Cuando supo que, en las cinco fábricas textiles del industrial más rico de Avignon, los horarios de trabajo eran de veinte horas diarias, tres o cuatro más que lo acostumbrado, quiso conocer a ese patrón. Monsieur Thomas no tuvo reparo en recibida. Vivía en el antiguo palacio de los duques de Crillon, en la fue de la Masse, donde la citó muy de mañana. El bellísimo local albergaba, por dentro, un caos de muebles y cuadros de distintas épocas y estilos, y el despacho del señor Thomas -un ser esquelético y nervioso, de una energía que se le escapaba por los ojos- era viejo, sucio, con las paredes despintadas, y cantidades de papeles, cajas y carpetas por el suelo, entre los cuales apenas podía ella moverse.
– No exijo a mis obreros nada que no haga yo mismo -le ladró a Flora, cuando ésta, luego de explicarle su misión, le reprochó que sólo dejara a los trabajadores cuatro horas para dormir-. Porque yo trabajo desde el alba hasta la medianoche, vigilando personalmente la marcha de mis talleres. Un franco al día es una fortuna para un inútil. No se deje engañar por las apariencias, señora. Viven como miserables porque no saben ahorrar. Se gastan lo que ganan bebiendo alcohol. Yo, para que usted lo sepa, soy abstemio.
Le explicó a Flora que él no imponía los horarios. A quien no gustaba ese sistema, podía buscar trabajo en otra parte. Para él no era problema; cuando faltaba mano de obra en Avignon, la importaba de Suiza. Con esos bárbaros de las montañas alpinas jamás tuvo problemas: trabajaban calladitos y agradecidos con el salario que les pagaba. Ellos sí que sabían ahorrar, esos suizos embrutecidos.
Sin reflexionar ni un instante, dijo a Flora que no pensaba darle un centavo para su proyecto de Unión Obrera, porque, aunque él no fuera muy enterado, había algo en sus ideas que se le antojaba anarquista y subversivo. Por eso, tampoco le compraría un solo libro.
– Le agradezco la franqueza, señor Thomas -dijo Flora, poniéndose de pie-. Como no volveremos a vernos las caras, permítame decide que usted no es un ser cristiano, ni civilizado, sino un antropófago, un comedor de carne humana. Si algún día sus obreros lo cuelgan, se lo habrá ganado.
El industrial se echó a reír a carcajadas, como si Flora le hubiera rendido un homenaje.
– A mí, las mujeres de carácter me gustan -la aprobó, exultante-. Si no estuviera tan ocupado, la invitaría a pasar un fin de semana en mi finca, en el Vaucluse. Usted y yo nos entenderíamos de maravilla, mi señora.
No todos los empresarios de Avignon resultaron tan toscos. Monsieur Isnard la recibió con cortesía, la escuchó, se suscribió con veinticinco francos a la Unión Obrera y le encargó veinte libros «para repartidos entre los obreros más inteligentes». Reconoció que, a diferencia de Lyon, ciudad tan moderna en todos los sentidos, Avignon estaba políticamente en la prehistoria. Los obreros eran indiferentes, y las clases directoras se dividían entre monárquicos y napoleonistas, cosas bastante parecidas aunque con etiquetas diferentes. No le auguraba muchos éxitos en su cruzada para acabar con la injusticia, pero se los deseaba.
Flora no se dejó desmoralizar por esos malos pronósticos, ni por la colitis que, sin tregua, la atormentó los diez días de Avignon. En las noches, en la pensión El Oso, como no podía dormir y hacía calor, abría la ventana para sentir la brisa y ver el cielo de Provenza, cuajado de estrellas, tan numerosas y titilantes como las que contemplabas desde Le Mexicano, en las noches tranquilas, luego de pasar la región ecuatorial, en esas cenas en cubierta que el capitán Chabrié amenizaba cantando canciones tirolesas y arias de Rossini, su compositor preferido. Alfred David, el armador, aprovechaba sus conocimientos de astronomía para enseñar a Flora los nombres de las estrellas y las constelaciones, con la paciencia de un buen maestro de escuela. Los celos hacían palidecer al capitán Chabrié. También debía sentir celos con las prácticas de español que hacías, ayudada por los diligentes pasajeros peruanos, el cusqueño Fermín Miota, su primo don Fernando, el viejo militar don José y su sobrino Cesáreo, quienes se disputaban por enseñarte los verbos, corregirte la sintaxis e ilustrarte sobre las variantes fonéticas del español que se hablaba en el Perú. Pero, aunque Chabrié debía sufrir por las atenciones que los demás te prodigaban, no lo decía. Era demasiado correcto y educado para hacerte escenas de celos. Como le habías dicho que al llegar a Valparaíso le darías una respuesta definitiva, esperaba, sin duda rezando cada noche para que le dieras el sí.
