En Madinat al-Zahra, en el alcázar de Córdoba, el califa vivía entregado a sus devociones y sus libros. De gobernar diariamente se ocupaban el gran visir, los mayordomos eunucos y la concubina Subh, Aurora, que había despertado en al-Hakam una pasión tardía, no sólo por su melena rubia y sus ojos azules, sino porque le dio dos hijos varones cuando ya temía morir sin descendencia por culpa de su edad y su mala salud. El primogénito, Abd al-Rahman, murió pronto. Al poco tiempo nació el segundo, Hisham, y el califa se apresuró a nombrarlo sucesor y a asignarle rentas y posesiones. Para administrarlas hacía falta un funcionario capacitado y leal: entre los candidatos que el gran visir presentó a la madre del príncipe estaba Muhammad ibn Abi Amir, ese joven brillante y casi desconocido que apenas llevaba un año sirviendo en palacio. Cuentan que su mirada y su rostro hipnotizaban a las mujeres en la misma medida en que sobrecogían a los hombres: la rubia Subh lo eligió, y así, de pronto, a los veintiséis años, Muhammad ibn Abi Amir se convirtió en intendente de los bienes del heredero del trono. Ganaba al mes quince monedas de oro, pero ese sueldo, que envidiaría cualquiera, no era nada comparado con lo que él apetecía y con las ingentes fortunas que ahora pasaban por sus manos. Puede que no lo tentara la avaricia. Desde muy joven se había acostumbrado a la escasez, y no le importaba el dinero en sí mismo, sino por la potestad que le concedía para comprar y corromper a otros hombres. El dinero era un medio de satisfacer su única pasión, igual que los diversos simulacros de amistad, de generosidad y hasta de amor que urdía sin remordimiento para seguir trepando hacia las jerarquías del poder.
Cuando sólo llevaba siete meses como administrador de los bienes del heredero obtuvo un nuevo cargo, mucho más relevante: director de la Ceca o Casa de la Moneda, y después, en el plazo de un año, curador de las sucesiones, tesorero, cadí del distrito de Sevilla y Niebla. En cada una de esas ocupaciones desplegaba una actividad incesante y proteica, y más de una vez debió de sentir el vértigo del jugador que lo apuesta todo en golpes sucesivos de audacia. A los treinta y dos años era jefe del segundo cuerpo de la shurta, la guardia mercenaria que custodiaba al califa y mantenía el orden en las turbulentas calles de Córdoba. En aquel tiempo, en cuanto oscurecía y se despoblaban los zocos, la ciudad era más peligrosa que una selva: cualquiera que saliera de noche sería la víctima segura de ladrones homicidas que abandonaban luego los cuerpos degollados en los callejones. Desde que Muhammad ibn Abi Amir disciplinó a los soldados de la shurta, las cabezas cortadas de los rateros amanecían cada mañana en las esquinas de los zocos, y la noche de Córdoba ya no era temible: los noctámbulos y los mercaderes bendecían su nombre. A los treinta y tres años -faltaba muy poco para que muriera al-Hakam- dirigía la educación del futuro califa y controlaba los fondos secretos del ejército que combatía en el norte de África. Contaba siempre con la protección del gran visir al-Mushafí, con la lealtad de cortesanos a quienes prestaba dinero para sus fiestas ruinosas y prometía el éxito de ciertas delicadas gestiones, una palabra dicha al califa o al visir en el momento preciso, una irregularidad menor en las contabilidades del tesoro que le supondría a alguien un escondido beneficio. La corrupción de los otros era la garantía de su progreso y de su impunidad: sabía comprar la gratitud, pero prefería las lealtades nacidas del miedo y de la avaricia. Poseía la virtud infalible de la seducción: un mendigo al que arrojaba una moneda de cobre o un soldado inválido cuyas quejas se detenía a escuchar le serían tan rabiosamente fieles como un aristócrata al que había regalado un cargamento de monedas de oro para salvarlo de una quiebra escandalosa.
