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Las fumarolas siguen creciendo. En tamaño y en el número. A las tres que ya había antes, se han unido por lo menos otras tantas. Parece como si toda la terrafría estuviera ardiendo hoy. El viajero las mira mientras conduce, temeroso de encontrarse alguna de ellas en su ruta. Sobre todo el hongo atómico, que cada vez lo tiene más cerca.

El paisaje, mientras tanto, sigue pelado y desértico. La carretera de Chaves, que ahora busca Rebordelo, avanza entre matorrales y alguna encina raquítica sin dejar a sus costados otra cosa que el silencio. A lo lejos, hacia el norte, aún se ven algunos pueblos (Candedo, quizá Sandim, puede que Soutochao, ya en España), pero, alrededor de aquella, la soledad va en aumento. El viajero, adormilado, cruza montes y más montes, sube cuestas y más cuestas, dobla docenas de curvas (siempre con la esperanza de hallar algo al otro lado) y lo único que encuentra, aparte de nuevas curvas, son las señales de humo, que cada vez son más grandes. El viajero mira al cielo esperando cuando menos que una nube rompa la monotonía, pero tampoco la encuentra. Sólo el sol, que sigue inmóvil como si fuera un tatuaje grabado en mitad del cielo.

Poco a poco, sin embargo, la carretera empieza a cambiar. Tímidamente al principio y, luego ya, abiertamente a medida que se acerca a Rebordelo, los montes van suavizándose y comienza a aparecer algún olivo y alguna viña por las laderas. Son viñas pobres, raquíticas, como quemadas por los incendios, pero que dan al paisaje un poco de humanidad y de esperanza al viajero. Junto a una de ellas, de hecho, una familia ha detenido su coche, quizá para merendar, al lado de una caseta. En otra, en cambio, alguien abandonó definitivamente el suyo, incapaz seguramente de volver a ponerlo en marcha. El coche, irreconocible, está ya tan oxidado que parece, como las viñas, quemado por los incendios.

Por fin, después de varios kilómetros, un hombre que viene andando y tres o cuatro tractores anuncian al viajero la cercanía de Rebordelo. El pueblo se le aparece de pronto, al coronar una loma, como si estuviera escondido detrás de ella para que nadie lo viera.

Rebordelo, sin ser grande, tiene ya empaque de villa, comparado sobre todo con los pueblos que el viajero ha visto desde Vinhais. El pueblo, de casas grandes, muchas de ellas de granito -un poco al uso gallego-, se agolpa en una colina, al pie de la carretera, y, aunque el calor todavía aprieta (son las cinco de la tarde), la gente está sentada por las calles mirando pasar los coches y las columnas de huno de los incendios. Una de ellas, la más grande, está justo frente al pueblo.

– ¿Qué es lo que se está quemando? -le pregunta el viajero al primer hombre que encuentra al bajar del coche.

– El mundo -le dice éste.

Su compañero de charla, que está sentado en el suelo (con un niño entre las piernas), le corrige, sin embargo:

– Esto ya no es el mundo -dice, mirando al viajero.

– ¿Usted cree?

– Por supuesto que lo creo -dice el hombre, que al parecer vive en Francia y está aquí de vacaciones como muchos otros vecinos, aunque, a lo que se ve, no parece muy contento-. Esto es el culo del mundo dice sin rastro de pena.

El hombre es tan contundente que el viajero no se atreve a llevarle la contraria. El hombre es de Rebordelo y tiene todo el derecho a opinar lo que quiera de su pueblo y, además, el viajero está de acuerdo. Aunque, evidentemente, él no se atreva a decir lo mismo. Una cosa es que lo diga un vecino, aunque sea un emigrante, y otra que lo diga un forastero.

– ¿Y por qué vuelve? -le dice.

– Por la querencia -responde el hombre, encogiéndose de hombros, como si la querencia fuera una maldición.

Pero no todos en Rebordelo parecen tan aburridos ni tan arrepentidos de haber nacido aquí. Al revés: por las callejas del pueblo, que el sol castiga con fuerza, el viajero encuentra hombres y mujeres que charlan amablemente a la puerta de sus casas mientras sus hijos juegan al fútbol o van y vienen en bicicleta. Otros, más solitarios, pasean tranquilamente o sestean a la sombra de algún árbol. Muchos deben de ser emigrantes, pero parecen felices de estar ahora en su pueblo. Al menos, matan el tiempo, cosa que el viajero duda que puedan hacer en Francia, o en Alemania, o en Suiza, por más que estos países sean el centro del mundo y el lugar donde encontraron solución a su pobreza. Al fin y al cabo, piensa el viajero, como la tierra de uno no hay nada, aunque sea tan pobre como ésta.

