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Pero, en Pont-Aven encontró otros amigos, pintores jóvenes que lo conocían y admiraban, por sus cuadros y por su leyenda de explorador de lo exótico, que abandonó París para buscar inspiración en los lejanos mares de la Polinesia: el irlandés Roderic O'Conor, Armand Seguin y Émile Jourdan, quienes, al igual que sus amantes o esposas, lo recibieron con los brazos abiertos. Se disputaban por halagarlo, y se mostraron tan obsequiosos con Annah como con él. En cambio, Marie-Henry, Marie la Muñeca, la del albergue de Le Pouldu, pese a haberlo saludado de manera afectuosa, fue terminante: los cuadros no eran prestados ni empeñados. Eran el pago por el cuarto y la pensión. No se los devolvería. Porque, aunque, según decían, ahora no valían gran cosa, en el futuro tal vez sí. No hubo nada que hacer.

La cordial acogida que Paul y Annah recibieron de los vecinos de Pont-Aven, sin embargo, mudó con el paso de los días en una actitud distante, y, luego, de sorda hostilidad. La razón eran las chiquillerías, escándalos y bromas, a veces de subido mal gusto, con que O'Conor, Seguin, Jourdan y otros jóvenes artistas instalados en PontAven, se divertían, azuzados por Annah, feliz con los excesos de esos bohemios. Se emborrachaban y salían a la calle a hacer pasar malos ratos a las señoras del vecindario; improvisaban mojigangas en las que la Javanesa era la heroína. Las expresiones y poses descaradas de Annah y su risa torrencial, dejaban estupefactos a los vecinos, que, en las noches, desde las ventanas de sus casas les afeaban su conducta, mandándolos callar. Paul participaba de lejos, como espectador pasivo, en estas farsas. Pero su presencia era un silencioso aval a las locuras de sus discípulos, y las gentes de Pont-Aven lo hacían a él, por su edad y autoridad, el responsable.

El escándalo más comentado fue el de los pollos, concebido por la incorregible Javanesa. Ella convenció a los jóvenes discípulos de Paul -así se proclamaban ellos mismos- que se metieran a escondidas en el gallinero del tío Gannaec, el mejor provisto de la localidad, y, cambiándoles el agua por sidra, emborracharan a los pollitos. Luego, les rociaron botes de pintura, abrieron el gallinero y los ahuyentaron hacia la plaza, donde, en plena retreta del domingo, irrumpió aquella alucinante procesión de aves zigzagueantes y ruidosas, multicolores, que piaban con estruendo y daban vueltas sobre sí mismas o rodaban, desbrujuladas. La indignación del pueblo fue estentórea. El alcalde y el párroco dieron sus quejas a Gauguin y lo exhortaron a poner freno a esos alocados. «Cualquier día, esto terminará mal», sentenció el párroco.

En efecto, terminó muy mal. Semanas después del episodio de los pollos ebrios y pintarrajeados, el soleado 25 de mayo de 1894, todo el grupo -O'Conor, Seguin, Jourdan y Paul, más sus respectivas amantes o esposas, y Taoa-, aprovechando el excelente tiempo decidió hacer un paseo a Concarneau, antiguo puerto pesquero, a doce kilómetros de Pont-Aven, que conservaba las viejas murallas y las casas de piedra del barrio medieval. Desde que entraron al paseo marítimo, contiguo al puerto, Paul tuvo el presentimiento de que algo desagradable iba a ocurrir. Las tabernas estaban repletas de pescadores y marineros que, en las terrazas, bajo el espléndido sol, bajaban sus jarras de sidra y cerveza para ver pasar, con los ojos aletados, a ese grupo estrafalario de hombres con los cabellos larguísimas, de atuendos estridentes, y señoras llamativas, entre las cuales, contoneándose como una artista de circo, una negra tiraba de una cuerda a un mono chillón y les mostraba los dientes. Escucharon exclamaciones de sorpresa, de disgusto, advirtieron gestos amenazadores: «¡Fuera, payasos!». A diferencia de las de Pont-Aven, las gentes de Concarneau no estaban acostumbradas a los artistas. Y menos a que una negra diminuta les hiciera morisquetas.

