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– Es increíble… No nos conocemos, llevamos semanas soñando lo mismo, hemos comprobado que la casa existe y hemos venido la misma noche, al mismo tiempo… Joder!… -Empezó a reír en voz baja. Ella asintió en silencio. De pronto la risa de Rulfo cesó. Volvió a enfrentarse a la inagotable belleza de la chica-. Estoy asustado.

– Yo también -repuso Raquel.

– Escúchame. -Era una orden innecesaria, porque, pese a que ella no lo miraba, no parecía hacer otra cosa. Sin embargo, paradójicamente, fue en ese instante cuando lo miró por primera vez-. Te juro que no creo en fantasmas, ovnis, sueños que se hacen realidad o chorradas por el estilo, ¿entiendes? -La muchacha asintió con la cabeza al tiempo que musitaba: «Sí»-. Y tampoco creo haberme vuelto loco… Pero sé que hay algo que me ha traído aquí, que nos ha traído aquí a los dos, y quiere que entremos. -Aguardó una reacción que no se produjo-. Tú puedes hacer lo que te apetezca, yo voy a entrar. Quiero saber lo que es. -Abrió la portezuela.

La réplica de ella le sorprendió:

– Yo quiero irme, pero te acompañaré.

– ¿Por qué quieres irte?

Esta vez tuvo que aguardar más para obtener una respuesta. La muchacha miraba hacia el parabrisas.

– Preferiría seguir soñando.

La casa estaba abierta.

Rulfo no se explicaba cómo, ya que Ballesteros y él habían comprobado lo contrario apenas una hora antes, pero así era. Cruzaron el jardín bajo un celaje de lluvia diminuta, pasaron junto a la fuente de piedra, subieron las escalinatas del peristilo y empujaron suavemente la puerta principal, ampliando la hendija entre las dos hojas.

– ¿Hola? -llamó.

Nadie respondió. Un olor a madera, cuero y plantas les asaltó de improviso.

– ¿Hola?

La oscuridad y el silencio eran perfectos. Rulfo tanteó en la pared y presionó algunos interruptores. Las luces provenían de apliques indirectos y crearon una atmósfera más inquietante que la tiniebla. La muchacha entró, y Rulfo tras ella. Al cerrar la puerta tuvo una rara sensación: como si hubieran subido un puente levadizo. Como si la última oportunidad de pertenecer al mundo exterior les hubiese sido denegada.

Ya estaban dentro, significara eso lo que quisiera.

Esculturas, ánforas, jarrones tan altos como niños, animales petrificados, alfombras, un mobiliario señorial… ¿Cómo calificar aquello? La palabra correcta no era «lujo». «Antigüedad» encajaba mejor en aquel mundo de joyas, polvo y silencio, pero Rulfo sospechaba que los anticuarios no tenían esos objetos en sus casas sino en sus comercios. Todo estaba intacto, como si su propietaria viviera aún.

– Ella -dijo Raquel.

La señorita Garetti, esbelta y elegante, el pelo negro corto estilo años veinte, los contemplaba de pie desde un óleo de tamaño natural al fondo. Llevaba un tubular traje de fiesta negro con arabescos y solapas satinadas en color fucsia que dejaba sus cristalinos hombros y brazos desnudos. Bienvenidos, decía su expresión. Sin embargo, los labios rojos no sonreían.

La aristocrática Lidia y su casa-museo, pensó Rulfo. ¿Quién fue? ¿Quién había sido en realidad? ¿Qué hacía viviendo sola en aquel mausoleo desproporcionado? Nunca la conocimos y ahora está muerta, pero es ella la que nos ha traído aquí. Se acercó al cuadro y se fijó en algo: un medallón dorado colgaba del esbelto cuello de la mujer. Tenía la forma de una pequeña araña.

– Las escaleras -dijo Raquel.

Estaban a la izquierda, como en el sueño, y ascendían a la oscuridad. Ambos sabían adónde conducían. Se miraron.

– Quizá sea mejor que recorramos antes la planta baja -propuso Rulfo.

Una puerta de doble hoja los introdujo en las profundidades. Al poco tiempo Rulfo comprendió que estaban realizando el mismo recorrido que el asesino del sueño: un pasillo, un salón y, por fin, los dormitorios de las criadas. En las jambas persistían trozos de adhesivos de la policía. Entraron en el primero. Se encontraba completamente vacío, sin muebles. La cama se reducía al esqueleto del somier. Había manchas en el suelo enmoquetado. La limpieza, por lo visto, había llegado hasta cierto punto. No todo podía limpiarse, no todo desaparecía.

