Ahora bien, en aquel negocio, como en todos, existían diferencias. Y Patricio tenía que reconocer que Raquel era distinta.
Hacía cinco años que la conocía. Era huérfana y había venido sin documentación. Los que se la vendieron le dijeron únicamente que se llamaba Raquel y que estaba obligada a trabajar sin cobrar un centavo. A él no le importaban tantos secretos: si la mayoría de las chicas que recibía carecía de pasado aunque lo recordasen, ¿qué mas daba que aquélla lo hubiera olvidado? Nada más verla la había tomado bajo su protección, incluyendo lo que traía consigo, y, aunque al principio había pensado que había hecho un mal negocio, la muchacha había terminado saliéndole barata. No se había arrepentido nunca de acogerla. Raquel era única: por eso era suya. Patricio no le regalaba una gargantilla con su nombre a cualquiera, ni siquiera a Silvina, su actual compañera, una zorra lista y agradecida, pero es que Raquel era oro molido, un animal sumiso y hermoso, un bombón, para qué decir más. Estar con ella costaba caro, porque era perfecta. No solo su cuerpo, su silueta de modelo de pasarela pero bien pertrechada en los lugares en que casi todas las de su especie parecían tablas de estantería, también su carácter. Sus compañeras eran unas pervertidas o unas rebeldes, pero ¿quién había como Raquel? Había nacido para obedecer.
¿Qué te pasa con la húngara, Patricio?No te la quitas de la cabeza.
Cierto. La muchacha le obsesionaba especialmente. A veces se despertaba a medianoche después de soñar que le hacía cosas terribles. Ignoraba la causa exacta de tales sueños, porque bien sabían su madre y Dios que él, a diferencia de sus selectos clientes, no era ningún sádico. En su juventud había matado con sus propias manos aun hombre que había dejado ciego a un perro. El dolor innecesario no le gustaba, menos aún en los animales y las mujeres. Pero con Raquel todo parecía distinto.
De hecho, le había agradado, en parte, aquel conato de rebelión.
No mucho. Solo en parte. Lo suficiente para que él pudiera marcarle los límites.
Regresó al saloncito y se acercó a ella con el vaso de ron en la mano. La muchacha apartó la cara.
– Eh, qué te pasa… No voy a pegarte más. Ya está. Todo perdonado. -Le acarició la cabeza-. Esta tarde irás al club, ¿de acuerdo?
– Sí.
– Luego a las citas. A todas.
– Sí.
– Por cierto, ¿cómo se te pasó por la cabeza esa estupidez de largarte? ¿Alguien te dijo que lo hicieras?
– No.
– No me mientas.
– No.
La cogió del mentón y le levantó el rostro. La muchacha parpadeó, pero no hizo ademán de rechazarlo.
– Entonces, ¿fue idea tuya?
– Sí.
– ¿Y por qué…? Mírame… -Ella volvió a parpadear. Aquellos ojos turbios y negros lo enajenaban: eran sus joyas preferidas-. ¿Por qué quieres dejarme? ¿Es que Patricio no te trata como mereces?
La muchacha no contestó. Por un instante, contemplando aquel rostro intachable, él se preguntó si le estaría mintiendo. Pero, no, era imposible. La conocía demasiado bien. Raquel era tan incapaz de mentir como de volar por los aires. Era un animal tímido, apocado, y precisamente aquel rasgo de su carácter era el que más le gustaba. De hecho, seguía intrigándole su modesta rebelión. Se había quedado mudo de asombro aquella mañana, cuando ella se lo dijo por teléfono. Sencillamente, no podía creer que hubiera tomado tal decisión por su cuenta. La confianza que había depositado en ella era absoluta. Casi todas las mujeres del club vivían encerradas o vigiladas de alguna forma, pero a Raquel podías abandonarla en el interior de una jaula de chimpancé y darle la llave, que jamás saldría sin permiso, y él estaba seguro de eso. No en vano la había dejado ocupar aquel apartamento solitario. Y, sin embargo, ahora… ¿Qué había ocurrido? Le parecía… Casi juraría que había cambiado. Una mutación apenas perceptible, pero que no pasaba desapercibida para él. ¿Más decidida, quizá? ¿Más voluntariosa? A lo mejor se había hecho de un amigo en aquel barrio de inmigrantes.
