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En el suelo, entre ambos, brillaba el collar con el nombre de Patricio grabado en la delgada placa. Ella acababa de arrancárselo.

– ¿Dónde está? -preguntó Rulfo.

– En el dormitorio.

Fue hacia allí. El cadáver se encontraba en el suelo, junto a la cama, cubierto con sábanas. Le pareció una imagen escalofriante y casi simbólica, con aquellos espejos multiplicando la horrenda figura por la habitación. Pero, cuando se acercó y levantó un extremo de la sábana, comprendió que aún no lo había visto todo. Aunque para él era un hombre desconocido, tuvo la certeza de que ni su propia madre lo habría podido identificar.

Durante un instante permaneció contemplando aquella cosa y preguntándose qué iban a hacer a continuación. Ni pensar en llamar a la policía, desde luego. Eso solo les traería complicaciones, y quién sabe qué clase de cargos pesarían contra ella cuando se demostrara que había torturado a su víctima antes de matarla. Otra duda le inquietaba: ¿podía fiarse de Raquel? Lo ignoraba, pero deseaba hacerlo. Incluso comprendía el motivo por el cual le había dado un número de teléfono falso: era ella, a fin de cuentas, quien tenía razones más que suficientes para desconfiar de él, a causa de la vida que había llevado.

Tomó la decisión de repente, como acostumbraba, esperando tan solo que fuera lo mejor para ambos. Sacó un pañuelo y limpió todo lo que recordaba haber tocado. No le preocupaban tanto los rastros que hubiese dejado la muchacha: si carecía de papeles, lo más probable era que la policía no tuviera sus huellas. Pero no apostaba a que sucediera lo mismo con las suyas, y era importante que no lo relacionaran en modo alguno con aquel cadáver.

Cuando regresó al comedor, comprobó que ella no se había movido. Permanecía inclinada, contemplándose las rodillas, las abrumadoramente largas y blancas piernas desnudas, el pelo negrísimo desplomado sobre los hombros, la toalla como única prenda. Su belleza seguía pareciéndole turbadora. Necesitaba pensárselo dos veces antes de apartar los ojos del tropismo de su cuerpo.

– ¿Crees que los vecinos han podido oír algo? -le preguntó.

– No lo sé.

– Te diré lo que vamos a hacer: vendrás conmigo. Te esconderás en mi casa. No puedes esperar aquí a que alguien eche de menos a Patricio y caiga en la cuenta de que lo último que hizo fue visitarte.

– De acuerdo.

– Y otra cosa. ¿Tienes la figura que sacamos del acuario?

Ella demoró unos segundos en contestar.

– Sí.

– La quieren. Después te lo explicaré todo. Se trata de algún tipo de secta. Han registrado mi apartamento y me han amenazado. Te aseguro que saben hacerlo.

– Lo sé. -Le contó la visita del hombre de las gafas negras la noche anterior y el hallazgo de la figura. Quería ser sincera: le reveló, incluso, que había tenido que mencionar su nombre.

– Hiciste bien -dijo Rulfo-. Estamos metidos en esto los dos. Además, por ahora solo se han limitado a las amenazas. En cualquier caso, dame la figura. Debemos entregársela.

– ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho: la quieren.

– No podemos hacerle eso.

– ¿A quién?

La muchacha pareció confundida un instante y buscó algún tipo de respuesta.

– A ella… A Lidia Garetti… No sé… La figura era suya.

– Eso no lo podemos saber.

– Era suya -insistió ella-. Ahora quieren quitársela.

– Eso no es asunto nuestro. Dámela. Es mejor que la tenga yo.

Sus miradas se enfrentaron. Los ojos de la muchacha chispeaban. Por un momento a él le pareció que se negaría. Entonces la vio levantarse de la silla y salir de la habitación. Regresó con algo en la mano y lo dejó caer en la palma extendida de Rulfo. Él contempló la figura sin rasgos con la palabra «Akelos» grabada detrás y la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– No voy a arriesgar nuestras vidas por esto. ¿Vas a llevarte algo más?

– Sí -dijo la muchacha mirándolo fijamente-. Está en la habitación del pasillo.