Nos dicen que era muy alto: que se movía con severos ademanes tiránicos, como si el mundo y la vileza de los otros le hubieran pertenecido siempre, incluso cuando no era más que un calígrafo que se ganaba malamente la vida en un zaguán de la medina. Pero sin duda el mérito más decisivo en su ascenso fue el favor de la concubina Subh: en Córdoba cundía la convicción de que la había hecho su amante, arriesgándose con fría temeridad a provocar la ira del viejo califa, que apuraba al mismo tiempo su último amor y los últimos años de su vida. Imaginamos a Subh como una rubia ambiciosa, razonable y helada, una extranjera -había venido de los reinos del norte- dispuesta a olvidar su origen y su religión y a ganarlo todo en un país hostil. Era la esposa de un enfermo, y Muhammad ibn Abi Amir le ofrecía una juventud exaltada por la inteligencia y la crueldad, pero lo que los unió durante muchos años fue una mutua codicia que cada uno alimentaba en el otro. Para lograr lo que quería, Muhammad necesitaba a Subh: a ella el triunfo de su amante le garantizaba que después de la muerte de al-Hakam su único hijo, Hisham, que empezaría a reinar muy joven, iba a contar con el apoyo del hombre más poderoso y despiadado de Córdoba.
Muy pronto llegó a ser también uno de los más ricos. Se construyó un palacio en el arrabal de la Rusafa, muy cerca de donde se levantaba todavía el que fundó Abd al-Rahman I el Inmigrado. Su fortuna de advenedizo despertaba sospechas, no siempre dictadas por el rencor y la envidia: él procuraba ahogarlas bajo el espectáculo bárbaro de su generosidad. Cualquiera tenía mesa y refugio en su palacio y podía sumarse sin reparo a las fiestas que se celebraban diariamente allí, cualquier poeta que escribiera una tirada de versos en honor de Muhammad ibn Abi Amir o de sus antepasados contaba con una bolsa de monedas de oro. Un ejército de esclavos custodiaba el recinto: el séquito de Muhammad era casi tan lujoso y tan innumerable como el del califa. Sus enemigos se preguntaban durante cuánto tiempo podría mantener la impostura de una riqueza ilegítima, cuándo se hundiría en el desastre su arrogancia de jugador. Para halagar a Subh le regaló la maqueta de un palacio labrada en plata maciza: previamente la exhibió en público a la admiración y la envidia de quien quisiera mirarla. Llevó en procesión por las calles de Córdoba el palacio de plata y al entregárselo a Subh se inclinó con ceremonia ante ella, convirtiendo en desafío para los cortesanos el secreto de su amor. Hasta el califa al-Hakam, que prefería optar por la indiferencia, empezó a recelar. Cuentan que dijo «¿Por qué hábiles manejos se atrae este muchacho a todas mis mujeres y se hace dueño de sus corazones? Aunque se ven rodeadas de todos los lujos del mundo, no aprecian más regalos que los que proceden de él. ¿Hay que pensar que es un sabio mágico o un servidor admirablemente diestro? En todo caso, siento cierta inquietud por los fondos públicos que maneja».
Era cierto que Muhammad había apostado demasiado fuerte: lo sometieron a una investigación y los contables de palacio descubrieron un déficit escandaloso en los fondos que él administraba. Parecía que esta vez ni siquiera la protección del gran visir ni de Subh podrían salvarlo de la vergüenza y posiblemente de la cárcel. Pero Muhammad, al que todos suponían perdido, había tenido la precaución de rodearse de una maraña de deudores: si se arruinaba, muchos otros caerían con él. Cuando el califa, con serena frialdad, le pidió que justificara el dinero desaparecido en la Casa de la Moneda, asintió como si se dispusiera a obedecer una orden rutinaria y pidió tan sólo unas horas de plazo: nunca más que en ese momento le era preciso adoptar un aire de inocencia. Un visir muy rico, Ibn Hudayr, le debía grandes favores, tan especiales que sería incómodo para él que salieran a la luz. Muhammad ibn Abi Amir, desesperado, tranquilo, fue a su casa y le pidió prestado el dinero que le faltaba para cubrir su déficit. Ibn Hudayr accedió. Cuando se revisaron de nuevo las cuentas, cuando parecía inminente la caída de Muhammad, él presentó al califa una contabilidad irreprochable: en la Casa de la Moneda no faltaba ni un solo dinar. Automáticamente los acusadores se volvieron acusados: la honestidad de Muhammad ibn Abi Amir salió fortalecida por el descrédito de la sospecha y la calumnia. Quienes habían creído que lo derribaban, contribuían a su imparable elevación. No hubo piedad para ninguno de ellos: la cualidad más peligrosa de Muhammad ibn Abi Amir era que no olvidaba nunca.