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– Bueno, no sé si tenéis apetito, pero yo sí -dijo Rulfo.

Le agradó comer con ellos, los tres sentados a la mesa. Observó al niño. Comía con las manos, parsimoniosamente, sin elevar la vista. Tenía el cabello pajizo y mal cortado, aunque parecía limpio. Sus sugestivos y grandes ojos azules y su fina boca rosada no eran de Raquel. Era muy hermoso, a su modo, pero resultaba obvio que había salido al padre, fuera quien fuese. Y existía otra detalle. Después de que ella le explicara la clase de horrenda vida que había llevado, Rulfo esperaba una expresión vacía, un temperamento apagado de borrego triste. Sin embargo, emanaba de su semblante y sus gestos una callada pero indudable personalidad, una dignidad que le sorprendió. El aspecto taciturno de su rostro no lograba socavar aquel aire casi majestuoso que lo rodeaba, incluso cuando, tras terminar en un santiamén los trozos de tortilla, inclinó la cabeza y recorrió el plato con rápidos lametones.

En un momento dado, el niño elevó la vista y sorprendió la mirada de Rulfo. Éste la apartó al instante, pero se dio cuenta de que el pequeño seguía mirándolo. Le sonrió en vano: la seriedad de aquellos labios era exhaustiva. En su carita no había vestigios de timidez o cobardía, pero sí una espantosa soledad y el recuerdo de un sufrimiento denso. Rulfo sintió un nudo en la garganta al pensar en la clase de vida que había generado aquella mirada. Cayó en la cuenta de que no sabía su nombre. Le preguntó a Raquel.

– Laszlo -dijo ella después de un titubeo.

Tras asegurar la puerta con la cadena y colocar delante una cómoda en previsión de visitas tan inesperadas como la de la noche anterior, Rulfo le propuso que durmiera con su hijo en la cama, y añadió que él se las arreglaría con el tresillo. Pero la muchacha se negó.

– No está acostumbrado a dormir con nadie. Dormirá mejor en el tresillo.

Lo decidieron así. Sin embargo, él no quiso dejar al niño solo en el comedor. Sacó unas sábanas, extrajo los cojines del tresillo y confeccionó una pequeña cama a los pies de la suya. El niño aguardó hasta que el lecho estuvo preparado y se acostó con los soldaditos en la mano. Se durmió enseguida. Cuando Raquel regresó del cuarto de baño y se introdujo en la cama, Rulfo apagó las luces.

El silencio se dilató en las tinieblas como una pupila.

Tenía muchas cosas que contarle: su encuentro con la niña, el teatro, las amenazas y el anuncio de aquella cita a la que ambos debían acudir (aunque aún no sabía cuándo ni dónde sería), pero comprendió que no era el momento apropiado para hablar de todo ello. Sin embargo, descubrió muy pronto que no podía dormir. Era imposible hacerlo al lado de ella. Aunque no la tocara, la sentía cerca, la oía respirar, percibía el longilíneo calor de aquel cuerpo perfecto. Se preguntó por un instante si lo que pensaba hacer estaría bien, con el niño tendido a los pies de ambos, y si a ella le apetecería. Pero reaccionó ante el impulso. Llevó una mano hacia la piel que yacía a escasos centímetros, una mano titubeante como una pregunta.

La muchacha, que parecía haberlo esperado, respondió girando en un silencio de planeta y le besó.

Todo había cambiado para ella.

Ya no se entregaba como un árbol vivo, las ramas de sus brazos en alto, intentando que los frutos de su cuerpo quedaran al alcance de los dedos que la invadían, consciente de que podía ser usada de muchas maneras, incluso golpeada o azotada. Había liberado su carne de las perdurables anillas que Patricio había engastado sobre ella, al igual que del collar. Ahora solo la dominaba su deseo. Se sentía a gusto acariciando y dejándose acariciar por Rulfo, besándolo y siendo besada. Ignoraba si había algo más en aquel sentimiento de puro placer, pero, por el momento, se contentaba con experimentar la dulce y postergada felicidad de compartir el goce con otro cuerpo.

