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Zacarías Chabrié se portó como el perfecto caballero bretón que Flora había intuido en él la noche que lo conoció, en aquella pensión parisina. Extremaba las atenciones, llevándole él mismo al camarote esas infusiones que supuestamente controlaban las arcadas, e hizo que le armaran un pequeño lecho en cubierta, junto a las jaulas de las gallinas y las cajas con verduras, porque al aire libre el mareo se atenuaba y Flora tenía intervalos de paz. No sólo el capitán Chabrié multiplicó las atenciones hacia ella. También el segundo de a bordo, Louis Briet, otro bretón. Y hasta el armador Alfred David, que posaba de cínico y emitía opiniones ferozmente negativas sobre el género humano y augurios catastrofistas, con ella se dulcificaba y se mostraba servicial y simpático. Todos en el barco, desde el capitán hasta el grumete, desde los pasajeros peruanos hasta el cocinero provenzal, hicieron lo imposible para que la travesía te resultara grata, pese al martirio del mareo.

Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de la humanidad, gracias a aquella experiencia. Te abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido imaginar. Y tú que, por tus pequeñas miserias conyugales, creías haber tocado el fondo del infortunio.

A los veinticinco días de navegación, Le Mexicano se refugió en la bahía de La Praia, en la isla de Cabo Verde, para calafatear la sentina, que mostraba filtraciones. y a ti, Florita, que habías sentido tanta dicha al saber que pasarías unos días en tierra firme sin que todo se moviera bajo tus pies, en La Praia te fue todavía peor que con el mareo. En esa localidad de cuatro mil habitantes viste la cara real, espantosa, indescriptible, de una institución que apenas conocías de oídas: la esclavitud. Siempre recordarías aquella imagen con que te recibió la placita de armas de La Praia, a la que los recién llegados en Le Mexicano arribaron luego de cruzar una tierra negra, rocallosa, y escalar el alto farallón a cuyas orillas se desplegaba la ciudad: dos soldados sudorosos, entre juramentos, azotaban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nubes de moscas, bajo un sol de plomo. Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te clavaron en el sitio. Te apoyaste en el brazo de Alfred David:

– ¿Qué hacen ésos?

– Azotan a dos esclavos que habrán robado, o algo peor -le explicó el armador, con gesto displicente-. Los amos fijan el castigo y dan unas propinas a los soldados para que lo ejecuten. Dar latigazos en este calor es terrible. ¡Pobres negreros!

Todos los blancos y mestizos de La Praia se ganaban la vida cazando, comprando y vendiendo esclavos. La trata era la única industria de esta colonia portuguesa donde todo lo que Flora vio y oyó, y todas las gentes que conoció en los diez días que demoró calafatear las bodegas de Le Mexicano, le produjeron conmiseración, espanto, cólera, horror. Nunca olvidarías a la viuda Watrin, alta y obesa matrona color café con leche, cuya casa estaba llena de grabados de su admirado Napoleón y de los generales del Imperio, que, luego de convidarte una taza de chocolate con pastas, te mostró orgullosa el adorno más original de su sala de estar: dos fetos negros, flotando en unas peceras llenas de formol.

El terrateniente principal de la isla era un francés de Bayona, monsieur Tappe, antiguo seminarista que, enviado por su orden a realizar trabajo apostólico en las misiones africanas, desertó, para dedicarse a la tarea, menos espiritual, más productiva, de la trata de negros. Era un cincuentón rollizo y congestionado, de cuello de toro, venas salientes y unos ojos libidinosos que se posaron con tanta desfachatez en los pechos y el cuello de Flora que ella estuvo a punto de abofeteado. Pero, no lo hizo, escuchándolo fascinada despotricar de los malditos ingleses que, con sus estúpidos prejuicios puritanos contra la trata, estaban «arruinando el negocio» y llevando a los negreros a la ruina. Tappe vino a comer con ellos en Le Mexicano, trayéndoles de regalo botijas de vino y latas de conserva. Flora sintió arcadas viendo la voracidad con que el negrero se embutía a mordiscos las piernas de cordero y el asado de carne, entre largos tragos de vino que lo hacían eructar. Tenía en la actualidad veintiocho negros, veintiocho negras y treinta y siete negritos, que, decía, gracias «a don Valentín» -el látigo que llevaba enrollado en la cintura- «se portaban bien». Ya borracho, les confesó que, debido al temor de que sus sirvientes lo envenenaran, se había casado con una de sus negras, a la que le hizo tres hijos «que salieron como el carbón». A su mujer le hacía probar todas las comidas y bebidas por si los esclavos intentaban envenenarlo.

