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de ruinas lleno de zarzas y helechos. Lo que no impide que todavía conserve el aire adusto y guerrero que le dio el rey Don Dinís, que fue quien lo construyó, y que durante siglos le hizo temible a ambos lados de la raya.

Pero lo único temible ahora de este castillo es el viento. Aunque la tarde es serena y el sol pega todavía (aunque cada vez ya menos), el viento aquí es tan violento que amenaza con llevarse el cigarrillo y los mapas de las manos del viajero. Ni siquiera le deja admirar con calma el paisaje que se extiende en torno a él. Así que, en cuanto termina, recoge todas sus cosas, mira por última vez el castillo y, por el sendero abajo, regresa en busca del coche, que está al final de la cuesta, junto a los merenderos construidos en la campa del castillo (quizá con sus propias piedras) para el descanso de los turistas y de los lugareños que suben los días de fiesta a disfrutar del paisaje y de la merienda. Aunque, como hoy es lunes y el castillo está cerrado, los merenderos están desiertos.

Pero no solos. Ni sin custodia. El viajero ya se iba cuando ve un hombre a lo lejos. El hombre, que ya le ha visto hace rato, le saluda con la mano. Es flaco, de edad mediana, como la mayoría de los que ha visto por estas tierras.

– ¡Buenas tardes! -le contesta el viajero desde el coche, bajando la ventanilla para enterarse-. ¿Es usted el guarda del castillo?

Pero el otro no le entiende. O no le entiende o no oye, quizá por culpa del viento. Así que deja lo que está haciendo y se acerca, servicial, hasta el camino.

– ¿Qué me dice?

– Digo que si es usted el guarda del castillo -vuelve a decirle el viajero.

– No -sonríe el hombre-. Yo sólo cuido de esto -dice por los merenderos.

El hombre, aparte de servicial, es risueño. El hombre, aparte de servicial y risueño, tiene unos ojos azules y un porte tan distinguido como los de Don Dinís. Aunque su traje de pana y el sombrero del Chaves Club de Fútbol con que se cubre del sol no ayuden precisamente a realzar su presencia.

– ¿Y vive aquí?

– No, en el pueblo.

El pueblo al que se refiere es Monforte, donde el viajero cogió el desvío para el castillo. Allí vive también el guarda, que al parecer hoy descansa, como todas las segundas feiras. Por eso, dice su compañero, no hay nadie.

Pero no importa. El hombre, aparte de servicial, es amable y, como el guarda no está, le cuenta lo que él sabe del castillo, que no es mucho, como en seguida advierte el viajero. A saber: que el castillo es muy antiguo, cosa que salta a la vista; que lo mandó hacer Don Dinís, cosa que aquél ya sabía; que fue el primer solar de Monforte, cosa que se imaginaba, y que, cuando él era pequeño (el hombre, no Don Dinís), subía a jugar al castillo con sus amigos del pueblo. Pero lo que el viajero no sabía ni podía imaginar es que desde este castillo bombardearan, y destruyeran, tal como el hombre asegura, el castillo gallego de Verín.

– ¿El de dónde? dice el viajero, extrañado.

– El de Verín -dice el hombre. En España. ¿Nunca lo ha oído nombrar?

Claro que lo ha oído nombrar. El viajero no sólo lo ha oído nombrar, sino que lo conoce, por lo que le sorprende todavía más:

– ¿Pero a cuánto está Verín de aquí?

– Cerca -responde el hombre-. Detrás de aquellas montañas -dice indicándole con la mano las que azulean al fondo, hacia la raya de la frontera.

El viajero no sale de su asombro. El viajero sabía que estaba cerca de España, pero no tanto como para alcanzarla de un cañonazo, por mucha fuerza que tengan los cañones y las bombas portugueses. Sobre todo, teniendo en cuenta la época en que debió de ocurrir aquello.

– ¿Y cuando fue?

– No sé. Cuando la guerra dos mouros sería -dice el hombre por decir.

– Sería cuando la de los españoles -le corrige el viajero, sonriendo.

– Sería -concede el hombre, que se ve que le da igual.

