En la iglesia y el convento de Santo Domingo reinaba indescriptible desorden. Las familias arequipeñas hacinadas en pasillos, zaguanes, naves, claustros, celdas, con sus niños y esclavos tirados por los suelos, apenas podían moverse. Había nauseabundos olores a orines y excrementos y un griterío enloquecedor. Las escenas de pánico se mezclaban con los rezos y salmos que entonaban algunos grupos, en tanto que los monjes, saltando de un lugar a otro, trataban en vano de poner orden. Don Pío y su familia, dados su rango y fortuna, tuvieron el privilegio de ocupar el despacho del prior; allí, la vasta parentela, pese a la estrechez del recinto, podía al menos moverse por turnos. El tiroteo cesó en la noche, recrudeció al alba, y, poco después, calló del todo. Cuando don Pío decidió ir a ver qué ocurría, Flora lo siguió. La calle estaba desierta. La casa de los Tristán no había sido invadida. Desde la azotea, con su largavista, Flora vio a la distancia, en una mañana de cielo limpio y una brisa fresca que había despejado la humareda de la pólvora, siluetas militares que se abrazaban. ¿Qué ocurría? Lo supieron poco después, cuando llegó al galope por la calle Santo Domingo, tiznado de pies a cabeza, con rasguños en las manos y los rubios cabellos blancos de tierra, el coronel Althaus.
– El general Nieto es todavía más bruto que sus oficiales y soldados -rugió, sacudiéndose a manazos el uniforme-. Ha aceptado la tregua que pidió San Román, cuando podíamos rematado.
El fuego de artillería del coronel Morán, además de causar bajas a los propios dragones -entre treinta y cuarenta muertos, calculaba Althaus-, bombardeó el campamento de las rabonas confundiéndolas con gamarristas; sus cañones habían pulverizado y lisiado vaya usted a saber a cuántas de esas mujeres, insustituibles para el auxilio y aprovisionamiento de la tropa. Pese a ello, luego de varias cargas a la bayoneta, los soldados de Nieto, enardecidos por el ejemplo del deán Valdivia y el propio Althaus, hicieron retroceder al ejército de San Román. Entonces, en vez de acceder a lo que el cura y el alemán le pedían -perseguirlos y aniquilados-, Nieto aceptó la tregua que reclamaba el enemigo. Se reunió con San Román, se abrazaron y lloraron, besaron juntos una bandera peruana, y, luego de que el gamarrista le prometiera que reconocería a Orbegoso como presidente del Perú, el imbécil de Nieto le estaba enviando ahora alimentos y bebidas para sus hambrientos soldados. El deán Valdivia y Althaus le aseguraron que era una estratagema del adversario para ganar tiempo y reordenar sus fuerzas. ¡Era insensato aceptar la tregua! Nieto fue inflexible: San Román era un caballero; reconocería a Orbegoso como Jefe de Estado y de este modo se reconciliaría la familia peruana.
Althaus pidió a don Pío que, unido a otros notables de Arequipa, destituyera a Nieto, asumiera el mando militar y ordenara el reinicio de las hostilidades. El tío de Flora palideció como un cadáver. Juró que se sentía enfermo y fue a meterse en cama. «Lo único que le preocupa a este viejo avaro es su dinero», masculló Althaus. Florita pidió a su primo que, puesto que había cesado la guerra, la llevara al campamento. El alemán, después de dudar un momento, asintió. La subió a la grupa de su caballo. Todo el contorno estaba en ruinas. Chacras y viviendas habían sido saqueadas antes de ser ocupadas por las rabonas y convertidas en refugios o enfermerías. Mujeres ensangrentadas, a medio vendar, cocinaban en improvisados fogones, en tanto que los soldados heridos permanecían tumbados en el suelo, sin atención alguna, gimiendo, mientras que otros dormían a pierna suelta la fatiga del combate. Gran cantidad de perros merodeaban por el lugar, olisqueando los cadáveres bajo nubes de buitres. Cuando, en el puesto de mando de Althaus, Florita interrogaba a unos oficiales sobre los incidentes del combate, llegó un parlamentario de San Román. Explicó que, por acuerdo de su Estado Mayor, la promesa de su jefe de reconocer a Orbegoso como presidente, era incumplible: todos sus oficiales se oponían. Así, pues, se reiniciaban las acciones. «Por el tarado de Nieto, hemos perdido una batalla ganada», susurró Althaus a Flora. Le dio una mula para regresar a Arequipa e informar a la familia que recomenzaba la guerra.
