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Raquel se frotaba los brazos. Él percibió su ansiedad.

– Aquí la torturó… horas y horas…

Ningún reportaje detallaba lo que Robledo le había hecho a Lidia, pero los objetos encontrados por la policía y enumerados en algunas noticias eran como el negativo de un hecho atroz: un berbiquí, ganchos clavados en el techo, tenazas, clavos, cuerdas, cadenas, varios cuchillos… Cada vez que lo pensaba, Rulfo lo comprendía menos: ¿cómo era posible que un chaval con escasos antecedentes penales, a quien solo le interesaba obtener droga, hubiera decidido ejecutar aquella salvaje sesión inquisitorial contra una persona?

Raquel parecía muy afectada. Miraba a su alrededor. La cazadora se tensaba con su respiración.

– No buscaba solo su dolor -dijo con inmensa seguridad, como si conociera perfectamente el significado de aquella palabra-. Estaba rabioso.

– Lo que importa es que ahora está muerto -murmuró Rulfo, tranquilizador-. Y que no veo por ninguna parte ese maldito acuario, si es que existe.

Rodeó la enorme cama y descubrió algo. Otra puerta. Pero hubiera sido fácil pasarla por alto, ya que no se distinguía de la madera que forraba las demás paredes, solo un pomo dorado la señalaba. Lo hizo girar y la puerta se abrió en completo silencio hacia la oscuridad. Entró sin mirar atrás, al tiempo que Raquel salía del dormitorio pensando que él no tardaría en seguirla.

Continuaba inquieta, alerta. No era nada definido, nada que pudiese identificar, una amenaza concreta, ni siquiera un pensamiento coherente. Se trataba, más bien, de una sensación. Algún tipo de corazonada que le advertía -le gritaba- que se encontraba en peligro.

Sal de aquí.

Comprendió que no había sido la visión de la habitación donde Lidia había muerto torturada, ya que había sentido algo parecido al subir las escaleras. De hecho, lo había percibido en el mismo instante de entrar en aquella casa. No era nada que estuviese muerto sino algo vivo: una presencia que no pertenecía al pasado sino al aquí y al ahora, y que aún se hallaba oculta en algún lugar.

Vete ahora mismo.

Pero el temor obraba en ella un efecto extraño: la impulsaba a continuar.

Recorrió la antecámara hasta el fondo. Tras un recodo distinguió un angosto pasillo. Se adentró por él.

una luz tenue

Era un lugar silencioso y oscuro. Una ceguera y una tumba. Rulfo buscó algún tipo de interruptor en vano. Entonces hurgó en el bolsillo hasta encontrar el encendedor y alzó la pequeña llama.

La habitación carecía de ventanas u otras salidas y se hallaba completamente forrada de tela: las paredes eran cortinas y el suelo y el techo (bastante bajo) suaves alfombras. Todo era de color azul y no había ningún mueble ni objeto. Una cámara con personalidad de gato. Un lugar de piel adolescente. Pisarlo era desear estar descalzo. Rulfo pensó que solo la desnudez había hollado aquel espacio. ¿Para qué te servía esto, Lidia? ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué no hay luces?

una luz tenue, un resplandor

Al fondo del pasillo halló unas escaleras que subían. Se volvió para ver si el hombre la seguía y comprobó que estaba sola. Pero no quiso llamarlo. Ningún hombre le inspiraba confianza. No los odiaba, pero tampoco había amado a ninguno aunque lo fingiese: solo lograba aceptarlos con resignación.

Subió las escaleras. Los peldaños rechinaron bajo sus botas. Ya advertía el rellano. Una puerta cerrada, seguramente un desván.

Y algo más.

una luz tenue, un resplandor filtrándose

Rulfo salió de la extraña habitación y del dormitorio y se dio cuenta de que Raquel había desaparecido. Se disponía a llamarla cuando, de repente, quedó paralizado frente a las fotografías enmarcadas de la antecámara.

Una luz tenue, un resplandor filtrándose bajo la puerta.

