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– Ésta es la Domus Municipalis, también conocida como la Casa del Agua, joya única del románico portugués y la Domus más antigua del país -recita de corrido la señora mientras agita la llave, joya única también, al menos por su tamaño, de la forja portuguesa, en el centro de este enorme cobertizo de granito abierto a todos los vientos y bordeado de un largo poyo al que el viajero ya ha ido a sentarse. El viajero está cansado después de su paseo por la Vila y, como además entiende mal el portugués, sobre todo cuando lo hablan tan rápido, prefiere enterarse por sus guías de lo que la señora dice: que el edificio fue construido sobre una cisterna de agua allá por el siglo XII; que es, en efecto, la más antigua Domus de Portugal; que tiene planta pentagonal; que es de raís griega o romana y que, mientras estuvo en activo, era el foro comunal de las gentes de Bragança.

– ¿Y cómo se llama usted? -le pregunta el viajero a la señora cuando acaba de leerlo.

– Matilde -responde ésta.

– Pues muchas gracias, Matilde -le dice, dándole la propina y saliendo otra vez a la explanada.

No es que el viajero no sea educado. El viajero lo es, y mucho, al menos para los tiempos que corren, pero, como ya sabe lo que es la Domus, y como además no entiende bien el portugués de la señora (como tampoco cree que lo entiendan los turistas), prefiere seguir su ruta e ir a fumar un cigarro junto a la porca que ha visto antes, al llegar junto al castillo. Es un berraco de piedra, quizá de la Edad del Hierro (al menos, según las guías), y cuya profusión en Tras-os-Montes hacen suponer a éstas que fuera un animal especialmente temido o venerado en la región. La porca, partida en dos por una picota, a la que sirve de base, parece, sin embargo, ya bastante muerta y el viajero se sienta a fumar su cigarro al lado, a la sombra de los tilos que han plantado en torno a ella, mientras observa el ir y venir de la gente que despierta -ya tarde- a la mañana de verano en esta ciudad dormida, como la porca, en la leyenda de su castillo y en el tiempo. Ellos son los verdaderos bragantinos, los verdaderos reyes. de Portugal, aunque sus vecinos de allá abajo no lo sepan.

Segunda feira en Bragança

En las calles de Bragança (la ciudad nueva, aunque tampoco es tan nueva), hay ya mucha animación cuando el viajero regresa a ella. Son las diez de la mañana y la gente viene y va de un sitio a otro o se agolpa en los comercios y en las tiendas. Hoy es segunda feira, día de mercado en Bragança, y como además es fiesta (Nossa Senhora das Graças, cuya festividad se conmemora mañana, pero cuyas celebraciones empiezan hoy al decir de los carteles), los bragantinos están todos en la calle comprando o haciendo recados o, simplemente, matando el tiempo. Hay también mucha gente de los pueblos, campesinos que han venido a la ciudad a hacer sus compras o a ver al médico o al abogado y emigrantes que han venido a visitarla aprovechando que están de vacaciones en sus pueblos y a los que se les nota en seguida su condición y su procedencia. Mientras que aquellos visten de pobre y llegan en autobuses o en camionetas atiborradas de gente hasta lo imposible, éstos visten de turistas y circulan por las calles de Bragança en sus flamantes coches de importación y con matrículas extranjeras.

El viajero, después de abrirse paso entre ellos, consigue al fin aparcar el suyo, en una acera frente a la Sé, y, tras desayunar frugalmente en el Café A Chave D'Ouro, un enorme cafetón situado en una esquina de la plaza, se dedica a pasear por la ciudad confundido entre la gente. Primero va hacia la catedral, una modesta iglesia encalada que antaño fue de los jesuitas, sin mayores atractivos desde fuera (y, por lo que dicen las guías, tampoco dentro: el interior posee algunos azulejos notables, un órgano con carpintería policromada y los altares del coro en madera esculpida y dorada), y, luego, sin visitarla, da media vuelta y se pierde por las calles que confluyen en la plaza frente a aquélla. Al viajero le gustan las catedrales, pero las de verdad.

