César se quitó las gafas y se sentó despacio en el enorme sofá que presidía el saloncito, de lustroso respaldo tachonado de botones.
– Es increíble -murmuró-. Nunca pensé que… ¡Oh, por favor…! Incluso… incluso cuando terminé de leer ese libro, seguía creyendo que todo esto eran fábulas, leyendas mezcladas con los recuerdos de mi abuelo y tus propias experiencias… ¡Por favor…! ¿Te das cuenta de lo que significa esto…?
– No he pretendido entusiasmarte, César. Todo lo contrario. Es gente peligrosa.
– No lo dudo. Me consta lo peligrosa que es. Pero no te harán daño si les devuelves la figura. Es lo que quieren, ¿no…? En tu lugar, yo la devolvería. Sean cuales sean los medios por los que ha llegado a ti, no es tuya. Es de ellas.
– Si la devuelvo o no, el tema no es ése. El tema es que os olvidéis de este jodido asunto para siempre, y que maldigo la hora en que se me ocurrió…
– Todavía puedo resultarte útil, querido alumno. -César lo detuvo con un ademán-. Para encontrar a Herbert Rauschen, ¿recuerdas…? Es el único que puede contarnos más de lo que ya sabemos, aquello que no viene en el libro, la dama número trece… ¿Por qué me dijo que era tan importante? ¿Por qué el libro no la menciona…?
– Ya se habrán encargado de silenciar a Rauschen. Y harán lo mismo con vosotros si…
– ¿Y si no es así…? ¿Y si está escondido…? ¿Y si podemos hablar con él, o con alguien que sepa lo mismo que él…?
– No quiero saber más -zanjó Rulfo-. Solo quiero que todo esto se acabe.
– Salomón. -César alargó el brazo y encendió la lámpara que se alzaba junto al sofá. Bajo aquella luz aterciopelada, su rostro pareció dividirse en dos, como una fase lunar-. La poesía ha sido la razón principal de mi vida. Y de la tuya, reconócelo. Te conozco bien y sé que eres un descreído como yo, aunque no tan sinvergüenza… Un hedonista superficial. Pero la poesía ha sido nuestro sacramento, nuestro único dios, nuestra ética.
– César…
– Déjame terminar, alumno Rulfo. Yo te enseñé a amarla, niégalo si te atreves. Niega que te fascinaban mis clases, o los recitales que improvisábamos aquí mismo, en esta misma habitación, con Susana, Pilar, Álvaro, David… Todos los que, como tú, han dejado de venir a esta casa hace mucho tiempo… Tú y yo estamos hechos de la misma pasta: la poesía nos desarma, nos derrota. Hoy se ha convertido en un gusto de minorías, pero ambos hemos sabido siempre que dentro de ella hay un abismo… Era lo que mi abuelo llamaba «el horror puro». Y ahora, de repente, ¿qué ha sucedido…?
– César, escúchame…
– ¡Déjame hablar! -César se levantó con inusitada rapidez y alzó la voz-. ¿Qué ha sucedido…? Que hemos encontrado por fin ese abismo y nos hemos asomado a él. Lo estamos contemplando. Y sé que tú vas a saltar. Lo sé. Saltarás. La tentación es demasiado fuerte… Entonces, ¿por qué quieres impedirme que yo, más viejo y con menos posibilidades que tú, salte también?
– ¿Y Susana? -dijo Rulfo suavemente, señalando la puerta-. ¿La llevarás del brazo para que salte contigo? -De pronto Rulfo sintió que estallaba-. ¿Es que no te das cuenta de lo que estás haciendo…? ¡Estás convirtiendo esto en otro tema fascinante al estilo Sauceda…! ¡Pero esto es real, querido profesor! ¡No entiendo cómo ni por qué, pero es real y peligroso…! ¡Esta vez no se trata de jugar con espíritus, comer hostias untadas de paté o invocar al diablo con Susana desnuda haciendo de altar y tú vestido de Anton Szandor LaVey…! ¡Esto es real! -Notó que sudaba. Bajó la voz para añadir-:Y muy peligroso.
– Entrégales esa figura y no nos harán daño -dijo César al cabo de una pausa, mortalmente serio.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
En ese momento se abrió la puerta. Susana, en bata de baño, les sonrió.
– ¿Qué estáis haciendo aquí dentro? ¿Conspirando?
Los dos hombres la miraron y sonrieron casi al mismo tiempo.
– Me voy ya -dijo Rulfo-. Gracias por el almuerzo.
