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Todavía no había llegado lo peor, Koke. Vino con el invierno, cuando retornaste a París, de nuevo sin dinero. Tu hermana María Fernanda te devolvió a Clovis, de quien se había hecho cargo a regañadientes mientras tú estabas en Dieppe. Los Schuffenecker ya no pudieron alojarte. Alquilaste un cuartito miserable en la rue Caíl, cerca de la Gare de l'Est, sin muebles. Conseguiste en un mercadillo de trastos viejos una camita para Clovis. Tú dormías en el suelo, temblando de frío bajo una simple manta. Sólo tenías ropa de verano y Mette no te envió nunca la de invierno que dejaste en Copenhague. Aquellos meses finales de 1885 y primeros de 1886 fueron helados, con frecuentes nevadas. Clovis contrajo una varicela y ni siquiera pudiste comprarle remedios; sobrevivió porque, sin duda, tenía tu misma sangre fuerte y un espíritu rebelde que se crecía ante la adversidad. Lo alimentabas con puñaditos de arroz y tú, muchos días, comiste apenas un mendrugo. Entonces -la desesperación, Koke- tuviste que dejar de pintar para que tú y el niño no desfallecieran. Cuando pensabas que, tal vez, la solución sería lanzarte desde uno de los puentes a las aguas heladas del Sena con el niño en brazos, encontraste trabajo: pegador de carteles publicitarios en las estaciones de París. ¡Albricias, Koke! Era un trabajo duro, a la intemperie, que te embadurnaba de engrudo de pies a cabeza, pero, en unas cuantas semanas, te permitió ahorrar lo suficiente para poner a Clovis en una modestísima pensión, en Antony, en las afueras de París.

¿Fue ese invierno, entre 1885 y 1886, el peor momento de tu vida, cuando estuviste a punto de rendirte? No. Era éste, pese a que tenías un techo bajo el cual dormir y -gracias a Daniel de Monfreid y al galerista Ambroise Vollard- un dinerillo que, aunque escaso, te permitía comer y beber. Porque nada, ni siquiera aquel horrible invierno de hacía dieciocho años, se comparaba a la impotencia que sentías cada jornada, tratando, poco menos que a tientas, de volcar en el lienzo los colores y las formas que te sugería la presencia de Haapuani. La presencia, porque casi todo lo que veías de él era una silueta sin rostro. Eso no te importaba tanto. Tenías en la memoria, muy nítida, la agraciada cara, pese a sus años, del marido de Tohotama, y, también, la idea de lo que debía ser el cuadro. Un bello hechicero que es, al mismo tiempo, un mahu. Un ser coqueto y distinguido, con florecillas entre sus lacios y largos cabellos femeninos, envuelto en una gran capa roja que llamea a sus espaldas, con una hoja en su mano derecha que delata sus conocimientos secretos del mundo vegetal,-filtros de amor, pociones curativas, venenos, cocimientos mágicos- y, detrás de él, como siempre en tus cuadros (¿por qué, Koke?), dos mujeres sumergidas en la floresta -reales o tal vez fantásticas, arrebujadas en unos misteriosos capotes masculinos de reminiscencia frailuna y medieval-, observándolo, fascinadas o asustadas por su conducta misteriosa y equívoca y por su insolente libertad. Habría un perro allí también, a los pies del brujo, de extraña osatura, venido acaso del averno maorí. Un gallo negro, un río de aguas blanquiazules, y un cielo de anochecer asomaría entre los árboles del bosque, al fondo. Lo veías muy bien en tu mente, pero, para trasladarlo sobre la tela, necesitabas consultar a cada momento al propio Haapuani, o a Tohotama, o a Tioka, que a veces venía a verte trabajar, sobre los colores, y las mezclas que hacías poco menos que por mera intuición, sin poder verificar los resultados. Ellos tenían buena voluntad, pero no las palabras ni el conocimiento para responder a tus preguntas. La idea de que sus informaciones inexactas estropearan tu tarea te torturaba. El trabajo iba lentísimo. ¿Avanzabas o retrocedías? Cómo saberlo. Cuando la impotencia te arrancaba un gemido, una crisis de llanto y blasfemias, Haapuani y Tohotama permanecían a tu lado, sin moverse, respetuosos, esperando que te calmaras y retornaras el pincel.

