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Cuando a él le dieron el alta, ella ya estaba despierta. Ballesteros había afirmado que eran viejos conocidos de su consulta que abusaban del alcohol y las drogas, y había presentado sendos informes. Ella era una inmigrante húngara, les dijo, pero sus papeles estaban tramitándose convenientemente. Ahora todo consistía en esperar a que se recuperara también.

El médico estuvo muy pendiente de su estado y avisó a Rulfo cuando la trasladaron desde la UVI a la sala de observación. Rulfo la encontró acostada en la cama y completamente inmóvil, como en la ocasión anterior. La única diferencia era que ahora tenía los ojos abiertos. El silencio la rodeaba como el aura que nimba a los santos. Se acercó, la miró a los ojos y descubrió que ni siquiera ellos hablaban: permanecían negros y mudos como cadáveres de sí mismos, fijos en algún punto del techo. Una botella de suero goteaba lentamente hacia su sangre. La medicina mantenía su vida bajo arresto domiciliario.

– Raquel -susurró.

El nombre le dolió en la boca como el agua helada en un diente cariado. Ella no dio a entender que lo hubiese oído.

– No quiere comer, ni beber, ni hablar -dijo la enfermera.

Pidió quedarse junto a ella. Los acompañantes no estaban permitidos en aquella sala, pero Ballesteros intervino de nuevo y le dejaron ocupar una butaca día y noche. Lo que más deseaba era cuidarla: ayudaba a lavarla, insistía una y otra vez en que probase la comida, permanecía despierto hasta que comprobaba que ella se dormía. Dos días después, la vio sonreír por primera vez. Las enfermeras que la atendían se alegraron y le dijeron que quizá se debiera «a los desvelos de este señor». Cuando se quedaron a solas, ella se volvió hacia Rulfo sin perder aquella sonrisa.

– Mátame -dijo.

Por toda respuesta, Rulfo se inclinó y la besó ligeramente en los labios resecos. Ella le miró. En su mirada había un yermo de odio tan abismal que él se sintió desamparado. Comprendió que la Raquel de antaño había desaparecido para siempre.

Ballesteros los visitaba casi a diario. Supervisaba personalmente la evolución clínica de la muchacha y siempre encontraba unos cuantos minutos para charlar con ambos. Sabían que no podían hablar con libertad en aquellos momentos, pero Rulfo ya le había explicado a ella que Ballesteros «lo sabía todo» y solo pretendía «ayudarles». A ella no parecía importarle tal circunstancia. Seguía negándose a comer, se movía como un muñeco, respondía con monosílabos.

Cuatro días después del alta de Rulfo, Ballesteros le habló en privado.

– Los psiquiatras dicen que si su situación no mejora para la semana que viene se están planteando un tratamiento más radical. -Rulfo no entendía-. Electroshock -aclaró.

– Jamás les dejaré que hagan eso.

– Está perfectamente indicado en estos casos -le tranquilizó Ballesteros-. Plantéatelo de esta forma: lo peor que le puede ocurrir es que se quede como está.

– Pues que le den el alta. Vamos a llevárnosla de aquí.

– Eso es una tontería. Si no mejora, ¿dónde vamos a llevarla? ¿Dónde la cuidarán mejor que en un hospital…? Lo que hay que conseguir por todos los medios es que mejore. No puede seguir así. La miro y me dan escalofríos, pobrecilla… Es como si no soportara ni el aire que la rodea. Da la impresión de que, si pudiera, hasta dejaría de respirar. Está viviendo un infierno.

– Tiene motivos -replicó Rulfo mirando al médico fijamente.

– No me importan ahora esos motivos -repuso Ballesteros, pálido-. Sea quien sea y le hayan hecho lo que le hayan hecho, es una persona hundida en un pozo del que no quiere salir. Nuestro deber es sacarla de ahí. Luego podremos sentarnos tranquilamente a hablar de los motivos de cada cual…

Rulfo terminó asintiendo. La voz de Ballesteros era lo único racional que había escuchado en aquellos días de caos. Esa misma noche, mientras se dormía contemplándola en la penumbra de la sala entre siseos de oxígeno, respiraciones y toses de enfermos, tuvo un sueño. Vio a la muchacha y al niño de pie bajo un arco con dovelas en una ciudad desconocida. Estaban cogidos de la mano y las sombras los enmascaraban a ambos. Entonces escuchó la voz de ella: Acércate y mira lo que le hicieron.