A la mitad del paseo marítimo una nube de chiquillos los rodeó. Los miraban con curiosidad, algunos sonreían, otros les decían en su crujiente bretón cosas que no parecían muy cordiales. De pronto, empezaron a tirarles piedrecitas, guijarros, que llevaban en los bolsillos. Apuntaban sobre todo a Annah y a la manita, que, asustada, se estrechaba contra las faldas de su ama. Paul vio que Armand Seguin se apartaba del grupo, corría, alcanzaba a uno de los chicos que los apedreaban y lo sacudía de una oreja.

Entonces todo se precipitó de una manera que Paul recordaría después como vertiginosa. Varios pescadores de la taberna más cercana se pusieron de pie y vinieron hacia ellos a la carrera. En pocos segundos, Armand Seguin volaba por los aires, sacudido a empellones por un hombrón con zuecos y gorra marinera que rugía: «A mi hijo sólo le pego yo». Cayendo y trastabillando, Armand retrocedió, retrocedió, y terminó rodando al espumoso mar que golpeaba el parapeto. Reaccionando con ímpetu juvenil, Paul descargó su puño contra el agresor, al que vio desmoronarse, rugiendo, con las dos manos en la cara. Fue lo último que vio, pues, segundos después, caía sobre él un remolino de hombres en zuecos que lo golpeaban y pateaban desde todas las direcciones y en todo su cuerpo. Se defendió como pudo, pero resbaló y tuvo la seguridad de que su tobillo derecho, triturado y cercenado, se partía en cuatro. El dolor le hizo perder el sentido. Cuando abrió los ojos, resonaban en sus oídos alaridos de mujeres. Arrodillado a sus pies, un enfermero le señalaba en su pierna desnuda -le habían cortado el pantalón para examinarlo- un hueso saliente y astillado, que asomaba entre carne sanguinolenta. «Le han roto la tibia, señor. Tendrá que guardar mucho reposo.»

Mareado, dolorido, con vómitos, recordaba como un mal sueño el regreso a Pont-Aven en un coche de caballos que en cada hueco o barquinazo lo hacía aullar. Para adormecerlo, le alcanzaban traguitos de un aguardiente amargo, que le raspaba la garganta.

Guardó cama dos meses, en un cuartito de techo bajísimo y ventanas pigmeas de la pensión Gloanec, convertida en enfermería. El médico lo descorazonó: con la tibia rota era impensable que regresara a París, o, incluso, intentara ponerse de pie. Sólo el reposo absoluto permitiría que el hueso volviera a su sitio y soldara; de todos modos, quedaría cojo y en adelante debería usar bastón. De esas ocho semanas inmovilizado en una cama, recordarías el resto de tu vida los dolores, Paul. Mejor dicho, un solo dolor, ciego, intenso, animal, que te empapaba de sudor o te hacía tiritar, sollozar y blasfemar enloquecido, sintiendo que perdías la razón. Calmantes y analgésicos no servían de nada. Sólo el alcohol, que bebías en esos meses casi sin parar, te atontaba y sumía en breves intervalos de calma. Pero, pronto, ni siquiera el alcohol apaciguaba ese tormento que te hacía implorar al médico -venía una vez por semana-: «¡Córteme la pierna, doctor!». Cualquier cosa, con tal de poner fin al suplicio infernal. El médico se decidió a prescribirte el láudano. El opio te adormecía; en el atontamiento vago, en esos lentos remolinos de paz, te olvidabas de tu tobillo y de Pont-Aven, del incidente de Concarneau y de todo. Sólo quedaba en la mente un pensamiento fijo: «Es un aviso. Parte cuanto antes. Vuelve a la Polinesia y no regreses a Europa nunca más, Koke».

Luego de un tiempo incalculable, después de una noche en la que, por fin, durmió sin pesadillas, una mañana se despertó, lúcido. El irlandés O'Conor montaba guardia junto a su cama. ¿Qué era de Annah? Tenía la impresión de no haberla visto hacía muchos días.

– Se fue a París -le dijo el irlandés-. Estaba muy triste. No podía seguir aquí, desde que los vecinos envenenaron a Taoa.

Eso era, al menos, lo que la Javanesa suponía. Que los vecinos de Pont-Aven, que odiaban a Taoa tanto como a ella, le habían preparado a la manita ese menjunje con plátanos que le produjo una indigestión que la mató. En vez de enterrarla, Annah evisceró al animalito con sus propias manos, entre sollozos, y se llevó los restos consigo, a París. Paul recordó a Titi Pechitos cuando, harta del aburrimiento de Mataiea, lo dejó para regresar a las noches agitadas de Papeete. ¿Volverías a ver a la traviesa Javanesa? Seguro que no.

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