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Rulfo le daba la razón, en parte. Dos semanas después de su supuesta «visita» a la mansión de Provenza aún se mostraba incrédulo respecto de muchas de las cosas que recordaba.

– Esta clase de sectas tienen un arma muy poderosa -continuó Ballesteros-: la sugestión. Peores cosas han ocurrido en algunos lavados de cerebro y síndromes de Estocolmo. De modo que no intentéis convencerme de que leyendo a Juan Ramón Jiménez voy a hacerme invisible o me saldrán cuernos y rabo, porque no lo aceptaré. Soy un hombre racional, un médico. Y siempre he creído que el primer médico de la historia fue santo Tomás, que solo diagnosticó después de examinar las llagas. Y ya estamos en casa.

El automóvil descendió hacia la oscuridad del garaje. Allí estaba su sitio de siempre, esperándole.

El piso de Ballesteros, situado en la séptima planta de un edificio del barrio de Salamanca, era tal como Rulfo había imaginado: confortable, clásico, repleto de fotografías y diplomas. Pensó en la notoria diferencia con que el médico y él habían reaccionado ante la muerte de la persona a la que amaban: él escondía todos los retratos de Beatriz, Ballesteros llenaba cada rincón con los de Julia. La esposa de Ballesteros había sido muy hermosa y alegre. Aparecía en las fotos derrochando esa felicidad inacabable de las instantáneas tomadas en los mejores momentos. También había retratos de sus tres hijos: la hija había salido a la madre y el hijo mayor era una réplica larga y delgada del padre.

– Ésta puede ser tu habitación -le dijo el médico a Raquel. Era un cuarto espacioso y muy iluminado mediante una amplia ventana, con baño individual.

– Es maravillosa.

– La mala noticia es que el pesado de Salomón dormirá en una cama mueble junto a ti, al menos durante las primeras noches. No quiere dejarte sola.

En realidad, había sido Ballesteros quien había insistido en aquel punto. Los psiquiatras con los que había hablado no se mostraban especialmente preocupados por una recaída, pero él tenía la suficiente experiencia como para no olvidar las medidas elementales.

La muchacha miró a Rulfo, luego a Ballesteros, y volvió a sonreír. No parecía molestarle tal precaución. El médico propuso preparar el almuerzo y se dirigió a la cocina, pero Raquel lo detuvo.

– No, no, yo prepararé algo -se ofreció.

– No es necesario. Yo puedo…

– No, no, de verdad. Además, me apetece realizar alguna actividad.

– ¿Te encuentras bien de veras?

– Todo lo bien que puedo estar. -Esbozó una tímida sonrisa-. Gracias a vosotros.

Para Rulfo, aquella sonrisa fue casi una luz.

Ballesteros, que casi nunca almorzaba en casa (desde la muerte de su esposa le resultaba insoportable la ancha soledad del apartamento), insistió en revisar qué había en la despensa y se alejó. Raquel entró en su habitación. Rulfo se disponía a seguirla cuando percibió que una sombra se cernía sobre él: la puerta se estaba cerrando.

– ¿Raquel?

Cogió el pomo. En ese momento escuchó algo. Un sonido mínimo y vulgar, pero le heló la sangre.

Un pestillo.

– ¡Raquel! -Probó a abrir infructuosamente.

Recordó la gran ventana de la habitación: iluminada, amplia, en un séptimo. Sintió que la boca se le secaba.

Ballesteros acudió de inmediato. Se maldecía por no haber recordado a tiempo aquel pestillo (la habitación había pertenecido a su hija, que se preocupaba por la intimidad). Arrojó su enorme corpachón contra la puerta en vano. Entonces los dos hombres tomaron impulso a la vez y realizaron un nuevo intento. La abrazadera del pestillo saltó por los aires y ambos se precipitaron dentro de la habitación. Ha fingido, pensaba Ballesteros. Dios mío, ha estado fingiendo justo para

abajo

poder quedarse un segundo a solas… Es increíble…

abajo, a siete pisos de distancia

¿Qué clase de… de persona puede tener esa… frialdad…?¿Cómo se puede fingir…?

