La carretera sigue entre huertos y prados recién segados. Hay también campos de flores e invernaderos en torno a ellos. En algunos se ven hombres trabajando, inclinados tras la azada o agachados en la tierra. Otros, por contra, están sentados, mirando pasar los coches o descansando, a la sombra de algún árbol o a la puerta de las casas que se alzan entre los huertos y que salpican toda la vega. Son casas pobres, pequeñas, edificadas en sus orígenes para guardar los aperos y utensilios de labranza, pero que algunos han ampliado hasta convertirlas en almacenes o en pequeños chalecitos de una planta donde ir a merendar con la familia en las tardes de verano como ésta. La vega entera, de hecho, hasta donde la vista alcanza, está sembrada de ellas.
En los alrededores de Chaves, hacia donde el viajero se acerca ya después de desembocar en la carretera, más importante y mejor, que viene de la frontera (A Espanha 8, dice un cartel), el agua es tanta y el calor es todavía tan intenso que algunos niños se bañan en las acequias. Hay también gente mirándolos. Y caballos. Y cometas. Y coches que van y vienen en dirección a Chaves o a la frontera. La ciudad va apareciendo poco a poco, junto al espigón del río, como una continuación de las pequeñas casas huertanas que va enhebrando la carretera. El viajero, de hecho, no se da cuenta de que está en ella hasta que descubre el puente, que constituye su imagen más conocida, y su puerta de entrada más hermosa y más antigua…