisaje que domina. El castillo, todo entero de granito, como los pueblos cercanos, está a medias derruido, pero desde sus alrededores se ve toda la vega del Támega y las colinas de Trás-os-Montes prácticamente hasta el infinito: hacia el norte, las montañas de Galicia, rotundas y amenazantes, ya casi a tiro de piedra; al oeste, el río Támega, con Chaves en sus orillas, entre canales y huertos; hacia el sur, las colinas de Valpaços, por donde discurre el Túa, y al este la carretera que va a Vinhais y a Bragança, y por la que llegó el viajero. Todo un mundo de colores y sonidos tendido al pie del castillo como si fuera un mantel para la contemplación de quien quiera subir a verlo.
El viajero, que está solo ahora aquí arriba, lo hace durante un rato mientras consulta sus mapas sentado sobre unas piedras; son sillares desprendidos del castillo, quién sabe desde hace cuánto, y que nadie se ha preocupado de volver a colocarlos en sus sitios. Otros, por contra, se los llevaron, como pasó en tantas partes, para construir las casas o para hacer carreteras. El resultado ahí está: salvo la torre del homenaje, que es la única que sigue en pie, y parte de las murallas, el castillo de Monforte es un montón