– No se preocupe, señora. La niña no puede seguir viviendo así, por los caminos, como una gitanilla. Déjela conmigo, hasta que su situación se arregle. Le he tomado cariño y la cuidaré como a una hija.
– El más noble y generoso ser que he conocido -exclamó Flora-. Sin ella, yo y Aline hubiéramos muerto en esos días terribles. ¡Madame Bourzac! Una campesina humilde, que apenas sabía escribir su nombre.
– ¿Ya había decidido usted partir al Perú? -el doctor Émile Goin la miraba con tanta fascinación que Flora se ruborizó.
– ¿Qué me quedaba? ¿Adónde podía seguir huyendo de André Chazal y de la mal llamada justicia francesa?
De Angouleme escribió una carta a don Mariano de Goyeneche, el primo de don Pío Tristán que vivía en Burdeos. Flora había estado ya en contacto epistolar con él, para recibir el dinero de Arequipa. Le pedía una audiencia, a fin de confiarle un asunto delicado de la mayor urgencia. Debía ser de viva voz. Don Mariano de Goyeneche contestó de inmediato, muy cordial. La hijita de don Mariano Tristán, su primo, podía venir a Burdeos cuando quisiera. Sería recibida con los brazos abiertos y todo el cariño del mundo. Don Mariano no tenía familia y estaba feliz de hospedada por el tiempo que ella quisiera.
– Aquí debo interrumpir la historia -dijo Flora, de manera abrupta, poniéndose de pie-. Es tardísimo y mañana temprano parto a Saint-Étienne.
Cuando, al despedida, el doctor Goin le besó la mano, Flora notó que sus labios húmedos se demoraban sobre su piel, insinuantes. «Me desea», pensó, disgustada. El desagrado le impidió dormir su última noche en Roanne, y la tuvo tensa y malhumorada al día siguiente durante el viaje en tren a Saint- Étienne. Y, en cierto modo, la persiguió, acosó, y no pudo desembarazarse de él toda la semana que pasó en aquella ciudad de militares cretinos y semicretinos, y de obreros beatos e idiotas, impermeables a toda idea inteligente, a todo sentimiento altruista, a toda iniciativa social. Lo único bueno que le ocurriría en la semana de Saint-Étienne fueron las dos cartas -largas, tiernas- de Eléonore Blanc, a la que contestó también extensas misivas. Como suponía, el comité de Lyon iba viento en popa.
En los cuatro talleres de tejedores que visitó -dos de hombres, uno de mujeres y otro mixto- se quedó sorprendida al saber que, al principio y al fin de la jornada, obreras y obreros rezaban. En uno de ellos la invitaron a sumarse a la plegaria. Cuando les explicó que no era católica, porque, a su juicio, la Iglesia era una institución opresora de la libertad humana, la miraron con tanto espanto que temió que la insultaran. De todas las reuniones salió convencida de que perdía su tiempo. Pese a sus esfuerzos, no ganaría a casi nadie para la Unión Obrera. En efecto, al final no pudo constituir el comité organizador con los diez miembros acostumbrados; debió conformarlo con siete y sospechando, además, que la mitad desertaría apenas ella partiera.
Para que la visita a Saint-Étienne no resultara inútil, se dedicó a esos estudios sociales que, después de la acción política, tanto le gustaban. Desde una mesa del simpático Café de París, donde tomaba sus desayunos y comidas, y de cuya dueña se hizo amiga, se dedicó a observar a los oficiales de la guarnición que habían hecho del Café de París una sucursal del cuartel.
Pronto llegó a la conclusión de que los militares de línea eran tarados congénitos, y que los oficiales de artillería, aunque alcanzaban los niveles del ser humano normal, lucían una arrogancia y un esnobismo nauseabundos. Por lo visto, estos oficiales, hijos de familias adineradas de la alta burguesía o la aristocracia, nada tenían que hacer en la vida salvo venir al Café de París, a jugar al dominó o a las cartas, a beber, fumar, contarse chistes y lanzar piropos a las damas que cruzaban la acera, en espera de alguna guerra en que ocuparse. Con Flora pretendieron coquetear también, al principio. Pero, desistieron, porque sus maneras desenvueltas e irónicas los incomodaban. Les gustaban las mujeres sumisas, como sus ordenanzas y sus caballos. Flora se dijo que había sido muy sensato seguir las enseñanzas del conde Saint-Simon y prohibir, en la nueva sociedad planeada por la Unión Obrera, la fabricación de toda clase de armas y abolir el ejército.
