Para su desgracia, la falsa muerte que tanto había apetecido sólo duró unos meses. A principios de noviembre, los guardias que lo custodiaban le ordenaron que se vistiera cuanto antes y sin decirle a dónde iba lo hicieron subir a un palanquín con las cortinas echadas. Tal vez pensó que ahora sí lo ejecutarían, que su segunda muerte anónima se disolvería en la primera sin dejar ningún rastro. Cruzó de nuevo las calles de Córdoba oliendo el humo de los incendios y el hedor de los cadáveres corrompidos. Pero no lo habían sacado de su encierro para matarlo, sino para que resucitara ante la ciudad que lo creía muerto y en la que casi nadie lo recordaba ya. Al-Mahdi, su enemigo, su enterrador imaginario, recurría a él en un vano intento de salvarse a sí mismo. Los bereberes, expulsados de Córdoba, habían proclamado a un nuevo califa, otro príncipe omeya que se llamaba Suleyman, y volvían a la ciudad para imponerlo por las armas, con la ayuda de los ejércitos del conde de Castilla. Cuando los bereberes y sus aliados se acercaron a Córdoba, sólo una muchedumbre caótica y mal armada se les pudo enfrentar: artesanos de los arrabales, comerciantes, tenderos, haraganes de la medina, teólogos enfervorecidos, campesinos de la vega del Guadalquivir, gentes sin disciplina ni experiencia de la guerra que fácilmente sucumbieron ante un ejército de mercenarios animados por el deseo de venganza y botín. Diez mil hombres murieron como reses ante las murallas de la ciudad, y los supervivientes retrocedían y se ahogaban en las aguas del río o queriendo ganar las puertas se pisoteaban entre sí mientras los jinetes bereberes y los castellanos se extenuaban en la matanza, que prosiguió luego en las calles y en el interior de las casas y de los palacios.
Fue entonces cuando al-Mahdi, aislado en el alcázar y sin tropas que le obedecieran, imaginó que podría salvarse devolviendo el trono a quien al fin y al cabo era el califa legítimo, el muerto y resucitado Hisham. Pero ya era demasiado tarde: nadie podía detener el saqueo y la furia de los bereberes ni la codicia vengativa de los castellanos. Suleyman ocupó el alcázar como nuevo califa y mandó encarcelar otra vez a Hisham, cuya restauración sólo había durado unas pocas horas. Al-Mahdi no tuvo más remedio que huir para que no lo degollaran: abandonaba el trono igual que lo había usurpado, en medio del desastre. Los historiadores futuros lo acusan con unánime severidad de haber provocado la ruina de al-Andalus: «Fue al-Mahdi quien rompió en Córdoba la unidad musulmana y quien originó la devastadora guerra civil -dice Ibn Hayyan-, fue él quien suscitó la fitna en al-Andalus, quien reanimó el fuego casi extinguido, quien desenvainó el sable enfundado, quien transmitió en herencia el oprobio».
Reanimado el fuego, ya fue imposible apagarlo; el sable desenvainado siguió exigiendo muertos innumerables. Al huir de Córdoba, al-Mahdi encontró refugio en Toledo y levantó allí un ejército de eslavos y de catalanes que marcharon sobre la capital saqueada unos meses antes por los bereberes de Suleyman y los cristianos del conde de Castilla. Esta vez el resultado de la batalla le fue favorable, y mientras los catalanes se entregaban en la ciudad a la matanza y al pillaje, al-Mahdi volvió a proclamarse califa y ocupó el alcázar recién abandonado por su enemigo Suleyman. Pero no se conformaba nunca con la victoria, igual que no se había conformado con obtener la cabeza de Sanchol: le gustaba apurar hasta el límite la venganza y profanar los cadáveres de sus víctimas, cuyos cráneos utilizaba como tiestos de flores. Tampoco le bastó con expulsar a los bereberes de Córdoba: mandó a sus catalanes que los persiguieran y continuaran matándolos, pero los bereberes se reagruparon en las cercanías de Algeciras y el 21 de junio de 1010 atacaron por sorpresa al ejército de al-Mahdi, que esta vez fue aniquilado. Tres mil catalanes murieron en la llanura donde el Guadaira desemboca en el Guadalquivir. Los supervivientes regresaron a Córdoba en una ciega desbandada y pagaron su ira por la derrota saqueando otra vez la ciudad y matando a todo aquel cuyos rasgos les parecieran de bereber. El 8 de julio se marcharon de vuelta al condado de Cataluña. Habían asolado Córdoba con su crueldad y su rapiña, y la abandonaban sin defensa cuando los bereberes volvían a marchar sobre ella. Al-Mahdi no tenía un ejército que oponerles: sólo podía esperar que llegaran con la misma impotencia con que habría visto acercarse una nube de langosta.