Otro personaje que quedaría grabado en la memoria de Flora fue el desdentado capitán Brandisco, un veneciano, cuya goleta estaba anclada en la bahía de La Praia junto a Le Mexicano. Los invitó a cenar en su barco y los recibió vestido como figurante de opereta cómica: sombrero de plumas de pavo real, botas de mosquetero, un apretado pantalón de terciopelo rojo y una camisola tornasolada con pedrerías que destellaban. Les mostró un baúl de sartas de vidrio, que, se jactó, cambiaba por negros en las aldeas africanas. Su odio al inglés era peor que el del ex seminarista Tappe. Al veneciano, los ingleses lo sorprendieron en altamar con un barco lleno de esclavos y le confiscaron la nave, los esclavos, todo lo que tenía a bordo, y lo encerraron por dos años en una prisión, donde contrajo una piorrea que lo dejó sin dentadura. A los postres, Brandisco intentó venderle a Flora a un negrito muy despierto, de quince años, para que fuera «su paje». A fin de convencerla de lo sano que era el muchachito, ordenó al adolescente que se sacara el taparrabos, y él, al instante, les mostró sonriendo sus vergüenzas.

Sólo tres veces bajó Flora de Le Mexicano para visitar La Praia, y, las tres, vio en la candente placita a soldados de la guarnición colonial azotando esclavos por cuenta de sus dueños. El espectáculo la entristecía y enfurecía tanto que decidió no sufrido más. Y anunció a Chabrié que permanecería en el barco hasta el día de la partida.

Fue la primera gran lección de ese viaje, Florita. Los horrores de la esclavitud, injusticia suprema en este mundo de injusticias que había que cambiar, para volverlo humano. Y, sin embargo, en el libro que publicaste en 1838, Peregrinaciones de una paria, contando aquel viaje al Perú, en el relato de tu paso por La Praia incluías aquellas frases sobre «el olor a negro, que no puede compararse con nada, que da náuseas y que persigue por todas partes» de las que nunca te arrepentirías bastante. ¡Olor a negro! Cuánto habías lamentado después esa imbecilidad frívola, que repetía un lugar común de los esnobs parisinos. No era el «olor a negro» lo repugnante en aquella isla, sino el olor a la miseria y la crueldad, al destino de esos africanos al que los mercaderes europeos habían, convertido en productos comerciales. Pese a todo lo que habías aprendido en materia de injusticia, todavía eras una ignorante cuando escribiste las Peregrinaciones de una paria.

El último día en Lyon fue el más atareado de los cuatro. Se levantó con fuertes cólicos, pero a Eléonore, que le aconsejaba quedarse en cama, le respondió: «A una persona como yo no le está permitido enfermarse». Medio arrastrándose, fue a la reunión que el comité de la Unión Obrera le tenía organizado en un taller con una treintena de sastres y cortadores de paños. Eran todos comunistas icarianos, y tenían como su biblia (aunque muchos sólo lo conocían de oídas pues eran iletrados) el último libro de Étienne Cabet, publicado en 1840: Viaje por Icaria. En él, el antiguo carbonario, con el subterfugio de relatar las supuestas aventuras de un aristócrata inglés, Lord Carisdall, en un fabuloso país igualitario sin bares ni cafés ni prostitutas ni mendigos -¡pero con baños en las calles!-, ilustraba sus teorías sobre la futura sociedad comunista, donde, mediante los impuestos progresivos a la renta y a la herencia, se lograría la igualdad -económica, se aboliría el dinero, el comercio y se establecería la propiedad colectiva. Sastres y cortadores estaban dispuestos a viajar al África o América, como lo hizo Robert Owen, a constituir allá la sociedad perfecta de Étienne Cabet, y cotizaban para la adquisición de tierras en ese nuevo mundo. Se mostraron poco entusiasmados con el proyecto de Unión Obrera universal, que, comparado con su paraíso icariano, donde río había pobres, ni clases sociales, ni ociosos, ni servicio doméstico, ni propiedad privada, donde todos los bienes eran comunes y el Estado, «el soberano lean›, alimentaba, vestía, educaba y entretenía a todos los ciudadanos, les parecía una alternativa mediocre. Flora, a modo de despedida, ironizó: era egoísta querer ir a refugiarse en un Edén particular dando la espalda al resto del mundo, y muy ingenuo creer al pie de la letra lo que decía Viaje por Icaria, un libro que no era científico ni filosófico, ¡nada más que una fantasía literaria! ¿Quién, con dos dedos de sensatez en la mollera, iba a tomar una novela como un libro doctrinario y una guía para la revolución? ¿Y qué clase de revolución era esa del señor Cabet que tenía a la familia por sagrada y conservaba la institución del matrimonio, compraventa disimulada de las mujeres a sus maridos?

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