– ¿Quién?
– No sé, el cura…
– ¡Qué! dice la vieja, sonriendo-. Si el pobre no tiene ni para él… Lo hago yo porque quiero.
– Pues irá al cielo.
– ¿Quién, el cura?
– No, usted.
– ¡Ah! -se ríe la sacristana cuando por fin le entiende-. Si soy buena…
Buena lo es, y mucho, y el viajero da fe de ello. Hasta que no le enseña toda la iglesia no para, y lo hace con interés y cariño, aunque sin muchos conocimientos. De la iglesia sólo sabe, por ejemplo, que es la más vieja del pueblo, y del confesionario, una magnífica pieza labrada, posiblemente del XVIII, que hace años que ya no se utiliza porque los curas de ahora son muy modernos.
– Será que ya no hay pecados -insinúa el viajero, poniendo cara de bueno.
– ¡Uff¡ Si yo le contara… -exclama la sacristana, enseñándole al reírse los dos dientes.
Tiago y Pedro, mientras tanto, les siguen entre los bancos, subiéndose a los altares y jugando con el perro. Al fondo, en la sacristía, se oye hablar a las otras, que siguen con su trabajo mientras su compañera le hace de guía al viajero. Ya han llegado ante la puerta.
– Bueno, Clotilde, pues muchas gracias.
– De nada -responde la sacristana mientras recoge la escoba para volver a su puesto.
Pero el viajero tiene aun una última pregunta para ella:
– ¿Y éste, cómo se llama?
– ¿Cuál?
– El perro.
– ¡Ah! Guilherme -le dice la mujer, mientras el aludido, asustado, se esconde al oír su nombre entre las piernas de la mujer, que resulta que es su dueña.
– Pues hasta luego, Guilherme -saluda el viajero al perro, despidiéndose a través de él de la mujer y de sus amigos Tiago y Pedro.
Señales de humo
La música de Vinhais, que cada vez se escucha más alta, acompaña al viajero hasta las afueras del pueblo. Es una música alegre, de fiesta, que anuncia a los que se acercan la que empezará esta noche cuando se enciendan los arcos de bienvenida y las luces de la iglesia de Clotilde Graça. Aunque para esa hora, quizá, la sacristana ya esté durmiendo.
El que se duerme, y ahora, es, sin embargo, el viajero. Entre el calor de la siesta, que cada vez es mayor, y con el runrún del coche, comienza poco a poco a adormilarse a medida que se aleja de Vinhais hasta quedarse, como en el Tuela, prácticamente traspuesto. La verdad es que hoy ha madrugado mucho para lo que es habitual en él.
Para evitarlo pone la radio. Las emisoras tienen ahora programas de variedades salpicados de canciones y de anuncios; son programas parecidos a los que también le llegan del otro lado de la frontera. Los anuncios varían según la cobertura de aquéllas (de Coca-Cola o de coches en las nacionales y de pequeños comercios o fiestas en las locales), pero las canciones no. Son los discos del verano en Portugal, canciones de amor y fados que cantan voces oscuras, normalmente de mujeres, y que impregnan el paisaje de una profunda tristeza. O quizá sea al revés. Desde que dejó Vinhais, el viajero no ha vuelto a cruzar un hombre ni una casa ni una huerta. Sólo algún coche de cuando en cuando y las montañas, que se suceden una tras otra hasta donde la vista alcanza y que se convierten en transparencias en dirección hacia la frontera.
La frontera, aunque lejana, va paralela a la carretera. Lo viene haciendo desde Bragança y lo seguirá haciendo hasta Chaves, según comprueba el viajero en su mapa y en los letreros que encuentra a través de aquélla: a Moimenta, 21; a Seixas, 15; a Santalha, 19… Pueblos todos, los nombrados, encaramados en las montañas, al borde mismo de la frontera. Incluso traza, al pasar Sobreira de Cima, el primer pueblo desde Vinhais -prácticamente desierto-, una curva hacia la izquierda, que es la misma que hace la carretera siguiendo el espinazo de los montes en dirección hacia Rebordelo. De haber seguido como hasta ahora, habría acabado en España.