Entonces, Paul recordó que, en aquel invierno durísimo de hacía dieciocho años, cuando pegaba carteles en las estaciones de ferrocarril de París, el azar puso en sus manos un librito que encontró, olvidado o arrojado allí por su dueño, en una silla de un cafetín contiguo a la Gare de l'Est donde se sentaba a tomar un ajenjo al término de la jornada. Su autor era un turco, el artista, filósofo y teólogo Mani Velibi-Zumbul-Zadi, que, en ese ensayo, había trenzado sus tres vocaciones. El color, según él, expresaba algo más recóndito y subjetivo que el mundo natural. Era manifestación de la sensibilidad, las creencias y las fantasías humanas. En la valoración y el uso de los colores se volcaba la espiritualidad de una época, los ángeles y demonios de las personas. Por eso, los artistas auténticos no debían sentirse esclavizados por el mimetismo pictórico frente al mundo natural: bosque verde, cielo azul, mar gris, nube blanca. Su obligación era usar los colores de acuerdo a urgencias íntimas o al simple capricho personal: sol negro, luna solar, caballo azul, olas esmeraldas, nubes verdes. Mani Velibi-Zumbul-Zadi decía también -qué oportuna ahora esa enseñanza, Koke- que los artistas, para preservar su autenticidad, debían prescindir de modelos y pintar fiándose exclusivamente de su memoria. Así su arte materializaría mejor sus verdades secretas. Eso era lo que, obligado por tus ojos, estabas haciendo, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da el último cuadro que pintarías? La pregunta te daba arcadas de tristeza y rabia.

– Cuando termine este retrato no volveré a coger un pincel, Haapuani.

– ¿Quieres decir que, por pintarme, te voy a enterrar, Koke?

– En cierto modo, sí. Me vas a enterrar y yo, en

cambio, te voy a inmortalizar. Saldrás ganando, Haapuani.

– ¿Puedo preguntarte, Koke? -Tohotama había estado muda e inmóvil toda la mañana, tanto que Paul no advirtió su presencia-. ¿Por qué has puesto esa capa roja en los hombros de mi marido? Haapuani nunca se ha vestido así. Tampoco conozco a nadie de Hiva Oa o de Tahuata que lo haga.

– Pues eso es lo que yo veo en los hombros de tu marido, Tohotama-Koke se sintió animado al oír la voz honda y espesa de la muchacha, que se correspondía tan bien con su robusta anatomía y sus cabellos rojizos, sus pechos turgentes, sus grandes caderas y sus gruesos y lustrosos muslos, todas esas cosas bellas que ahora ya sólo podía recordar-. Veo toda la sangre que han vertido los maoríes a lo largo de su historia. Luchando entre sí, destrozándose por la comida y por la tierra, defendiéndose contra invasores de carne y hueso o demonios del otro mundo. En esa capa roja está toda la historia de tu pueblo, Tohotama.

– Yo sólo veo una capa roja que nunca nadie se ha puesto acá -insistió ella-. ¿Y las capuchas de ésas? ¿Son dos mujeres, Koke? ¿O son hombres? No pueden ser marquesanos. Nunca he visto en estas islas a una mujer o un hombre que se ponga eso en la cabeza.

Sintió deseos de acariciada, pero no lo intentó. Estirarías los brazos y tocarías el aire, pues ella te esquivaría con facilidad. Entonces, te invadiría una sensación de ridículo. Pero, haberla deseado, aunque fuera sólo un momento, te alegró, pues una de las consecuencias del avance sobre tu cuerpo de la enfermedad impronunciable era la falta de deseos. No estabas muerto del todo, Koke. Un poco más de paciencia y tesón, y terminarías este maldito cuadro.

Después de todo, tal vez era cierto aquello que, en el seminario de la Chapelle Saint-Mesmin, en tu infancia en Orléans, le gustaba repetir al obispo Dupanloup en sus clases de religión, cuando exaltaba a los héroes de la Cristiandad: era cayendo más bajo cuando el alma pecadora podía impulsarse más, para llegar más alto, como Roberto el Diablo, el malvado absoluto que terminó santo. Te había pasado a ti, luego de aquel invierno atroz de 1885-1886, en París, cuando sentiste que te hundías en el cieno. A partir de allí empezaste a ascender hacia la superficie, hacia el aire puro, poco a poco. El milagro tenía un nombre: Pont-Aven. Muchos pintores y aficionados al arte hablaban de Bretaña, por la belleza de su paisaje sin domesticar, su aislamiento y sus temporales románticos. Para ti, el atractivo de Bretaña combinaba dos razones, una ideal y otra práctica. En Pont-Aven, pueblecito perdido en el Finisterre bretón, encontrarías todavía una cultura arcaica, gentes que en vez de renunciar a su religión, a sus creencias y costumbres tradicionales, se aferraban a ellas con soberano desprecio por los esfuerzos del Estado y de París para integrarlos a la modernidad. De otro lado, allí podrías vivir con poco dinero. Aunque las cosas no salieran exactamente como lo esperabas, tu partida hacia Pont-Aven -trece horas de tren, por la ruta de Quimperlé- en aquel soleado julio de 1886 fue la decisión más acertada hasta entonces de toda tu vida.

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