El viajero va contento. El viajero acaba de desayunar y, como, además, hoy es su primer día de viaje y está fresco todavía -pese a que el sol ya empieza a pegar-, pasea por las calles de Bragança feliz por estar aquí y deseoso de conocerla. Aunque, a decir verdad, lo que menos le atraen son sus monumentos. Lo que al viajero le atrae, y lo que mira al pasar, es la gente, esos hombres y mujeres que hablan en los portales o entretienen la mañana en las terrazas de los cafés o ante los escaparates de los comercios. El viajero no sabe portugués, pero entiende lo que dicen, aunque sea solamente por sus gestos. Por gestos se explica él, aparte de en español, cuando quiere saber algo o cuando, como ahora, entra a comprar a una tienda comida y agua para el camino, y todos le entienden perfectamente. Al fin y al cabo -piensa mientras camina-, el portugués y el español son dos idiomas hermanos, aunque Portugal y España hayan estado enfrentados durante tanto tiempo.

Hay algunos, sin embargo, que, aunque les gustaría, ya no pueden entenderle. Doña María da Piedade Pires, por ejemplo, o don João Alberto Dias, apodado Bicheiro, no podrán ya hacerlo nunca porque murieron ayer, según anuncian en las paredes unas esquelas enormes, tan grandes como carteles, que acompañan al viajero en su paseo por Bragança y que le dan a sus calles un aire fúnebre, sobre todo ahora que han empezado a tocar las campanas, a pesar del bullicio que hay en ellas. Aunque la mayor esquela, y la más antigua de 1920-, la encuentra frente a una iglesia en cuya fachada principal un gran mural de azulejos recuerda a o heroico bragantino teniente general Manuel Jorge Gomes de Sepúlveda, al que los azulejos muestran arengando a sus paisanos, la tarde del 11 de junio de 1808, desde las escalinatas de esta misma iglesia (la misma iglesia, por cierto, aunque reconstruida, en la que, según la historia, se casaron siglos antes en secreto el rey Pedro I de Castilla y su amante la gallega Inés de Castro, aquella que reinaría después de muerta), con ocasión de la liberación de Portugal de los franceses. La iglesia se llama de São Viçente y la esquela es un monolito que se alza enfrente de aquélla y que recuerda a los bragantinos muertos en Francia y en África, pero no en lucha con los franceses, sino con los alemanes, durante la Primera Guerra Mundial. La lista, que encabeza por un lado el capitán Mario Lopes Saldanha y por el otro -el de África- el cabo Alfredo Santos, está esculpida en la piedra y la integran una treintena de hombres, de alguno de los cuales sólo se recuerda el nombre. No es extraño que a esta calle, una de las más viejas de la ciudad -aparte, claro está, de las de la Vila-, la bautizaran los bragantinos con el sonoro nombre de Rúa dos Combatentes da Grande Guerra.

Aunque, para combatientes, los santos de la iglesia. El viajero se asoma un instante a verlos y los encuentra solos en sus altares, sin nadie que los mire o que les rece. Ni siquiera hay turistas en esta iglesia en la que, según la historia, pasaron cosas tan importantes y tan trascendentales para los portugueses. Debe de ser el destino de esta ciudad y esta tierra que, por quedar a desmano de todos los caminos importantes, sigue dormida en el tiempo.

– ¿Me compra una tirita? -le aborda un niño gitano cuando, después de mirar los santos, vuelve a salir a la calle.

– ¿Y para qué quiero yo una tirita? -le pregunta el viajero, sorprendido.

– Por si se hiere -le dice el niño, muy serio.

Con la tirita en el bolso (por si se hiere), el viajero se despide de la iglesia (y del monolito, y del heroico general Manuel Jorge Gomes de Sepúlveda, que continúa arengando al pueblo en los azulejos) y se aleja calle arriba entre ferreterías y barberías y comercios tan antiguos como sus dueños. Algunos tienen de todo, como el de doña María Fernanda da Punficação Pires Texeira.

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