– ¿Esto quién lo está contando? -pregunté a Lezama.
– Yo lo estoy contando -dijo Lezama.
– Me refiero a la persona narrativa -dije yo. -¿Lo está contando el Fincho?
– ¡Qué persona narrativa ni qué la chingada! -me dijo Lezama. -¿Por qué me interrumpes, cabrón?
– Porque las narraciones necesitan pausas -le dije. -Cadencia. Como el amor. Si no, todo se vuelve pura eyaculación precoz.
– Pide entonces otro trago para la pausa -dijo Lezama. -Dile a mi novia.
Llamé a su novia, que vino hacia nosotros con cara primero de mártir y a inmediata continuación de policía, pese a lo cual accedió a nuestra sed.
– Tiene actitud de alcohólica anónima -dijo Lezama, cuando la aeromoza nos puso las cosas en el tablero con un gesto que cabría calificar, sin exageración, de intolerante. -Me gustaría saber dónde va a dormir esta noche -dijo Lezama.
– ¿Dónde dormían tu papá y el Fincho cuando los corrieron de sus chambas? -pregunté.
– En la zona roja, cabrón -dijo Lezama. -Nada más ahí les dieron fiado. En realidad, lo que les dieron fue trabajo como guardias y sacaborrachos.
– ¿Qué pasó después?
– Según el Fincho un día, por la mañana, se aparece en la zona roja nada menos que Willie-Billy, preguntando por mi papá. No lo reconocieron al principio porque, además de la cicatriz del cuello, ahora traía un ojo cerrado con otra cicatriz, la cabeza al rape y una oreja mondada por un tiro. "Si la sierra sigue estando ahí, yo tengo nuevos compradores para la amapola", le dijo Willie-Billy a mi papá. Se había salido del ejército y había entrado a manejar burdeles, casas de juego, máquinas traganíqueles, protección a particulares. El caso es que traía un adelanto de cien mil dólares para reiniciar la siembra de la amapola en Sinaloa y venía por su guía de antaño para repetir la epopeya. "Por lo pronto", me dijo el Fincho, "compramos un coche y nos hicimos de unos trajes y cerramos el congal más caro de Mazatlán con una fiesta de regreso a la vida. Y luego nos hicimos a la sierra, como cinco años antes, a recontratar la amapola. En la sierra nos recibieron como a dioses. No hubo pueblo que no celebrara el reinicio de actividades y aunque la cosa era ahora más complicada, porque el ejército vigilaba y quemaba, antes del año teníamos la sierra en la bolsa. Había amapola que era una chulada, doquiera que uno pusiera la vista. Qué mata tan bonita la amapola. Decía tu papá que es como las mujeres: el veneno lo trae por dentro. Pero la envoltura, qué envoltura. Le llegamos al jefe de la policía, y le pusimos en la mesa una flor de amapola morada, de colección. Y abajo de sus yerbitas como barbas de lampiño, un billetote de cien dólares. '¿Dónde cosecharon esto?', nos dijo el tal, que era un vivales. 'En el mismo barranco donde encontramos esto', le dijo Willie-Billy, poniendo sobre la mesa otro billete igual, al descampado. 'Muy magra la cosecha', dijo el policía. 'Si recuerdo bien', añadió, 'en el barranco de que habla debió haber por lo menos ocho veces esta mata'. 'Buen agricultor', dijo Willie-Billy, poniendo sobre la mesas otros seis billetes. 'Los buenos agricultores cosechan en cada predio', dijo el comandante. 'Predio por predio', aceptó Willie-Billy. Y así quedó tasada la cuota de ochocientos dólares por cada contacto serio que hubiera por accidente con la policía, o que quisiéramos no tener ni por accidente. Al siguiente año, éramos dueños de Mazatlán y los benefactores de la sierra. Sacábamos la goma de la amapola por barco a un lado de Mazatlán y recibíamos en maletas dinero suficiente para que fuera un problema volverlo a sacar a la frontera, donde Willie-Billy quería ponerlo todo. 'Es dinero maldito', decía. 'Que regrese a donde vino'. Con eso creía que nos halagaba, como diciendo: Los viciosos somos allá, que no los toque esta mierda. Pero nos tocaba y de qué manera", me dijo el Fincho.