Tengo que llamarlo. Ahora sí tengo que avisarle.

De pronto, con un suavísimo clic, la puerta se abrió.

Era un daguerrotipo pequeño, muy antiguo, de color sepia, enmarcado en plata. Mostraba a un hombre junto a una mujer en un paisaje de playa. La mujer llevaba en el pecho el mismo medallón en forma de araña. No reconoció a ninguno de los dos, pero, de alguna forma, supo que aquella fotografía, precisamente aquélla, era el origen de la inquietud que experimentaba en la antecámara.

Le dio la vuelta al retrato. En la parte posterior del marco, en una esquina, alguien había escrito, en suave tinta azul: Per amica silentia lunae. Las palabras le resultaban conocidas. Eneida. Virgilio. Sin detenerse a pensarlo, obedeciendo a un impulso, guardó el retrato en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces escuchó la voz de Raquel. Ella lo guió. Encontró las escaleras enseguida. Conforme las subía, el resplandor se hacía más intenso. El rellano daba paso a una especie de desván con cosas arrumbadas. La extraña luz lo subrayaba todo: cada moldura, cada baldosa; creaba sombras y fantasmas. Se asomó y vio a la muchacha de pie mirando hacia abajo. La luz verde, en aquel punto casi cegadora, aureolaba sus perfectos rasgos.

Procedía del acuario rectangular que había a sus pies.

– ¿Cómo lo encontraste?

Ella se lo contó: la franja de luz verde bajo la puerta y la forma en que ésta se había abierto.

El acuario medía casi un metro de largo. Sus paredes no eran de vidrio sino de algún tipo de material plástico. La tapa, de color negro, llevaba adosadas las luces de los tubos fluorescentes verdes, y una placa metálica en la base mostraba el nombre de las criaturas que, sin duda, habían hecho oscilar sus sinuosos cuerpos en el interior: Gurami besado, Otocynclo, Betta siam, Gurami perla… Sin embargo, el agua ya no albergaba peces vivos, solo un repugnante amasijo de órganos descompuestos, un cementerio grumoso que cubría toda la superficie. La luz verde otorgaba a tal podredumbre un aspecto aún más desolador. Sobre la grava persistían dos adornos, dos castillos de Neptuno, uno blanco y otro negro.

– Mira el cable -señaló Rulfo.

Sobresalía de la parte posterior y terminaba en un enchufe sin conexión con la corriente. ¿Cómo funcionaban aquellas luces? Quizá sea una batería, pensó, sin creer él mismo en aquella explicación. Apoyó las manos en los costados del objeto e intentó levantarlo: pesaba considerablemente. ¿Quién lo había llevado al desván y por qué? ¿Lo había descubierto la policía? Y, en tal caso, ¿se hallaba encendido entonces?

Era un acuario olvidado y muerto, pero sus luces brillaban sin necesidad de electricidad. Y, de creer a Raquel, la puerta del desván se había abierto en el momento en que ella llegaba al rellano, igual que la puerta metálica de la parcela.

Cosas extrañas, doctor Ballesteros.

Se preguntó qué debían hacer ahora, por qué era tan importante aquel adorno en sus sueños, por qué Lidia Garetti (o quienquiera que fuese) lo mencionaba una y otra vez.

– Quizá debemos vaciarlo -sugirió la muchacha, como si le hubiera leído el pensamiento.

– Quizá.

Rulfo titubeaba. No le agradaban los enigmas. Siempre había actuado más por impulso que por deducción. Decidió, sin embargo, no apresurarse. Se agachó hasta rozar el suelo con la mejilla y observó la grava, los adornos, la corrompida materia de la superficie. Nada le llamaba especialmente la atención. Ambos castillos eran idénticos. Los puentes levadizos se hallaban descendidos y era posible observar el interior a través de las aberturas en arco.

De repente se incorporó.

– Dentro del castillo negro hay algo. Puede ser un pez muerto, pero voy a comprobarlo.

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