La fogata de recuerdos encendida en la cena donde los Goin, en Roanne, siguió chisporroteando durante su visita a Saint-Étienne. Aquella estancia en Burdeos, en el palacete del increíblemente rico don Mariano de Goyeneche, que se empeñó en que ella lo llamara «tío Mariano» y la llamó siempre «sobrina Florita», fue una fantasía hecha realidad. Nunca habías estado en una casa tan suntuosa, ni visto tantos criados, ni sospechado lo que era vivir como una persona rica. Nunca habías sido tratada con tanta deferencia, halagos y comodidades. Sin embargo, Andaluza, no fuiste totalmente feliz en esos meses de Burdeos, porque todavía no estabas acostumbrada a mentir. Vivías en el miedo, la desazón y la incertidumbre, con pánico de contradecirte, desdecirte, ser descubierta, humillada y regresada a tu verdadera condición, por don Mariano de Goyeneche y por su sombra, hombre de confianza, secretario y sacristán: Ismaelillo, el Eunuco Divino.
Don Mariano de Goyeneche se tragó las mentiras de Flora sin el menor recelo. Le creyó que, por la reciente muerte de su madre, había quedado sola en el mundo, sin parientes ni amistades en París, y que en estas circunstancias había concebido la idea -el anhelo, el sueño- de viajar al Perú, a Arequipa, a conocer la tierra de su padre, a tratar a su familia paterna, a pisar la casa donde nació su progenitor. Allá se sentiría protegida, consolada de su desamparo y soledad. Flora se pasó por los ojos el pañuelito de gasa, deformó su voz y fingió un sollozo. El anciano de cabellos blancos, facciones adustas y trajes oscuros que parecían hábitos, se conmovió, y, mientras ella le refería su desgracia, le cogió la mano varias veces, asintiendo. Sí, sí, Florita, una joven como ella no podía quedar sola en este mundo. La hija de su primo Mariano Tristán debía viajar al Perú, donde su tío, su abuela, sus primos y primas le brindarían el calor y el afecto que colmaran el vacío dejado por el fallecimiento de su madre. Escribiría a Pío, previniéndolo de su viaje, y él mismo se ocuparía de buscarle un buen barco y de recomendada para que hiciera el largo viaje en toda seguridad. Mientras esperaban noticias de Arequipa, Florita no se movería de Burdeos, ni de esta casa, a la que su juventud alegraría. Don Mariano de Goyeneche estaba feliz de que su sobrinita viniera a hacerle compañía por unos meses.
Casi un año pasó alojada en la casa señorial de don Mariano de Goyeneche, un hombre que, si aún vivía, debía odiarte y despreciarte tanto como once años atrás te acariñó y protegió. Un hombre que te creyó soltera y virgen cuando, en verdad, eras una esposa prófuga, madre de tres niños (dos vivos y uno muerto) que, por lo demás, tampoco habías perdido a tu madre, aún viva en París, aunque, por la manera como tomó partido por André Chazal, ella había muerto para ti, pues nunca volverías a verla ni escribirle. ¿Qué cara habría puesto don Mariano de Goyeneche, leyendo, en Peregrinaciones de una paria, la verdad sobre los embustes que le hiciste tragar? ¡La sobrinita pura y cándida, a la que le pagó un pasaje al Perú, resultó ser una esposa y madre indigna, perseguida por la policía!
Se habría ido a confesar, y, esa noche, apretado más el cilicio sobre sus entecas carnes.
Era, con Ismaelillo, el Eunuco Divino, el ser más católico que Flora conoció. Un católico tan integral, tan obsesivo, que, más que un creyente, parecía una caricatura. Su máximo orgullo (alimentado tal vez de secreta envidia) era que su hermano menor fuera el arzobispo de Arequipa. «Un príncipe de la Iglesia en la familia, Florita! ¡Qué honor y qué responsabilidad!» Se había quedado solterón para cumplir mejor sus obligaciones con la Iglesia y con Dios, aunque no había hecho esos votos de castidad, pobreza y obediencia que, en cambio, había hecho al parecer Ismaelillo. Iba a misa todos los días, a la catedral, y varias veces a la semana volvía a la iglesia en las tardes, para la bendición y el rosario. Arrastraba a Flora a misas, vísperas, novenas, sahumerios, procesiones. Ella hacía extraordinarios esfuerzos para simular una devoción parecida a la de don Mariano a la hora de rezar: arrodillado, no en el reclinatorio sino en la fría losa, las manos en el pecho, los ojos cerrados, todo su cuerpo en actitud de contrición y humildad, y la expresión absorta en la oración. Visitaban la casa sacerdotes, párrocos, directores de obras pías, hermanas de la Caridad, congregaciones. A todos recibía don Mariano con afecto, les ofrecía tazas de chocolate humeante «venido del Cusco», acompañado de biscotelas y golosinas, y los despedía con generosas caridades.