– ¿El Fincho está contando esta historia? -le dije a Lezama.
– Es la historia de mi papá, cabrón -dijo Lezama. – ¿Por qué me interrumpes?
– Para fijar el sujeto narrativo -le dije.
– Fíjate en lo que te estoy diciendo, cabrón.
– Me estoy fijando -le dije. -Pero aterrizamos hace unos minutos y sólo faltamos nosotros de bajar.
– Pinches aviones puntuales -dijo Lezama. -Ya no se puede ni hablar.
No pudimos hablar, en efecto, el resto del día. Nos esperaba la comitiva académica que Lezama había organizado para mi conferencia de la tarde, de modo que fuimos a comer y hablamos de las tareas de la universidad y sus hijos. Luego fuimos a la conferencia que leí con las dislexias oratorias del caso y después a una cena con Lucas de la Garza, en un restorán del que sólo puedo recordar al propio Lucas resumiendo la técnica de los matones del desierto neo-leonés: "Nada de duelos ni de avisos. Si lo van a matar, lo matan donde lo encuentran, de preferencia por la espalda, y se acabó".
Después de la cena hicimos un intento con dos estudiantes que habían venido a la cena, pero cuando estábamos a punto de salir con ellas del restorán a otra parte, le dije a Lezama:
– Yo no. Me da un infarto si se les ocurre ir a otra parte.
– A mí el infarto ya me dio -dijo Lezama. -Vámonos a dormir.
Nos habían pagado una suite en el Hotel Ancira. Era viernes y estaba lleno el bar. Me dijo Lezama: -Un último trago para los demonios de la madrugada.
– Para convocarlos -accedí.
– Es que no te he acabado de contar -dijo, cuando nos sentamos y pedimos la copa del estribo. -Prométeme que no vas a robarte mi novela. ¿Tengo o no tengo una novela?
– Una novela del padre -le dije. -Justamente lo que necesita la narrativa mexicana.
– No te burles -dijo Lezama.
– ¿Qué quieres que te diga? Desde Pedro Páramo no hay una gran novela del padre en lengua española. ¿Cómo fue la debacle?
– ¿Cuál debacle?
– La debacle del Fincho y tu padre.
– La debacle fue después. Por lo pronto, hubo los años de gloria. Mujeres, coches, dinero, pueblos boyantes y cordiales, compadres y bautizos en toda la sierra de Sinaloa. Había entrado al aro el comandante de la zona, habían dado su anuencia tácita el gobernador y las jefaturas de policía de las ciudades importantes de Sinaloa, además de Mazatlán: Culiacán, Mochis, Guasave y el puerto de Topolobampo, por donde salían más barcos a dejar goma que a pescar camarón. Una chulada, como decía el Fincho. Willie-Billy se compró el mayor hotel de Mazatlán, frente al malecón, y construyó en el último piso un penthouse donde una vez llegaron de parranda nada menos que Rita Hayworth y Errol Flynn, al que, según el Fincho, lo enloquecieron dos muchachitos en la playa. Pero ya para ese momento la amapola estaba prohibida y empezaban los periódicos de California a hablar de Sinaloa como granero de la heroína que mataba adolescentes en las calles de las ciudades norteamericanas. Entonces cambió el gobernador, llegó a Sinaloa un viejo que apenas entró puso sus ojos en la sierra y se dedicó, según él, a gobernar para ella. Nada más tuvo que ir una vez a la sierra, para darse cuenta de que ahí los poderes reales eran los que germinaban con la amapola, es decir, Willie-Billy y los vagos de mi papá y el Fincho, que eran sus segundos. Para esto, ya ellos habían tenido un problema pesado con Willie-Billy. Te puedes imaginar la clase de tipo que era Willie-Billy. Entre sus debilidades tenía que le gustaban las muchachitas. Fíjate, este hijo de la chingada.
– ¿Qué tiene? -le dije. -A mí también me gustan las muchachitas.
– Sí, pero no te las llevas y las violas y las entregas luego por los burdeles de Mazatlán con la "Marca Willie-Billy'": una dobleú chiquitita que, según el Fincho, este hijo de puta les mandaba tatuar en el hombro.
– De acuerdo. ¿Pero qué tiene que ver eso con la entrada del gobernador?