Mira

lo que le hicieron a mi hijo.

Era lo que menos deseaba, pero comprendió que tenía que hacerlo, porque no era justo que ella sobrellevase sola aquella verdad espantosa. Se aproximó, temblando. Sentía tanto miedo que creía que iba a enloquecer. A la muchacha la veía muy bien, pero el niño seguía siendo un bulto bajo las sombras. O no exactamente: empezaba a distinguir una estaca clavada en el suelo y, sobre ella… Acércate y mira. Mira lo que le hicieron. Despertó con un hondo escalofrío de terror segundos antes de contemplar lo que ocultaban aquellas sombras y pensando que Raquel se había levantado de la cama.

Pero la muchacha seguía inmóvil en medio de la oscuridad.

Aquella mañana se permitió un descanso. Bajó a la cafetería y pidió un desayuno un poco más abundante del usual, que no era otro que el que le servían a ella, ya que la muchacha rechazaba toda la comida y al personal que la cuidaba no le importaba que Rulfo la aprovechara. Pero empezaba a sentirse exhausto. Necesita moverse, salir de aquella sala inclemente. Además, deseaba telefonear a César. Ignoraba lo que había ocurrido con Susana y él. Había leído todos los periódicos que habían caído en sus manos pero no había encontrado nada, aunque tampoco sabía muy bien qué esperaba encontrar. Lo llamó. César seguía sin coger el teléfono. Debo ir a su casa, pensó con enorme preocupación.

Pero al regresar a la sala le aguardaba una sorpresa.

– ¿Qué le parece? -dijo la auxiliar muy contenta-. ¡No ha dejado ni las migas!

Le mostraba la bandeja del desayuno con el vaso de café con leche vacío y un plato limpio que antes había contenido una tostada.

– Y no la ha tirado ni la ha escondido, ¿eh? -advirtió la mujer llevándose un dedo al ojo-. ¡Que nosotras hemos estado bien pendientes!

Sentada en la cama, sonriente, rodeada de enfermeras y auxiliares, la muchacha parecía una niña buena que hubiera logrado, tras cierta dificultad, superar todos los exámenes.

– Buenos días -dijo. En sus ojos aún flotaba la tristeza, pero el cambio había sido espectacular.

En connivencia con su alta, la mañana nació soleada, azul y quieta, alejada por completo de los rigores grises de los días previos. Pese a todo, los árboles desnudos y la presencia de abrigos anunciaban que el otoño estaba despidiéndose de Madrid. Ballesteros se tomó el día libre y los llevó en su coche. Había insistido en que se alojaran en su casa. Allí había sitio de sobra para los tres, dijo, y ahora que él también sabía la verdad, creía conveniente que estuvieran juntos. Ni Rulfo ni Raquel pusieron objeciones a su ofrecimiento. No obstante, durante el trayecto (con Raquel dormida en el asiento posterior), Rulfo se vio obligado a decir algo.

– Hospedarnos en tu casa implica un grave riesgo para ti, Eugenio. Supongo que lo sabes.

– Estoy dispuesto a asumirlo. -Ballesteros frenó ante un semáforo en amarillo con cautela de conductor precavido-. Ya te dije en su momento que estamos metidos en esto los tres, nos guste o no. Por otra parte -agregó, clavando sus ojos grises en Rulfo-, aún no me habéis convencido del todo. He soñado algo extraño, sí, pero no me he vuelto brujo, o exorcista por ello… No aceptaré que me habléis de poemas que producen cosas al ser recitados y absurdos de ese estilo… Admito que nos ha ocurrido algo fuera de lo común… Incluso estoy dispuesto a creer que existe un… un grupo de… Bueno, llamémoslo una secta. Pero solo llego hasta ahí. No es que ponga en duda lo que me has contado: te creo, creo que habéis vivido todos esos horrores, pero estoy seguro de que si te preguntara ahora cuántas de esas cosas piensas que han sido reales, tan reales como estos árboles, la calle Serrano o las aceras, dudarías antes de responder…

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