Abandonaron los dormitorios y pasaron de un salón a otro. Al abrir una de las últimas puertas, Rulfo se detuvo.

– La biblioteca -murmuró.

Estanterías de siete cuerpos con siete baldas cada uno, del suelo al techo, acristaladas, tapizaban las paredes. Rulfo se olvidó de las pesadillas, de la sensación ominosa de explorar una casa en la que nunca había estado pero que, de algún modo, ya conocía, y dio una vuelta hipnotizado por aquel vasto arsenal de libros. Intentó abrir una de las vitrinas en vano. Exploró el canto de los volúmenes y advirtió nombres en letras de oro. Había muchos tomos destinados a un mismo autor y numerados: William Blake… Robert Browning… Robert Burns… lord Byron… Algo en ellos le llamó la atención. Se dirigió a otras estanterías. John Milton. Pablo Neruda. Indagó en otra al azar. Federico García Lorca. Cruzó la sala hacia la pared opuesta. Publio Virgilio.

Nombres de escritores ilustres. Él los había leído a todos. Pero ¿qué tenían en común? Eran poetas.

Por un instante se quedó plantado en el centro de la habitación, perplejo. Se le había ocurrido algo extraño: aquél era, si acaso, el único vínculo que lo unía a Lidia Garetti.

– Vamos a las escaleras -dijo.

Regresaron al vestíbulo y subieron los alfombrados peldaños. Pero la muchacha se detuvo hacia la mitad.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rulfo.

– No sé.

Quedaron un instante escuchando el silencio. Luego continuaron subiendo y llegaron al pasillo alfombrado. Bustos de piedra lo flanqueaban. Los nombres en los pedestales estaban casi borrados, pero Rulfo pensó que habría podido reconocerlos con los ojos cerrados: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare…

Poetas.

Era evidente que la señorita Garetti adoraba la poesía. Pero en aquel momento lo único que importaba a Rulfo se hallaba unos metros más allá, al final del corredor.

Llegaron a la antecámara y, con mano titubeante, dio las luces. Aparecieron la puerta de doble hoja que conducía al dormitorio principal, las paredes de estuco, el pedestal de madera…

No había ningún acuario encima.

– Estaba aquí, encendido.

– Sí, yo también lo recuerdo -asintió Raquel.

Rulfo se acercó e inspeccionó la superficie del pedestal. Quedaban huellas de la presencia de un objeto rectangular. ¿Quién podría habérselo llevado? ¿La policía? ¿Y para qué?

Otra cosa le desasosegaba profundamente. Buscó el origen de tal sensación, pero no vio nada extraño. Finos muebles de cerezo adosados a las paredes soportaban fotos enmarcadas de Lidia Garetti. También había cuadros colgados. Al observar estos últimos, se detuvo. Eran por lo menos una docena de distintos tamaños, y en cada uno aparecía el retrato de una mujer, pero lo más llamativo era que, a diferencia de las fotos, ninguna parecía ser Lidia. Los estudió con más detenimiento. Vestuarios y técnicas pictóricas variaban bastante de uno a otro: había damas con miriñaques, pelucas, corsés, plumas, guardainfantes, faldas…, y óleos estilo Tiziano, Watteau, Manet… Entonces, en el cuello de una de las mujeres, advirtió un objeto conocido.

– Esa de ahí lleva el mismo medallón que Lidia, ¿ves? En forma de araña.

– Y ésa -indicó Raquel.

Intrigados, revisaron los demás. Cuando la posición de la figura lo permitía, un medallón idéntico -o que mostraba solo las diferencias con que los distintos pintores lo habían reflejado- se ofrecía ante sus ojos. Una araña dorada.

– Nos falta el dormitorio -recordó Rulfo.

Tomó el picaporte de la puerta de doble hoja. La abrió.

Solitaria, majestuosa, hundida en el silencio, la habitación parecía invitarlos a pasar. Pero aquel lugar sí había cambiado. Por completo. La luz procedía de bombillas desnudas torpemente instaladas en un techo agujereado. Casi todos los muebles habían desaparecido, así como las cortinas. La cama carecía de cobertores y el dosel de colgaduras. Aquí y allá se percibía la minuciosa labor de la ley: tenues marcas de tiza, trozos de adhesivo, innúmeras huellas de botas… Y olía, aunque Rulfo no hubiera podido decidir si bien o mal: un olor diferente al resto de la casa.

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