El sol está quieto, inmóvil. Las montañas reverberan como espejos bajo él y, a lo lejos, hacia el sur, una columna de humo se eleva en el horizonte como la fumarola de un volcán. Es lo único que se mueve en el paisaje, el único signo de vida que alcanza a ver el viajero en este inmenso desierto, en el que apenas se ven ni pájaros. La verdad es que hace tanto calor ahí fuera que los que hay deben de estar durmiendo.
La fumarola se va agrandando a medida que el viajero empieza a acercarse a ella. Parece ya un hongo atómico más que el humo de un volcán. De todos modos, no es la única señal de humo que se avista en el paisaje. A lo lejos, en la dirección de Chaves, otra columna de humo se eleva de entre los montes y aún se ve otra más allá, en dirección hacia la frontera. Son más pequeñas que aquélla, pero igual de amenazantes.
En una curva, un ensanchamiento y cuatro árboles solitarios aconsejan al viajero hacer un alto. Aunque apenas lleva andados 10 kilómetros, le vendrá bien para espantar el sueño. El lugar, además, es estratégico: en lo alto de una loma, en medio del ancho páramo, le permite dominar todo el paisaje hasta la misma raya de la frontera. Con la ayuda de su mapa, y mientras fuma un cigarro, el viajero se entretiene en buscar por las montañas las aldeas cuyos nombres ha ido viendo en los letreros. Hay más de las que parece. Alguna, incluso, quizá sea ya de España, aunque en la lejanía todas parezcan iguales. El viajero está mirándolas, sentado contra una acacia, cuando un coche se detiene junto a él. Lleva adosada una caravana y lo conduce un corsario, a juzgar por los tatuajes que luce por todo el cuerpo. Que el viajero recuerde ahora, dos cruces (una entre rayos divinos), un corazón, un triángulo y un casco con un fusil bajo la tetilla izquierda.
El hombre, que viaja con su mujer y con dos niños pequeños, le pregunta en francés los kilómetros que faltan para Chaves.
– Sesenta -dice el viajero, consultándolo en el mapa.
– ¿Cuántos?
– Sesenta -vuelve a decirle al viajero.
El corsario le ha entendido a la primera. Si lo ha vuelto a preguntar no es porque no le hubiera entendido, como creía el viajero, sino porque le parecen muchos. Al parecer, el francés lleva viajando 10 horas y pensaba que Chaves estaba ya más cerca.
– Si quiere, le digo menos -le dice aquél, sonriendo.
– ¿Cómo dice?
– Digo que, si le parecen muchos -repite-, le digo menos kilómetros. -No entiendo dice el francés.
– No importa dice el viajero. Y, sin insistirle más, vuelve a desplegar el mapa para ver lo que a ambos les espera.
Lo que les espera a ambos es lo mismo que ya han visto: montañas, curvas, calor y algún perro atropellado y tirado en la cuneta. Hasta Curopos, que es el siguiente pueblo en el mapa, la carretera sigue subiendo y bajando montes y retorciéndose por las cuestas. Es como una montaña rusa, pero de polvo y asfalto. Desde Sobreira, además, apenas hay ya letreros. Aparte del de Curopos, que está muy viejo, y del de la carreterilla que va a Candedo -y a la ermita o santuario de su nombre-, durante varios kilómetros el viajero sólo encuentra una pintada, y además, incongruente: Viva Espanha ha escrito alguien en un muro en correcto portugués.
Curopos, como Sobreira de Cima, está en lo alto de un monte, al pie de la carretera, pero, a pesar de su situación, parece también desierto. Al viajero, en cualquier caso, le llama más la atención el nombre de otro que queda cerca: Vale de Janeiro. Debe de ser, como aquél, un pueblo insignificante, quizá incluso más pequeño todavía (Vale, al revés que Curopos, queda fuera del camino), pero al viajero le hace pensar, quizá para no dormirse, en la hipotética relación que el pueblo Pudiera tener con Río, aunque Brasil quede ahora tan lejos. Al fin y al cabo, piensa mientras conduce, de aquí salieron muchos de los pioneros que fundaron y dieron nombre a las ciudades del país americano, a partir muchas veces de los nombres de sus pueblos.