– Pues cógelo, vístete y vámonos.

Ella seguía mirándolo.

– Voy a vestirme. Cógelo tú, por favor.

– ¿Qué es? ¿Una maleta?

– No. Lo verás enseguida, nada más entrar.

Rulfo salió al pasillo y se acercó a la puerta cerrada. Pensó que daba a otro pequeño dormitorio. Hizo girar el pomo con el pañuelo. Lo recibió una inesperada oscuridad. Quiso avanzar, pero un ruido de arañazos lo detuvo, como si dentro se ocultara algún animal. Se quedó en el dintel, sorprendido. Cuando sus pupilas se amoldaron a la tiniebla, distinguió un camastro en el suelo y otros objetos desperdigados.

Pero toda su atención se dirigía hacia lo que había al fondo de la habitación.

El niño le devolvió la mirada con ojos muy fríos.

Pese a que formaban un trío llamativo, pasaban desapercibidos en un barrio como aquél. Con todo, escogieron las horas nocturnas para aparecer.

El hombre fue el primero en salir. Era robusto, de baja estatura, y presentaba cierto aspecto de desaliño, con la descuidada barba negra y el pelo rizado, que, sin embargo, no menguaba su indudable atractivo físico. La camisa que llevaba no parecía apropiada para la temperatura de aquella noche de finales de octubre. Pero los que salieron tras él vestían de manera más extravagante. La muchacha, de larga cabellera negra, muy joven, llevaba cazadora de cuero, minifalda, medias y botas hasta el tobillo, todo con señales de uso frecuente. Caminaba abrazada a un bulto que, sin duda, era un niño en zapatillas abrigado con una chaqueta negra de adulto.

Atravesaron el patio en silencio. La frialdad del ocaso reciente aromaba la atmósfera por encima de los contenedores atestados y el olor a comida procedente de las minúsculas viviendas.

– Lo tuve muy joven. Casi cuando era niña. No sé quién es el padre.

Rulfo distinguía las sombras de Raquel y su hijo por el retrovisor. Las luces dispersas de los coches, que eran como prolongaciones de la ciudad, se reflejaban en los ojos abiertos del chaval.

– Vive conmigo desde siempre. Yo no quería que lo viera nadie porque pensaba que… que la gente que me visitaba podía… hacerle daño. Le había enseñado a no moverse de esa habitación…

A Rulfo le costaba concentrarse en el tráfico. Mientras escuchaba a Raquel, su mente retrocedía una y otra vez a la horrible imagen de aquel niño de apenas seis años encerrado en el miserable cuartucho con varios soldados de plástico repartidos por el suelo y un cubilete con comida y otro con agua. Le parecía espeluznante, como comprobar que el infierno existía. Aunque periódicos y televisiones daban a diario noticias así, comprendió que no era lo mismo contemplarlo a través de la protección de un papel o una pantalla que encontrarlo en la realidad cotidiana de su propia ciudad.

– Patricio era el único que lo sabía, y me hacía obedecer amenazándome con hacerle algo… Hoy quiso llevárselo y no se lo permití. Es la única razón por la que sigo viva. La única. Me habría matado si él no llega a estar conmigo, te lo juro. No dejaré que nadie me lo quite. Te lo juro.

Se percató de algo. La voz de la muchacha no parecía muy diferente de la que ya conocía, pero sus palabras sí. Se expresaba con más soltura, como si su vocabulario hubiese mejorado. Y su tono denunciaba una firmeza inusitada. Parecía haberse vuelto más fuerte, menos dócil.

Su casa continuaba convertida en un lamedal de objetos. Se disculpó, comenzó a recoger cosas y Raquel lo ayudó en diligente silencio. Luego Rulfo entró en la cocina y preparó una cena ligera a base de tortilla francesa y ensalada. Mientras ponía la mesa, descubrió que madre e hijo continuaban sentados donde él los había dejado, abrazados, silenciosos. Ella no tenía ropa para cambiarse, por lo que Rulfo le había dejado su albornoz de baño. El niño llevaba su propio y sucio pijama rojizo, y una de sus manitas se cerraba sobre el ramillete de soldados de plástico que había traído consigo.

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