El alba la encontró, en su sórdido cuartito del Hotel du Gard, riéndose sola al recuerdo de aquella batalla, que, de confusión en confusión, se acercaba a su inverosímil desenlace. Era su tercer día en la odiosa Nimes, y, a media mañana, tenía cita con el poeta-panadero Jean Reboul, cuyos poemas habían elogiado Lamartine y Victor Hugo. ¿Encontrarías, por fin, en ese vate salido del mundo de los explotados, el valedor que te hacía falta para que prendiera en Nimes la idea de la Unión Obrera y sacara a los nimenses del sopor? Nada de eso. En Jean Reboul, el famoso poeta obrero de Francia, encontró un ensoberbecido vanidoso -la vanidad era la enfermedad de los poetas, Florita, estaba comprobado- al que a los diez minutos de estar con él detestó. En un momento tuvo ganas de taparle la boca a ver si así enmudecía su deslenguada jeta. La recibió en su panadería, la subió a los altos y cuando ella le preguntó si había oído hablar de su cruzada y de la Unión Obrera, el blanduzco y creído gordinflón comenzó a enumerar a los duques, académicos, autoridades y profesores que le escribían, elogiando su estro y agradeciéndole lo que hacía por el arte de Francia. Cuando ella intentó explicarle la revolución pacífica que acabaría con la discriminación, la injusticia y la pobreza, el fatuo la interrumpió con una frase que la dejó estupefacta: «Pero, justamente, eso es lo que hace nuestra santa Madre Iglesia, señora». Flora, reponiéndose, intentó ilustrado, explicándole que todos los sacerdotes -judíos, protestantes y mahometanos, pero principalmente los católicos- eran aliados de los explotadores y los ricos porque con sus sermones mantenían resignada a la humanidad doliente con la promesa del Paraíso, cuando lo importante no era ese improbable premio celestial postmortem, sino la sociedad libre y justa que se debía construir aquí y ahora. El poeta panadero respingó como si se le hubiera aparecido el diablo:
– Usted es mala, mala -exclamó, haciendo con las manos una especie de exorcismo-. ¿Y se le ocurre venir a pedirme ayuda a mí, para una obra contra mi religión?
Madame-la-Colere terminó por estallar, llamándolo traidor a sus orígenes, impostor, enemigo de la clase obrera y falso prestigio al que el tiempo se encargaría de desenmascarar.
La visita al poeta-panadero la dejó tan extenuada que debió sentarse en una banca, a la sombra de unos plátanos, hasta serenarse un poco. A su lado oyó decir a una pareja, muy excitados ambos, que esa tarde irían a escuchar al pianista Liszt, en la sala de audiencias del ayuntamiento. Curiosa casualidad; en casi toda su gira, habían coincidido. El pianista parecía seguirte los pasos, Florita. ¿ y si esta noche te tomabas un descanso e ibas a escucharlo? No, de ninguna manera. Tú no podías perder el tiempo oyendo conciertos, como los burgueses.
Del desenlace de la batalla de Cangallo, se enteró sólo un mes más tarde, en Lima, por el coronel gamarrista Bernardo Escudero, con quien -el recuerdo esfumó a Jean Reboul-, en sus últimos días en Arequipa, ¿viviste un romance, Florita? ¡Vaya historia! Al día siguiente de la ruptura de hostilidades entre orbegosistas y gamarristas, el general Nieto ordenó a su ejército ponerse en marcha y salir en busca del taimado San Román. Encontró a los soldados gamarristas en Cangalla, bañándose en el río y descansando. Nieto se abalanzó sobre ellos. Iba a ser una rápida victoria. Pero, una vez más, las equivocaciones vinieron en ayuda de San Román. Esta vez los dragones de Nieto confundieron el blanco, pues, en vez de lanzar sus cargas de fusile ría sobre las huestes enemigas, diezmaron a su propia artillería, hiriendo incluso al coronel Morán. Abrumados por lo que creyeron una irresistible acometida de los gamarristas, los soldados de Nieto dieron media vuelta y echaron a correr en enloquecida retirada rumbo a Arequipa. Al mismo tiempo, creyéndose perdido, el general San Román, que ignoraba lo que ocurría en el bando adversario, ordenó también a su tropa retirarse a marchas forzadas en vista de la superioridad del enemigo. En su huida, tan desesperada y ridícula como la de Nieto, no paró hasta Vilque, a cuarenta leguas de allí. La imagen de esos dos ejércitos, con sus generales al frente, corriendo uno del otro pues ambos se creían derrotados, la tenías siempre en la memoria, Florita. Un símbolo del caos y el absurdo en que transcurría la vida en la tierra de tu padre, esa tierna caricatura de República. A veces, como ahora, aquel recuerdo te divertía, te parecía representar, a gran escala, una de esas farsas de enredos y malentendidos molierescos que aquí en Francia se creían exclusivas de los escenarios.