Mandó abrir un foso alrededor de la ciudad y fortalecer las murallas, imaginando en sus delirios de beodo que dirigiría una resistencia heroica frente a los bárbaros. Pero no vivió para presenciar su llegada: los poderosos oficiales eslavos, que le habían ayudado a recobrar el trono, conspiraban ahora contra él. En esos años atroces Córdoba es un pudridero de irresponsabilidad y traición: mientras los bereberes seguían aproximándose a ella, los cortesanos y los jefes militares se enredaban en sus venenosas intrigas como si el peligro no existiera. La ruina de Córdoba adquiere progresivamente un aire de vano aturdimiento y de farsa: el 23 de julio, los eslavos sacaron otra vez a Hisham II de su prisión, le devolvieron sus vestiduras reales y lo pasearon por la ciudad sobre un caballo enjaezado de púrpura: él era el verdadero y único califa, declararon, y no al-Mahdi, ese corrupto usurpador, que merecía morir. Inerte como un sonámbulo, como un muñeco articulado al que alguien hace agitar la cabeza y mover los brazos, Hisham II volvió a saludar a la multitud y a recibir en el salón del trono del alcázar el homenaje de los eslavos y los eunucos. A al-Mahdi lo sacaron del baño para llevarlo atado a su presencia. En voz baja, probablemente sin rencor, porque hasta para sentirlo le faltaría coraje, Hisham le reprochó su deslealtad. Luego un eslavo lo decapitó. El doble califato de al-Mahdi billah había durado diecisiete meses.
Tres años duró el asedio de los bereberes. Arrasaron las huertas y talaron los árboles de los alrededores y a principios de noviembre pusieron sitio a Madinat al-Zahra, tomándola por asalto al cabo de tres días y degollando primero a los soldados de la guarnición y luego a todos los hombres, mujeres y niños que vivían en la ciudad palacio de Abd al-Rahman al-Nasir, sin respetar siquiera a los que se habían refugiado en la mezquita. Cazaron a los animales exóticos que poblaban los jardines, destrozaron la gran taza de mármol sobre la que en otro tiempo se derramaba el mercurio, arrancaron las perlas y las piedras preciosas incrustadas en los capiteles, usaron como cuadra para sus caballos los salones donde se habían humillado ante el califa de al-Andalus los embajadores de los reinos del mundo. Durante todo aquel invierno se ensañaron sin descanso en la destrucción y luego la consumaron con el fuego.
Para escapar de los bereberes, los campesinos abandonaban sus aldeas y buscaban refugio en el interior de las murallas de Córdoba. Quemadas las cosechas, interceptadas por los sitiadores las cargas de alimentos que venían de las provincias, el hambre empezó a cundir en la ciudad superpoblada al mismo tiempo que llegaban los fríos, y muy pronto se extendió una epidemia de peste. En primavera, después de uno de los temporales de lluvias más largos que se recordaban, el Guadalquivir se desbordó, inundando dos mil casas de los arrabales y provocando casi tantas muertes como la peste y el hambre. Empobrecidas, asediadas, maltratadas por todas las desgracias posibles, las gentes de la ciudad viven en una especie de alucinación colectiva que las empuja a resistir con una tenacidad inesperada y a prescindir de todas las normas morales que hasta entonces han obedecido. Como en las leyendas del Milenio, los hombres y las mujeres de Córdoba se arrojan desesperadamente a la vida sabiendo que lo que los aguarda es el fin del mundo y el Juicio Universal. «Se bebe vino abiertamente -escribe un cronista escandalizado-, el adulterio es cosa permitida, la sodomía no se esconde, no se ven más que libertinos haciendo gala de sus liviandades…». El 19 de abril del año 1013 un soldado de la guarnición vendido a los bereberes les abrió una de las puertas de la muralla. Como un ejército de ángeles exterminadores irrumpieron en la ciudad y se derramaron por sus calles lanzando feroces gritos de guerra y agitando los sables sobre sus cabezas tocadas con turbantes negros. Aquellos hombres que habían sido el brazo armado de Córdoba se revolvían ahora contra ella para aniquilarla y la anegaban en sangre. Al cabo de tres años de asedio, mataban exaltados por un apremiante voluntad de exterminio, sin perdonar ni respetar a nadie, persiguiendo a caballo a los hombres que huían hasta atraparlos en los callejones sin salida, derribando las puertas de las casas para matar incluso a los enfermos y a los viejos y violar a las mujeres. Los cordobeses morían igual que animales hacinados en el corral de un matadero. Duró dos meses el horror, pero ese tiempo es tan inconcebible como la duración del infierno. A principios del verano hizo su entrada en la ciudad Suleyman, el califa de los bereberes, convertido, gracias a ellos, en el señor de un reino de escombros y de cadáveres, de una capital deshabitada. La mayor parte de los que habían sobrevivido a cuatro años de desastres fueron obligados a abandonar Córdoba, y se les prohibió volver bajo pena de muerte.