Por lo demás, el pueblo tampoco es muy diferente de los que el viajero ha visto desde que cruzó la raya: un puñado de calles tortuosas, una iglesia de granito o de pizarra, una plazuela con árboles, unos cuantos huertecillos y chalés y un camino que conduce al cementerio o a una ermita solitaria y olvidada. En el caso de Rebordelo, la de la Peña.

– ¿Qué? ¿Le gustó? -le dice el de la querencia cuando regresa a su coche.

– ¿El qué?

– El pueblo.

– A mí sí -dice el viajero.

El burro de Lebuçao

Muy cerca de Rebordelo, a apenas dos kilómetros del pueblo, está el mojón que separa el distrito de Bragança del de Vila Real. El hito está a la entrada de un puente, en el fondo de un barranco profundísimo, y la línea invisible que señala es la que sigue el río que pasa debajo de él: el río Rabaçal. Por eso, y porque el sitio es fresco y umbrío y está a cubierto del sol, muchas familias han aparcado sus coches y contemplan desde el puente la corriente del río y el paisaje sin preocuparse de los coches que lo cruzan con grave riesgo para los que están en él. El puente, aunque no es muy largo, es demasiado estrecho.

Desde la ladera opuesta, se vuelve a ver Rebordelo. Con el tajo del río y el puente en primer plano, el pueblo es mucho más bello delo que pensó el viajero. Sin duda hay que verlo desde aquí, rodeado de viñas y erguido en la colina y recortado en el cielo como lo ven los que vienen en la dirección contraria. Aunque en el retrovisor quizá parezca más bello: por el reflejo del sol y porque siempre lo es más lo que se deja atrás que lo que se descubre por vez primera.

Pero la visión del río -y del puente, y de las viñas, y de las casas y el cielo de Rebordelo- enseguida se evapora, engullida otra vez por las colinas que cierran por el oeste el cauce del Rabaçal y que dan paso de nuevo al mismo paisaje hosco, desolado y polvoriento que forma la terrafría y que el viajero ha venido viendo prácticamente desde Vinhais. El Rabaçal, como el Tuela, era solo un espejismo, un paréntesis de agua en medio del alto páramo.

La carretera, además, desde que cambió de orilla, se ha vuelto mucho peor. No por las curvas, que son las mismas, como las cuestas, sino por el pavimento, que aquí parece pavés. Se ve que a Vila Real le importa menos la carretera que a sus vecinos los bragantinos. Todo lo contrario que le sucede al viajero, quien lleva ya muchas curvas y cuestas a su espalda como para tener que escuchar de nuevo el baile de las aceiteras. Así que, antes de que vaya a más, y a la vista de que el pavés no se acaba (al revés: parece que ya va a seguir así seguramente hasta Chaves), esta vez para el coche y las separa. Unas las pone en el asiento de atrás y otras las deja en el maletero. Como los niños: para que no se peguen.

Pero, aunque las aceiteras callan, el coche sigue botando. La carretera esta cada vez peor, llena de baches y de remiendos, y el coche va dando tumbos como un borracho al que el sol se le hubiera subido a la cabeza. Por si le faltara algo, los matorrales aquí crecen con tal profusión que parecen una selva. Algunos son tan enormes que no sólo le persiguen con sus ramas, sobre todo cuando se cruza con otro coche, sino que, en algunos tramos, invaden directamente la carretera. El viajero va despacio, sorteándolos como si fueran personas o presencias fantasmales, y, cuando los deja atrás, pisa el acelerador como si temiera que le pudieran seguir igual que a veces hacen sus sombras e igual que viene haciendo la nube en la que se ha convertido ya el hongo atómico a medida que el volcán que lo alimenta se ha ido quedando detrás, en dirección a Sonim, hacia donde se desvía ahora una carreterilla que parte en una curva hacia la izquierda. Es la carreterilla que va a Valpaços, la capital de la tierra de las castañas y, según dicen las guías, lugar de residencia real allá por la alta Edad Media. Aunque ni siquiera eso haga desviarse al viajero.

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