La luz otoñal de la tarde se agotaba cuando salió a la calle. César tenía razón: les daría la figura. Les daría la maldita figura, si eso era lo que querían.
Subió al coche deseando con todas sus fuerzas saber regresar a casa de Raquel.
Patricio Florencio encendió el hornillo y abrió al máximo el gas. Sin embargo, la pequeña llama azul siguió débil. La cafetera cargada que había puesto encima tardaría en calentarse. Maldijo entre dientes: aquella cocina estaba a la altura del resto del mobiliario. Pero, naturalmente, ella no merecía nada mejor.
Mientras esperaba, volvió a servirse otro trago de la botella de ron que la muchacha guardaba para él en el pequeño y casi vacío armario del altillo. Allí también había varias latas de conserva: Patricio se quedó mirándolas y, de repente, las sacó una a una y las arrojó a la basura. Si quiere comida, que me la pida.
Bebió el ron y se sirvió más. Hacía frío en aquel antro, y olía a rayos. A partir de ahora ella tendría que limpiar mejor su casa, y él le enseñaría cómo hacerlo. Le enseñaría muchas cosas a la húngara.
Patricio Florencio era corpulento y de baja estatura. Se había afeitado completamente la cabeza pero conservaba un círculo de pelo negro alrededor de la boca: un bigote y una barba tan oscuros como sus gruesas cejas. Por su camisa blanca entreabierta sobresalía un tupido ramaje de vello. Y sudaba. Siempre sudaba. El sudor y él no eran buenos amigos, pero se resignaban a vivir juntos como esos hermanos siameses adosados por una víscera. Incluso de niño había sudado copiosamente. Le parecía que había ido dejando un rastro de sudor como la baba longilínea de un caracol a lo largo de su vida, desde su triste infancia en las calles de una oscura población guatemalteca hasta su madurez en Europa. Su madre, su querida madre, Dios la tenga en la gloria, decía que sudar era bueno porque así se adelgaza. Su dulce y bondadosa madre, de origen español, era la mujer a la que más había amado Patricio en toda su vida. Pero es que mamá era una señora de verdad, de las que ya no quedan, educada y fría, virtuosa como una estatua. Patricio soñaba a veces que le ofrecía rosas rojas. Nunca había podido tener un gesto así con ella, y ahora ya era demasiado tarde para tenerlo. Pero sabía que, desde el cielo, mamá se lo agradecía igualmente. Entre tanta puta como hay en el mundo una mujer digna es un trébol de cuatro hojas, Silvina. Mamá sí que era una mujer, no fastidies, Silvina. Mamá se merecía rosas.
Regresó al saloncito y la contempló. La muchacha seguía acurrucada en el suelo, en una esquina. No había querido darle todo lo que se merecía porque eso hubiera sido perjudicial para él. La mercancía estropeada no vale dinero, es bien sabido. Se había limitado a golpearla una sola vez en la mandíbula y otra en el estómago. La sangre que manaba de su labio no dejaría huellas, y a los clientes les excitaría ver aquella mínima herida. Estaría bien dentro de poco, era una chica resistente.
Se sintió feliz y reconfortado con el ron. Volvió a la cocina, deseoso de café, pero la cafetera seguía fría. Soltó una maldición: aquella llama no calentaba ni a un reprimido. Tendría que esperar. Odiaba hacerlo, siempre había sido muy impaciente, pero otra parte de él (la materna, sin duda) era sensata y le aconsejaba calma.
Gracias a aquella sensatez había sabido conducir un negocio floreciente. No en vano dirigía el mejor club clandestino de prostitución de Madrid. Tenía otros socios, cierto, pero él era el cerebro: los demás solo aportaban dinero. Además, había sido uno de los primeros en emprender la conquista de los países del Este. Sus selectos clientes afirmaban no ser racistas, pero Patricio sabía que, en el fondo, estaban hartos de filipinas y sudacas y deseaban chicas occidentales de piel blanca. Ahora podían tenerlas. Y no solo prostitutas: mujeres que, en sus países de origen, eran licenciadas; mujeres cultas, acostumbradas a cuidar sus cuerpos, casadas o solteras, deseosas de emigrar buscando un futuro mejor. Incluso mujeres que aún no lo eran: proyectos de mujer, chiquillas de corta edad vendidas por sus propias familias. Él no les hacía nada malo: les ofrecía la oportunidad de trabajar en un país que cada vez angostaba más la entrada de extranjeros. Unos cuantos años de sacrificio y podían regresar a sus hogares con cierta cantidad de plata. ¿A quién perjudicaba eso?