Esa turbamulta de imágenes arequipeñas la distrajeron del mal rato que le hizo pasar el poeta-panadero Jean Reboul. Regresó al Hotel du Gard, despacio, por unas calles atestadas de gentes que hablaban en la lengua regional que no entendía. Era como estar en un país extranjero. Esta gira le había enseñado que, contrariamente a lo que creían en París, el francés estaba lejos de ser la lengua de todos los franceses. Veía, en muchas esquinas, a esos saltimbanquis, magos, payasos, adivinos, que abundaban en esta ciudad casi tanto como los mendigos que estiraban una mano, ofreciendo, a cambio de una moneda, «rezar un avemaría por el alma de la buena señora». La mendicidad era una de sus bestias negras: en todas las reuniones trató de inculcar a los obreros que mendigar, práctica atizada por las sotanas, era tan repugnante como la caridad; ambas cosas degradaban moralmente al mendigo, al tiempo que daban al burgués buena conciencia para seguir explotando a los pobres sin remordimientos. Había que combatir la pobreza cambiando la sociedad, no con limosnas. Pero el sosiego y el buen ánimo no le duraron mucho, pues, camino al hotel, debió pasar por el lavadero público. Un lugar que, desde su primer día en Nimes, la puso fuera de sí. ¿Cómo era posible que, en 1844, en un país que se preciaba de ser el más civilizado del mundo, se viera un espectáculo tan cruel, tan inhumano, y que nadie hiciera nada en esta ciudad de sacristías y beatos para acabar con semejante iniquidad?
Tenía sesenta pies de largo y cien de ancho, y estaba alimentado por un manantial que bajaba de las rocas. Era el único lavadero de la ciudad. En él escurrían y fregaban la ropa de los nimenses de trescientas a cuatrocientas mujeres, que, dada la absurda conformación del lavadero, tenían que estar sumergidas en el agua hasta la cintura para poder jabonar y fregar la ropa en los batanes, los únicos del mundo que, en vez de estar inclinados hacia el agua, para que las mujeres pudieran permanecer acuclilladas en la orilla, lo estaban hacia el lado opuesto, de manera que las lavanderas sólo podían utilizados sumergiéndose. ¿Qué mente estúpida o perversa dispuso así los batanes para que las desdichadas mujeres quedaran hinchadas y deformes como sapos, con erupciones y manchas en la piel? Lo grave no era sólo que pasaran tantas horas en el agua; sino que esa agua, que utilizaban también los tintoreros de chales de la industria local, estaba cargada de jabón, de potasio, de sodio, de agua de Javel, de grasa, y de tinturas como índigo, azafrán y rubia. Varias veces conversó Flora con estas infelices que, por pasarse diez y doce horas en el agua, padecían de reumatismo, infecciones a la matriz y se quejaban de abortos y embarazos difíciles. El lavadero no paraba nunca. Muchas lavanderas preferían trabajar de noche, pues podían elegir mejores sitios, ya que a esa hora había pocos tintoreros. Pese a su dramática condición, y a explicarles que ella obraba para mejorar su suerte, no consiguió convencer a una sola lavandera que asistiera a las reuniones sobre la Unión Obrera. Las notó siempre recelosas, además de resignadas. En uno de sus encuentros con los doctores Pleindoux y De Castelnaud les mencionó el lavadero. Se extrañaron de que Flora encontrara inhumanas esas condiciones de trabajo. ¿No trabajan así las lavanderas en el resto del mundo? No veían en ello motivo de escándalo. Naturalmente, desde que descubrió cómo funcionaba el lavadero de Nlmes, Flora decidió que mientras permaneciera en esta ciudad, nunca daría su ropa a lavar. La lavaría ella misma, en el hotel.