Pero al viajero no le da igual. El viajero aún no comprende por qué sus antepasados lucharon contra los mouros, así que menos contra los portugueses. El viajero, quizá por su condición, nunca ha entendido las guerras, cuanto menos entre hermanos y vecinos. Sobre todo cuando son tan amables como éstos.

– Lo mejor es llevarse bien dice, mirando el castillo.

– Sí -le da la razón el hombre.

– Y que no haya guerras.

– Sin duda.

– Ni fronteras.

– Quizá -considera el hombre, que además de servicial es complaciente.

Pero el viajero aún no está contento.

– ¿Firmamos la paz? -dice, dándole la mano.

– ¿Cómo dice?

– Digo que si firmamos la paz.

– Si usted quiere… -dice el hombre, que no sabe si va en serio.

– ¿Cómo se llama?

– Emilio Artur Queiroz, para servirle -responde el hombre, sonriendo.

Aquae Flaviae

Los últimos kilómetros antes de llegar a Chaves son como un sueño. Lo eran ya desde el castillo de Monforte, con el monte en primer plano y la vega allá, a lo lejos, pero lo son aún más a medida que el viajero se aproxima a la ciudad, que resplandece como un espejo bajo el resol de la tarde.

Para empezar, los últimos kilómetros antes de llegar a Chaves son ya todos de bajada. La carretera, que en Bolideira cambió su rumbo, quizá por mor de la piedra, se desliza suavemente por las cuestas de Monforte entre maizales y viñas y paredes de granito por las que trepan las parras y las hiedras de los huertos. Hay también flores silvestres. Y bojes. Y madreselvas. Y diminutos jardines con acequias y cisternas para el riego. La carretera va dando curvas. ciñéndose a la montaña y dejando a su derecha una cortina de árboles, castaños principalmente, entre los que se cuela el cielo y el sol verde de la vega. La vega, de hecho, no está muy lejos; al contrario, va surgiendo poco a poco, como el estuario de un mar, entre los pinos y los castaños y alrededor de los pueblos que va cruzando la carretera. Monforte, por ejemplo, aunque todavía en el alto, es tan verde como aquéllos. Como Falhões, ya a media cuesta, con su iglesia de granito y su tilo centenario y su viejo cementerio, también de losa y granito; y, por supuesto, con su cruzeiro. Porque, desde que empezó a bajar, aparte de maizales y de postes de granito (los de los kilómetros que va cumpliendo), la carretera se ha ido llenando de cruces, algunas ya muy antiguas, como esta de los Sagrados Milagros que mira al valle desde una curva y que tiene una hornacina con un Cristo que parece pintado por su peor enemigo.

Por lo demás, las casas, como la tierra, empiezan ya a ser más ricas; incluso hay pazos entre los pueblos. Pocos, porque el terreno es escaso y el que hay se lo reparten los jardines y las viñas que cultivan en terrazas desde tiempo inmemorial los dueños de estas haciendas. En algunas se ven hombres trabajando, pero, por lo general, la gente viene ya de regreso. Pronto será la hora de ir a cenar y a acostarse o de bajar a Chaves a divertirse (los jóvenes, sobre todo), pues mañana es día de fiesta.

Por fin, después de unas cuantas curvas, la carretera llega a la vega. Irrumpe en ella de pronto tras una hilera de árboles y continúa ya en línea recta. Es como si se relajara, como si después de todo lo que ha visto y ha pasado hasta este instante se entregara en cuerpo y alma al abrazo de los huertos. La verdad, no es para menos. En las riberas del Támega, cuya cinta azul y blanca se divisa ya a lo lejos, los huertos y los jardines se funden directamente. No se sabe si hay más vides, más flores o más acequias. Como tampoco se sabe dónde termina la vega. Un resplandor vegetal asciende desde la tierra y un olor verde y caliente invade la carretera. Un resplandor y un olor que al viajero le golpean y le ciegan brevemente y que le obligan a reducir la velocidad del coche hasta que se acostumbra a ellos. Después de la nitidez de la luz de las montañas, a los ojos les cuesta volver a mirar el verde.

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