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– Nos queda hora y media -asentí yo, fingiendo indiferencia.

– Si quieres que te siga contando, invítame otra cuba mientras voy al baño -exigió Lezama.

Con humildad de escucha, compré los otros tragos y unos bocadillos de jamón y queso.

– No había lentejas -le dije a Lezama cuando volvió. -Pero supongo que te dará igual cambiar tu novela por este plato de sandwiches de jamón y queso. Quiero decir: estoy tomando apuntes.

– Yo la voy a escribir -dijo Lezama. -Una novela de poca madre.

– Hasta ahorita llevamos material para un párrafo por día durante un mes. Nos faltan trescientas cincuenta cuartillas.

– Me faltan a mí, cabrón -regateó Lezama-. Esta es mi novela. Tú no tienes nada que ver en ella. Y además falta lo mejor, no sabes nada todavía.

– ¿Qué sigue? -dije.

– No te voy a contar. Me vas a robar mi novela.

– Ya te di por ella tres cubas dobles y un sandwich de jamón y queso -le dije. -¿Quieres más? Pareces un cerdo capitalista interesado nada más en las cosas materiales.

– ¿Me prometes que no te la vas a robar?

– Sólo si no me interesa. ¿Qué sigue?

– Sigue lo mejor, cabrón -dijo Lezama, empezando a engullir su sandwich. -Estamos en el entierro y se presenta de pronto un coche blanco, largo como una limusina. Llega y bajan de ahí dos tipos, con una corona de flores más grande que el panteón. Atrás de ellos viene otro señor, grande, gordo, prieto, ya viejo, con manchas blancas en el cuello. Se acerca a mi mamá y le pregunta si ése es el entierro de Arnulfo Lezama. Sí, le dice mi mamá. "Yo conocí a su marido en otro tiempo", le contesta el tipo. "Vengo a dejarle esta corona porque le he vivido y le viviré agradecido toda la vida". "Cómo se llama usted", le pregunta mi mamá. "Mi nombre no importa", le dice el tipo. "Yo creo que ni su marido lo sabía. Pero en toda la costa del noroeste me conocen por mi apodo. Soy el Fincho". Al oír el nombre, me acordé de lo que mi padre me había dicho dos noches antes y se me cayeron los calzones. Cuando terminó el entierro me acerqué discretamente al tipo. Le digo: "Quiero hablar con usted. Yo soy el hijo mayor de Arnulfo". Y me dice el tipo, así de rápido: "Con la pinta basta, muchacho. No necesitas identificación. Te hubiera reconocido hijo de tu padre hasta en una noche sin luna. ¿De qué quieres hablar?". "De lo de Mazatlán", le digo. "¿Y qué quieres saber?", me pregunta. "Todo", le digo, "quiero saber todo". "Todo no hay nunca en la vida", me dice el Fincho. "Pero lo que yo sepa, te lo cuento con gusto. Vente al Motel Valle Grande por la noche. Voy a tomarme contigo la copa que ya no me tomé con tu padre". Así fue, eso me dijo. Esa noche fui al Motel Valle Grande. Y esa noche me contó.

– ¿Qué te contó?

– Todo.

– Todo no hay, ya te dijo el Fincho -le dije y atendí al hecho de que no había probado el segundo sandwich que le traje, lo cual dejaba cojo nuestro trato de su novela a cambio de mi plato de lentejas.

– Toda la historia -dijo Lezama. -Empezando por el principio.

– Si no hay todo, tampoco hay principio -le dije, con la profundidad retórica que me caracteriza.

– El principio de mi padre, cabrón -dijo Lezama, con el fervor paterno que empezaba a serle característico. -El Fincho me habló del "Lezamita" de los primeros años, el Lezamita que para mí nunca fue Lezamita, cabrón. Me habló de Lezama el chavo, el adolescente, el alarde que todos hemos sido, como yo en el 68 que gritaba desde un micrófono que había que cambiar el país: el Lezamita que yo fui veinte años después de que mi padre fue "Lezamita". No me entiendes, pero me habló de él. No de mi papá, sino del muchacho que fue él, "Lezamita", antes de que cambiara de vida. Me habló de cuando mi papá era como yo fui en el 68. No me entiendes. Lo que quiero decir es que el Fincho me habló de mí mismo, de mi reencarnación hacia atrás. Ya estoy pedo. No sé ni lo que te estoy diciendo. Sólo sé que te estoy diciendo la verdad, cabrón.

– ¿Qué te dijo el Fincho? -pregunté, metido como nunca en su historia, pero haciendo como que no me importaba.

– El Fincho vale madre -dijo Lezama. -Lo que importa es lo que dijo el Fincho. No me entiendes.

– Te entiendo tan bien que me está dando hambre.

– No me entiendes, qué me vas a entender.

– Si te tomaras el sandwich que te traje, tendría pretexto para ir por otro trago, en lugar de estar aquí preguntándote por el Fincho. A fin de cuentas, a mí qué carajos me importa el Fincho.

– Porque no entiendes, cabrón.

– De acuerdo, no entiendo. ¿Te vas comer tu sandwich o no?

Seguimos un rato esa conversación de borrachos, en nuestro rincón desértico del aeropuerto, que para ese momento se había llenado de gringos asténicos y señoras mal queridas que miraban a todas partes con recelo y ansiedad.

– Nos toca abordar -le dije a Lezama, cuando anunciaron por el magnavoz que nos tocaba abordar.