El Hotel du Gard no era la pensión de madame Denuelle, ¿cierto, Andaluza? Antigua cantante de ópera parisina varada en Urna y transformada en hotelera, donde ella pasó Flora sus últimos dos meses en tierras peruanas. Se la había recomendado el capitán Chabrié, y, en efecto, madame Denuelle, a quien aquél había hablado de Flora, la recibió con muchas consideraciones, le dio un cuarto muy cómodo y una excelente pensión por un precio módico (don Pío la despidió con un regalo de cuatrocientos pesos para los gastos, además de pagarle el pasaje). En esas ocho semanas, madame Denuelle le presentó a la mejor sociedad, que venía a la pensión a jugar a las cartas, hacer tertulia, ya lo que Flora descubrió era la ocupación principal de las familias acomodadas de Lima: la frivolidad, la vida social, los bailes, los almuerzos y comidas, la chismografía mundana. Curiosa ciudad esta capital del Perú, que, pese a tener sólo unos ochenta mil pobladores, no podía ser más cosmopolita. Por sus callecitas cortadas por acequias donde los vecinos echaban las basuras y vaciaban sus bacinicas, se paseaban marineros de barcos anclados en el Callao procedentes de medio mundo, ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses, alemanes, asiáticos, de modo que, vez que salía a visitar los innumerables conventos e iglesias coloniales, o a dar vueltas a la Plaza Mayor, costumbre sagrada de los elegantes, Flora oía a su alrededor más idiomas que en los bulevares de París. Rodeada de huertas de naranjos, platanares y palmeras, con casas espaciosas de un solo piso, una amplia galería para tomar el fresco -aquí no llovía nunca- y dos patios, el primero para los dueños y el segundo para los esclavos, esta pequeña ciudad de apariencia provinciana, con su bosque de campanarios desafiando el cielo siempre gris, tenía la sociedad más mundana, muelle y sensual que Flora hubiera podido imaginar.
Entre las amistades de madame Denuelle y sus propios parientes (trajo cartas para ellos desde Arequipa) en esos dos meses Flora se pasó los días abrumada de invitaciones a casas suntuosas donde se preparaban cenas opíparas. y yendo al teatro, a los toros (en la detestable corrida uno de los astados destripó a un caballo y corneó a un torero), a las riñas de gallos, al obligatorio Paseo de Aguas, donde las familias iban, a pie o en calesas, a mostrarse, reconocerse, enamorarse o intrigar, a la cuesta de Amancaes, y a procesiones, misas (las señoras asistían a dos o tres cada domingo), a los baños de mar de Chorrillos, y visitó los calabozos de la Inquisición, con los escalofriantes instrumentos de tortura que se aplicaban a los acusados para arrancarles las confesiones. Conoció a todo el mundo, desde el presidente de la República, el general Orbegoso y a los generales más en boga, algunos de ellos, como Salaverry, jovencitos semi-imberbes, simpáticos y galantes pero de una incultura prodigiosa, y a una eminencia intelectual, el sacerdote Luna Pizarro, quien la invitó a una sesión del Congreso.
Lo que más la impresionó fueron las limeñas de la buena sociedad. Cierto, parecían ciegas y sordas a la miseria que las rodeaba, esas calles llenas de mendigos e indios descalzos que, en cuclillas e inmóviles, parecían esperar la muerte, ante los que lucían sus elegancias y riquezas sin el menor embarazo. ¡Pero de qué libertad gozaban! En Francia, hubiera sido inconcebible. Vestidas con el atuendo típico de Lima, el más astuto e insinuante que se podía inventar, el de las «tapadas», que constaba de la saya, una estrecha falda y un manto que, como un saco, envolvía hombros, brazos, cabeza y dibujaba las formas de una manera delicada y cubría tres cuartas partes de la cara, dejando al descubierto sólo un ojo, las limeñas, vestidas así-disfrazadas así-, a la vez que fingían ser todas bellas y misteriosas, también se volvían invisibles. Nadie podía reconocerlas -empezando por sus maridos, según las. oía jactarse Flora- yeso les inspiraba una audacia inusitada. Salían solas a la calle -aunque seguidas a distancia por una esclava- y les encantaba dar sorpresas o burlarse con picardías de los conocidos a quienes cruzaban en la calzada, que no podían identificarlas. Todas fumaban, apostaban fuertes sumas en el juego, y hacían gala de una coquetería permanente, a veces desmedida, con los caballeros. La señora Denuelle le fue informando sobre los amores clandestinos, las intrigas amorosas en que esposos y esposas andaban enredados, y que, a veces, si estallaba el escándalo, solían culminar en duelos a sable o pistola a orillas del lánguido río Rímac. Además de salir solas, las limeñas montaban a caballo vestidas de hombre, tocaban la guitarra, cantaban y bailaban, incluso las viejas, con soberbio descaro. Viendo a estas mujeres emancipadas, Florita se veía en apuros cuando, en las reuniones y saraos, aquéllas, abriendo los labios con fruición y con los ojos ávidos, le pedían que les contara «las cosas tremendas que hacían las parisinas». Las limeñas tenían una predilección enfermiza por los zapatitos de raso, de formas audaces y de todos los colores, uno de los artilugios claves de sus técnicas de seducción. Te regalaron un par de ellos y tú, Florita, se los regalarías años después a Olympia, en prenda de amor.