Después de los calores ecuatoriales, y de unas semanas de calma chicha y buen tiempo en que el mareo cedió y la travesía se volvió más llevadera -pudiste devorar los libros de Voltaire, Victor Hugo y Walter Scott que llevabas contigo-, Le Mexicano enfrentó la peor etapa del viaje: el cabo de Hornos. Cruzado en julio y agosto era arriesgarse a naufragar a cada momento. Los vientos huracanados parecían empeñarse en precipitar el barco contra las montañas de hielo que les salían al encuentro y tormentas de nieve y granizo les caían encima, anegando camarotes y bodegas. Día y noche vivían aterrados y semicongelados. El miedo a morir ahogada mantuvo a Flora sin pegar los ojos en esas semanas terribles, viendo, admirada, cómo los oficiales y marineros de Le Mexicano, empezando por Chabrié, se multiplicaban, izando o arriando las velas, achicando el agua, protegiendo las máquinas, reparando los destrozos, en jornadas que los tenían sin descansar y sin comer doce o catorce horas seguidas. La mayor parte de la tripulación llevaba poco abrigo. Los marineros tiritaban de frío y caían a veces derribados por la fiebre. Hubo accidentes -un maquinista resbaló desde el palo de mesana y se rompió una pierna- y una epidemia cutánea, con escozor y forúnculos, contaminó a medio barco. Cuando, por fin, salieron del cabo y la nave comenzó a remontar el litoral de América del Sur por las aguas del Pacífico, rumbo a Valparaíso, el capitán Chabrié presidió una ceremonia religiosa de acción de gracias, por haber salido con vida de esta prueba, que pasajeros y tripulantes -la excepción fue el armador David, que se proclamaba agnóstico- siguieron devotamente. Flora también. Hasta el cabo de Hornos, nunca habías sentido la muerte tan cerca, Andaluza.
Estaba pensando, precisamente, en aquella ceremonia religiosa y en los sentidos rezos de Zacarías Chabrié, cuando, una mañana en que disponía de unas horas libres en Avignon, se le ocurrió visitar la antigua iglesia de Saint Pierre. Los aviñoneses la consideraban una de las joyas de la ciudad. Se celebraba una misa. Para no distraer a los fieles, Flora se sentó en una banca del fondo de la nave. Al poco rato sintió hambre -debido a los cólicos, sus comidas eran frugales- y como llevaba un pan en el bolsillo, lo sacó y comenzó a comer, con discreción. No le sirvió de mucho, pues, al poco rato, se vio rodeada por un corro de mujeres enfurecidas, con pañuelos en la cabeza y misales y rosarios en las manos, que la recriminaban por faltar el respeto a un lugar sagrado y atropellar los sentimientos de los feligreses durante la santa misa. Les explicó que no había sido su intención ofender a nadie, que estaba obligada a comer algo cuando tenía fatiga pues sufría del estómago. En vez de calmadas, sus explicaciones las irritaban más, y varias de ellas, en francés o provenzal, comenzaron a llamada «judía», «judía sacrílega». Terminó por retirarse, para que el escándalo no pasara a mayores.
El incidente del que fue víctima al día siguiente al entrar a un taller de tejedores ¿fue consecuencia de lo ocurrido en la iglesia de Saint- Pierre? En la puerta del taller, en actitud amenazante, cerrándole la entrada, la esperaba un grupo de obreras, o de mujeres y parientes de obreros, a juzgar por la extremada pobreza de sus ropas. Algunas iban descalzas. Los intentos de Flora de dialogar con ellas, averiguar qué le reprochaban, por qué querían impedirle entrar al taller a reunirse con los tejedores, no dieron resultado. Las aviñonesas, gritando varias a la vez y gesticulando con furia, la callaban. A medias, pues el francés y la lengua regional se mezclaban en sus bocas, acabó por entenderlas. Temían que, por su culpa, sus maridos perdieran sus trabajos, e, incluso, fueran apresados. Algunas parecían celosas de su presencia allí, pues le gritaban «corruptora» o «puta, puta», mostrándole las uñas. Los dos aviñoneses que la acompañaban, discípulos de Agricol Perdiguier, le aconsejaron que renunciara al encuentro con los tejedores. Tal como estaban de caldeados los ánimos, no se podía excluir una agresión física. Si venía la policía, Flora pagaría los platos rotos.