– ¡Raquel…!

La ventana estaba abierta y los visillos blancos se agitaban como pañuelos diciendo adiós.

Abajo, a siete pisos de distancia, la muchacha yacía sobre la acera como una muñeca rota.

– Debo bajar -murmuró Ballesteros por fin, apartándose de la ventana. Quiso añadir: «Quizá pueda hacer algo», pero le pareció demasiado ridículo.

En la calle, la gente empezaba a rodear el cuerpo. Venían corriendo de todas partes. Miraban hacia arriba, señalaban. Podía distinguirse el uniforme azul de un municipal.

Mucho más tarde, al recordar aquellos momentos, Rulfo apenas obtenía otra cosa que una llovizna de sensaciones dispersas (el aire frío de la mañana, el cielo índigo, la dureza del antepecho en que se apoyaba, la acera como una larga lápida de granito, un transeúnte vestido de rojo) y, en medio de todo, la nítida imagen de Beatriz, ahora destrozada sobre la calle, pero siempre ella, la mujer que lo había amado, la única a la que había amado de verdad.

En ese instante comprendió que había estado intentando resucitar a Beatriz mediante Raquel y Susana. Ésa era la auténtica razón de sus «buenas» acciones. Aquellos últimos y agobiantes días de hospital habían formado parte de esa voluntad de saldar cuentas. No se había enamorado de Raquel, y lo supo de repente, la certeza centelleó ante sus ojos como una luz. Había gozado con ella más que con ninguna otra mujer y la compadecía hasta el infinito, pero nada de eso era amor. El diablo sabe lo que es, pero no es nada de eso. Y con Susana le había ocurrido otro tanto. Solo había amado a Beatriz Dagger. Beatriz también había muerto, pero en la distancia, invisible e inalcanzable, y él había pretendido expiar la culpa de esa lejanía intentando amparar a aquellas dos mujeres. Su primer fracaso había sido Susana.

Ahora contemplaba sobre la acera su segunda y última derrota.

Para Ballesteros, aquel recorrido de siete pisos en ascensor fue como bajar al infierno.

Una voz interior le repetía que no era culpable de nada, pero hasta aquella voz sabía que sus palabras no eran sino un pobre consuelo. ¿Culpable? No, no la había asesinado. Sin embargo, en cierto modo, sí lo era, de igual forma que lo había sido de la muerte de Julia. Y allí estaba otra vez, dentro de un coche humeante y retorcido con olor a sangre, contemplando a su víctima. Pensó que toda su vida no era sino un cúmulo de delitos secretos. Traicionaba a sus pacientes, engañándolos con falsas esperanzas. Traicionaba el recuerdo de Julia cada vez que miraba a Ana. Y ahora había traicionado mortalmente la confianza de aquel hombre (que, pese a todo, había decidido compartir con él su sufrimiento), por no mencionar la de aquella muchacha desconocida.

Culpable. Claro que sí. ¿Acaso esperabas otra cosa?

Sin embargo, el trayecto también le permitió recobrar la serenidad y volver a adoptar la máscara de médico abnegado. Cuando salió al portal, y de allí al día luminoso y frío, ya no quedaban vestigios del hombre atormentado por los recuerdos. Era, de nuevo, la herramienta siempre dispuesta a servir de ayuda.

En la acera el público había ido apiñándose hasta formar un corro nutrido y compacto de espaldas inclinadas. Los últimos en llegar se alzaban de puntillas. Ballesteros detestaba especialmente a esos individuos morbosos que, más allá de la compasión o las razones humanitarias, actuaban como coleccionistas visuales de entrañas, cerebros y rostros taladrados por disparos o golpes. Con aquellos tipos carecía de paciencia. Pensaba que era debido a que, por su profesión, no veía otra cosa en el estropicio de las muertes que el horrendo sufrimiento de las vidas.

– Apártense, por favor, soy médico.

Entonces se dio cuenta del inmenso silencio.

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