Fuera como fuese, era preciso asegurarse de que no se repetiría. Ella sabía lo que le ocurriría si traicionaba las reglas del club, pero, pese a todo, no podía arriesgarse a dejarle las tuercas flojas. Piensa con sensatez, Patricio, decía mamá.
De pronto recordó algo.
– Ay, coño, el café.
Pero, en la cocina, la cafetera solo estaba un poco tibia.
Mierda de llama.
Volvió a servirse ron. Ya sabía lo que iba a hacer. A ella no le gustaría, pero tendría que aguantarse. Era necesario tomar medidas para que los últimos rescoldos de rebelión quedaran extinguidos.
La muchacha lo vio dirigirse a la cocina y siguió inmóvil, hecha un ovillo en el suelo, silenciosa. Le dolían el labio y el vientre, donde él la había golpeado, pero lo que más la atormentaba era haber pensado alguna vez que la dejaría marcharse. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?
Naturalmente, no era cuestión de comunicarle sus intenciones en aquel momento. Ahora solo deseaba que su enfado desapareciera. Ella haría todo lo posible por que ocurriera así. Luego, cuando la dejara en paz, seguiría adelante con su plan. Tenía pensado irse muy lejos, vivir escondida en cualquier sitio durante una temporada hasta que él se aburriera de buscarla. Después se iría todavía más lejos. Patricio no volvería a verla nunca.
No había sido tan malo como había temido. Cuando recibió el primer puñetazo, se refugió en la tumba en llamas de su imaginación. No ofreció resistencia: pensó que él la mataría y casi lo deseó. Convertida en la mujer que yacía en la tumba, apenas sentía dolor. Ahora era preciso que él creyera que todo volvía a ser como antes. Estaba dispuesta a obedecerle. Por el momento.
Lo vio regresar al salón con el vaso en la mano. Bajó los ojos.
– Te he enseñado mucho, pero aún tienes mucho que aprender. -Ella no dijo nada. El hombre se acercó-. Eres virtuosa, Raquel. No te creas lo que te dicen los clientes de mierda… Créeme a mí: a diferencia de la mayoría de las chicas, tú eres virtuosa. Pero, para seguir siéndolo, es necesario sufrir. ¿Cómo se dice «virtuosa» en húngaro?
– No sé.
– No me extraña. -Patricio se pasó la mano por la cabeza, apartando oleadas de sudor-. Por lo pronto, te anuncio algo. -Y añadió una sentencia inesperada.
Sintió el impacto de aquella frase como el puño que la había golpeado minutos antes. Sin embargo, supo que ninguna tumba imaginaria podría protegerla de un golpe así. Levantó la cabeza y lo miró con ojos llenos de espanto.
– No pongas esa cara, húngara… ¿Qué pensaste? ¿Que Patricio Florencio era idiota…? No fastidies. Ahora te muestras muy perra, y mañana agarras la maleta y te largas, ¿verdad…? Ni hablar. No tropiezo dos veces en la misma piedra. Ya está decidido.
No, no estaba decidido. No podía estarlo. Tenía que hacer algo, y pronto.
Apoyó las manos en el suelo y habló con suavidad, en un tono lo bastante alto como para que él la oyese desde aquella posición.
– Patricio, por favor… Te juro que me quedo. Te lo juro.
– Claro que te quedas. Pero no como antes.
– Por favor…
– ¿De qué te preocupas…? Lo trataré mejor que tú, y lo sabes.
– Patricio, me prometiste que nunca…
– Tú me prometiste que nunca te marcharías.
– Patricio…
Lo vio inclinarse hacia ella y alzar la mano. Aunque temió otro golpe, no apartó la cara. Sin embargo, él no la golpeó: le acarició la cabeza como a un perro mientras le hablaba, tan solo. Pero sus palabras la dañaron más que cualquier otra cosa que le hubiera hecho antes.
– Húngara: cállate. Luego te alegrarás de mi decisión. Ahora, cállate.
La muchacha no lloraba. Su desesperación lo llenaba todo. No se atrevía a hablar de nuevo, pero tampoco podía obedecer. Su cuerpo se negaba a moverse y, sin embargo, no conseguía dejar de temblar.