Se esforzó en ser suave y prudente. Comprendió que ella necesitaba sobre todo su ternura. Tras un lapso de caricias y besos permanecieron abrazados, armonizando sus respiraciones. Rulfo se preguntó entonces si amaba a aquella muchacha. No lo creía así, y no lo deseaba. La experiencia con Beatriz le había enseñado que el amor también era doloroso. Sin embargo, al lado de Raquel se sentía como jamás se había sentido con nadie. Quizá no se trataba de amor, pero tampoco era un deseo ciego, autosatisfecho.

Aún abrazado a ella, bajó la cabeza y se apoyó en las dunas de sus pechos. Escuchó su corazón terrorífico, carnal, como un golpe de piedras contra el oído.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó ella de repente.

– ¿Qué?

– ¿No has escuchado algo?

El se irguió. Todo estaba en silencio.

– Solo tu corazón -dijo.

Pero ella parecía repentinamente alarmada. Se incorporó y rastreó la oscuridad. Rulfo la imitó. La habitación seguía como antes: quieta, sumida en tinieblas.

– ¿Qué has oído?

– No sé…

Al abrazarla percibió su carne fría y erizada. Entonces volvió a oír los latidos.

Pero ahora no procedían del pecho de la muchacha.

allí

Eran ruidos secos, rítmicos, y sonaban en el comedor. Se quedaron petrificados escuchando cómo aquellos retumbos se acercaban. Blam, blam

De pronto Rulfo creyó ver algo imposible.

allí quieta

El corazón de Raquel, rojo y enorme, penetrando en el dormitorio, saltando y latiendo, estrellándose en la mesilla de noche.

La pelota rebotó tres veces más. Luego se detuvo. Y, silente como la llegada de la muerte,

allí quieta, en las sombras

entró la niña.

Allí quieta, en las sombras.

Con el mismo vestido roto. En sus ojos flotaba una tenue luminiscencia de luciérnagas destrozadas.

– No la mires -dijo Rulfo-. Aleja al niño de ella.

La muchacha obedeció sin hacer preguntas: se deslizó fuera de la cama y envolvió al pequeño, que seguía dormido, en sus brazos. La cabeza de la niña giró un instante hacia ellos y retornó a su posición original.

– Meteos en el cuarto de baño -indicó Rulfo, y tendió la mano hacia el interruptor de la mesilla.

Por fin pudo ver bien lo que tenía delante.

Plantada en el umbral del dormitorio, la niña permanecía rígida con los ojos fijos en los suyos y los labios distendidos. Su sonrisa y su rostro eran pavorosamente bellos, pero Rulfo pensó que hubiera preferido mil veces contemplar un cadáver corrompido que aquella máscara falsa de muñeca muerta. Porque ahora se daba cuenta de algo que en su anterior encuentro no había logrado percibir del todo: aquello no era una niña.

Ignoraba qué otra cosa podía ser, pero no era una niña, ni un ser humano, ni nada que se le pareciese. Si no mirabas esos ojos azules, vacíos e impersonales, el disfraz resultaba aceptable, como el que adopta la oruga de la falena sobre una rama.

Los ojos eran el error.

– A las doce de la noche del treinta y uno de octubre -dijo la niña cuidadosamente, sin entonación. Luego agregó una dirección concreta: un almacén abandonado situado en una comarcal de las afueras de Madrid-. Tú y la chica, tan solo. Con la imago. Nadie debe saberlo.

Había hablado con exacta tranquilidad, sin dejar de mirarle. A Rulfo le dio la impresión de que sus ojos estaban a punto de desprenderse de las órbitas. Eran como adornos mal colocados. Se le caerán, pensó. Imaginó la horrible escena: aquellos globos oculares estrellándose contra el suelo como pequeñas esferas de cristal y dejando dos oquedades detrás, dos aberturas por las que la noche de su cerebro (si es que aquella cosa tenía cerebro) lograría asomarse. Y quizá él sentiría entonces el soplo de esa noche ocular. Quizá percibiría el mal aliento de su mirada.

30
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