Bebimos nuestro residuo y nos subimos al avión a Monterrey hablando de la última novela de Carlos Fuentes, Gringo viejo, que nos había parecido a los dos un regreso al Fuentes joven o, por lo menos, al Fuentes que leímos cuando jóvenes con fervor suficiente para hacer más soportables nuestras vidas. Le comentamos nuestra impresión sobre Fuentes a la aeromoza, quien sonrió con la levedad característica de la mexicana que entiende que dos mexicanos intentan conquistarla hablándole sueco, a continuación de lo cual dijo Lezama:

– Pídele una cuba a esta cabrona, antes de que me enamore de ella.

No volví a escucharlo durante un largo rato. Al cabo de ese rato, me desperté y vi que estaba durmiendo, impertérrito, a mi lado. Llamé entonces a la aeromoza y le exigí los tragos de rigor. Cuando los trajo, bajé frente a Lezama la mesita del respaldo que hay en todos los aviones, mezclé sus dos licores y sus pocos hielos con la coca cola y le di dos sacudidas para que regresara de su sueño a la historia que había empezado a contarme.

Había sido un adolescente superior, un joven irresistible y deslumbrante capaz de soliviantarnos con un gesto de la mano o una petición de la mirada, así que no me extrañó su regreso natural y como actuado a la búsqueda amorosa de la muchacha que nos servía y a la ansiosa continuidad de la historia que había empezado a regalarme.

– Lo que me contó el Fincho -dijo, siguió- no sé para qué te lo voy a contar a ti, cabrón. Mejor dicho: no debo contártelo a ti, que te vas a robar esta novela. Pero el Fincho me dijo todo. Y no me digas que generalizar no es narrar, porque no te vuelvo a decir una palabra, cabrón. No hagas comentarios cultos, cabrón. Me dijo el Fincho: "Tu padre era un chingón". El Fincho ya no podía beber, según él, así que nada más tomaba anís seco. Imagínate. "Me endulza la memoria", decía. En fin, me contó que mi padre y él habían entrado juntos al ministerio público de Mazatlán, mi padre como escribiente y él como mozo de la oficina, allá en los años cuarenta, a principios. Empezaron a llegar a Mazatlán en esa época unos gringos a quienes traían de un lado para otro el gobernador, el comandante de la zona y todo mundo. Finalmente mandaron llamar a mi papá, que había nacido en un pueblito en el culo del mundo de la sierra mazatleca, la sierra madre occidental, y le dijo el jefe de la policía que si podía servirles de guía a los gringos le darían un ascenso. Los gringos eran militares y funcionarios del gobierno norteamericano. Venían a iniciar la siembra en grande de amapola. La amapola se daba en forma silvestre en la sierra. Querían extenderla para producir morfina. La guerra había cortado el abasto de amapola de Turquía y no había morfina suficiente para los heridos y hospitales norteamericanos del frente. Así empezó la siembra de la amapola en Sinaloa. El jefe de la misión era un gringo güero y grande, al que le decían Willie-Billy y que se hizo muy amigo de mi papá, según el Fincho. Un personaje ese pinche gringo. Tenía una cicatriz acá por el cuello que le habían hecho en la guerra de España como voluntario. Ahora era mayor del ejército gringo y el encargado de la operación. Un año anduvieron juntos, mi papá y el gringo sembrando cuanta cañada libre se encontraron, hablando con los campesinos y repartiendo dinero por adelantado. Toda la sierra regaron mi papá y Willie-Billy de dólares y amapola, y de pequeños laboratorios rancheros, muy rudimentarios, para obtener la goma que mandaban a Los Angeles para producir la morfina. Todo muy sigiloso, porque era un acuerdo secreto entre los gobiernos y el gobierno mexicano había puesto como condición que no se hiciera escándalo, que todo fuera discreto y a la sombra y que si la cosa se sabía iban a negarlo todo. Entonces, desde el principio todo fue muy clandestino, y así siguió hasta el fin de la guerra, varios años después. Para ese momento, cuando terminó la guerra, mi papá ya era comandante de la judicial del estado y el Fincho su cuije, su ayudante, porque mi papá se lo había llevado del ministerio público a peinar la sierra con Willie-Billy. Bueno, pues, como sabes, nosotros los mexicanos ganamos la guerra, le mostramos a Hitler que con México no se juega y celebramos la victoria. En Sinaloa, le hicieron una fiesta de despedida a los gringos mandados por Willie-Billy, que se regresaban a sus bases de San Diego. No se habían acabado de despedir los gringos, cuando llama el gobernador a mi papá y le pide que vuelva a la sierra, pero guiando ahora al ejército mexicano, para quemar y arrasar lo que antes habían sembrado. "Se dice fácil", me dijo el Fincho, "pero fue la guerra civil. Los labriegos qué iban a querer quemar, si habían vivido como sultanes de la amapolita los últimos años. Bueno "pues ahí al golpe de ojo me dice tu papá: 'Esto no lo van a poder erradicar. Pueden matar a toda la sierra y ya no lo erradican. Yo voy a presentar mi renuncia porque ya no aguanto una balacera más contra esa gente que le dijimos ayer que sembrara y hoy le exigimos que queme'. Así lo hizo tu papá", me dijo el Fincho, "y así lo hice yo también, y pasamos de ser la autoridad a ser la nada. Nos quitaron la placa, nos quitaron la pistola, nos quitaron el coche que nos habían dado. Nos corrieron de la casa que nos daban prestada. Y no nos dieron ni siquiera una mendiga carta de recomendación. Y también nos quitaron el habla, como si nunca nos hubiéramos visto. Ni quien nos echara un lazo. No nos ladraban ni los perros ariscos de la zona roja".

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