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Al regresar a Francia, Flora rescató a Aline y ésta pudo disfrutar de su madre apenas tres añitos. Pero, en fin, Gustave Arosa lo decía y debía ser verdad, pues se lo había dicho la propia Aline: ese período, entre el regreso de la abuela Flora del Perú, cuando sacó a tu madre de Angouleme y se la llevó con ella a París, a la casita de la rue du Cherche-Midi 42, y la matriculó, como alumna externa, en un colegio para niñas de la vecina rue d'Assas, fue el mejor de su vida, el único en que Aline gozó de su madre, de un hogar, de esa rutina cálida que fingía la normalidad. Hasta el 31 de octubre de 1835, en que comenzó aquella pesadilla que sólo acabaría tres años más tarde, con el pistoletazo de la rue du Bac. Ese día, acompañada por una criada, Aline Chazal regresaba del colegio a casa. Un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos saltando de sus órbitas, la detuvo en plena calle. De un bofetón apartó a la aterrorizada criada y a empellones metió a Aline al coche que lo esperaba, chillando: «Una niña como tú debe estar con su padre, un hombre de bien, y no con la perdida de tu madre. Has de saber que yo soy tu padre, André Chazal». 31 de octubre de 1835: comienzo del infierno para Aline.

«Vaya manera de enterarse de la existencia de su progenitor», dijo Gustave Arosa, condolido hasta los huesos. «Tu madre tenía apenas diez años y era la primera vez que veía a André Chazal.» Fue el primer rapto, de los tres que la niña padeció. Esos secuestros hicieron de ella el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre y que tú pintaste en ese retrato perdido, Palio Pero, peor que el rapto, que esa manera abusiva y brutal de presentarse a Aline, fueron los motivos del rapto, las razones que indujeron a esa inmundicia humana a secuestrada. ¡La codicia! ¡El dinero! ¡La ilusión de un rescate con el oro imaginario del Perú! ¿De dónde le llegó el rumor, el mito, a la escoria muerta de hambre que era tu abuelo André Chazal, que la mujer que lo abandonó había regresado del Perú bañada por las riquezas de los Tristán de Arequipa? No la raptó por amor paternal, ni por orgullo de marido vejado. Sino para chantajear a la abuela Flora y desplumada de unas imaginarias riquezas que habría traído de América del Sur. «No hay límites para la vileza, para la bajeza, en ciertos seres humanos», protestó Gustave Arosa. En efecto, la conducta de André Chazal fue la de los peores especímenes de la vida animal: los cuervos, los buitres, los chacales, las víboras. El miserable tenía las leyes de su parte, la mujer que huía de su hogar era, para la beata moral del reino de Louis-Philippe, tan indigna como una puta, y con menos derechos que las putas a reclamar nada de la legalidad.

Qué bien se había portado en esa ocasión Madame-la-Colere, ¿no, Paul? Ésas eran las cosas que hacían que sintieras de pronto una admiración ilimitada, una solidaridad visceral por esa abuela que murió cuatro años antes de que nacieras. Estaría rota, destrozada, con el secuestro de su hija. Pero no perdió la presencia de ánimo. Y, a lo largo de un mes, valiéndose de sus parientes maternos, los Laisney (principalmente su tío, el comandante Laisney), gestionó un encuentro con su marido. Porque el secuestrador de Aline seguía siendo su marido ante la ley. La reunión tuvo lugar en Versalles, cuatro semanas después del rapto, en casa del comandante Laisney. Imaginabas muy bien la escena y alguna vez garabateaste unos bocetos representándola. La fría discusión, los reproches, los gritos. Y, de pronto, la magnífica abuela reventándole un florero, ¿una olla, una silla?, a Chazal en la cabeza, y, aprovechando la confusión, tomando a Aline de la mano y escapando con ella por las calles desiertas y empapadas de Versalles. Una lluvia providencial facilitó su fuga. ¡Qué abuela la tuya, Koke!

A partir de ese soberbio rescate, en la memoria de Paul aquella historia se enredaba, espesaba y repetía, como en un mal sueño. Denunciada, perseguida, la abuela Flora iba de comisaría en comisaría, de fiscal en fiscal, de tribunal en tribunal. Como el escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela Flora podían visitada, por separado, sólo una vez al mes.

El 28 de julio de 1836 Aline fue secuestrada por segunda vez. Su padre la sacó a la fuerza del internado regentado por mademoiselle Durocher, 5 rue d'Assas, y la encerró, en secreto, en un pensionado de mala muerte, en la rue du Paradis-Poissonniere. «¿Te imaginas el estado de ánimo de esa niña con semejantes sobresaltos, Paul?», lloriqueó Gustave Arosa. A las siete semanas, Aline escapó de ese encierro, descolgándose por una ventana, y consiguió llegar donde la abuela Flora, quien vivía ya en la rue du Bac. La niña pudo disfrutar un par de meses de la casa materna.

Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor significaría para ella la cárcel.

Ahora venía la parte más sucia y maloliente de la historia. Tan sucia y maloliente que, aquella tarde, cuando Gustave Arosa, creyendo congraciarse así contigo, te mostró la cartita de abril de 1837 que la niña hizo llegar a la abuela Flora cinco meses después de haber sido secuestrada por tercera vez, apenas comenzaste a leerla cerraste los ojos, enfermo de asco, y se la devolviste a tu tutor. Aquella cartita había figurado en el juicio, aparecido en los periódicos, formado parte del expediente judicial, hecho correr habladurías y chismes en los salones y mentideros parisinos. André Chazal vivía en un cubil sórdido, en Montmartre. La niña, desesperada, con faltas de ortografía en cada frase, rogaba a su madre que la rescatara. Tenía miedo, dolor, pánico, en las noches, cuando su padre -«el señor Chazal», decía-, generalmente borracho, la hacía acostarse desnuda con él en la única cama del lugar, y, él, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba, se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara. Tan sucio, tan maloliente, que Paul prefería pasar como sobre ascuas por ese episodio y la denuncia que hizo la abuela Flora contra André Chazal por violación e incesto. Terribles, enormes acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó que «no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto». La sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un internado.

¿Habías puesto todos esos dramas mezclados con gran guiñol en el Retrato de Afine Gauguin, Paul? N o estabas seguro. Querías recuperar esa tela para averiguarlo. ¿Era una obra maestra? Tal vez, sí. La mirada de tu madre en el cuadro, recordabas, despedía, desde su timidez congénita, un fuego quieto, oscuro, con visajes azulados, que traspasaba al espectador e iba a perderse en un punto indeterminado del vacío. «¿Qué miras en mi cuadro, madre?» «Mi vida, mi pobre y miserable vida, hijo mío. Y la tuya también, Paul. Yo hubiera querido que, a diferencia de lo que le ocurrió a tu abuelita, a mí, a tu pobre padre que murió en medio del mar y enterramos en ese fin del mundo, tú tuvieras otra vida. De persona normal, tranquila, segura, sin hambre, sin miedo, sin fugas, sin violencia. No pudo ser. Te legué la mala suerte, Paul. Perdóname, hijo mío.»

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