– Muy bien -dijo Arktofilax al final-. Ésta debe ser la gran sala inicial, que pertenece al Protocolo de Teseo; el Protocolo de Jasón lo hemos cumplido en la Primera Puerta, y ahora tenemos que resolver un Laberinto clásico con Centro; en realidad, se puede decir que ésta es una parte centrípeta, o mejor, falsamente centrípeta, porque el resto de las entradas son falsas; -se detuvo y esbozó un gesto de escepticismo-; por lo menos, eso es lo que parece. El Centro de esta parte del Laberinto es el hiperboloide que conecta suelo y techo, es decir, la vía de las dimensiones, y se llama Cadroiani.
– En resonancia, imagino, con Defrobani, Taprobani y Airobani.
– Dejemos la toponimia. Estamos en la parte irracionalista del Laberinto -dijo Arktofilax-, y con lo que tenemos es improbable que exista una razón previa programática que permita recorrerlo. Debemos decidir si retrocedemos, por si alguna bifurcación nos lleva a otras salidas más próximas al Cadroiani, o al propio Cadroiani, o bien descendemos y procuramos llegar por el exterior, lo que sería poco recomendable si el terreno es tan accidentado, y además poco útil, porque la salida está en el interior del hiperboloide y no en la superficie, o bien buscar una cavidad y llegar por dentro, donde, a buen seguro, está la verdadera estructura del Laberinto.
– En caso de que decidamos bajar, ¿cómo lo haremos? -dijo Ígur.
– No deberías preocuparte por eso -dijo Arktofilax con ironía benévola-. ¿No tenías una amiga trapecista?
Se extendieron en diversas consideraciones, tanto de orden conceptual como práctico, e Ígur supo que siempre se había hablado de la existencia de una gran sala que abarcaba no tan sólo el subsuelo de la Falera, sino parte de las rocosidades adyacentes y del núcleo urbano de Gorhgró, y que se decía que el lado del cuadrado que la englobaba medía casi veintinueve kilómetros, y la altura, unos seis (lo que de confirmarse coincidiría admirablemente con la cifra que había proporcionado el emisor resonante), y finalmente el Magisterpraedi propuso descolgarse por la abertura. Puesto que el razonamiento era una reducción al absurdo, Ígur no tuvo nada que contraponer, y cuando todo estuvo a punto, tomaron una comida frugal y se concedieron un breve reposo.
Finalmente, con el equipaje al hombro, se descolgaron en balanza por el agujero hasta veinte metros por debajo de la trampa, y allí se detuvieron para escoger el lugar de aterrizaje; tras una amplia inspección con binóculos, consideraron tres posibilidades: una plataforma en la que parecían apreciarse tres concavidades confluyentes, un sotechado en forma de espiral lleno de grietas practicables, y una pequeña cavidad en forma de media luna.
– La espiral -dijo Ígur- es lo más accesible porque está más elevada que lo demás, pero la plataforma está en la dirección del Cadroiani.
– Ninguna de esas razones es más que una apreciación relativa, dependiendo del lugar de donde venimos. Es el momento de guiarse por la respiración del Fidai -Ígur lo miró con recelo; ni Omolpus ni Debrel habían mostrado nunca tener en demasiado buen concepto la tal pretendida virtud aplicada al conocimiento; Arktofilax disimuló un gesto divertido-; probaremos la media luna.
A Ígur lo mismo le daba una cosa como otra; en realidad, el panorama se le antojaba muy descorazonador, y se temía una larga dilación por el interior de las estructuras hasta llegar al Centro. El procedimiento para acceder a la media luna, situada a más de mil cien metros en vertical respecto del cono de donde procedían, y a una distancia en proyección en planta de unos setecientos, y, por lo tanto, a una distancia real del orificio de más de mil trescientos metros, era digno de la mejor celebración en el Palacio Conti, e Ígur se imaginó cómo habría disfrutado Fei. Hecha la apreciación de la distancia precisa con el resonador, Ígur y Arktofilax se situaron, atados el uno al otro, en la medida correspondiente del cable que los sostenía, y ayudados por el cable auxiliar y por el propio impulso, iniciaron un vertiginoso balanceo que, a medida que descendían, los fue aproximando al orificio en forma de media luna; el interior de la sala tenía turbulencias de aire, e Ígur se imaginó a ambos estrellándose contra los abruptos salientes de las paredes contiguas; la amplitud de la oscilación aumentaba cada vez con más esfuerzo y más riesgo de imprecisiones, y cuando calcularon que saliendo en tangente de un punto determinado del arco del péndulo la trayectoria parabólica los conduciría al centro de la media luna, Ígur y Arktofilax se soltaron a la vez y aterrizaron.
La entrada de la media luna, que entre extremos medía casi veinte metros, por poco menos de tres y medio de abertura en el punto central, tenía el suelo fuertemente inclinado hacia el interior, al punto que resultaba difícil mantenerse de pie; allí, los expedicionarios recogieron sus herramientas.
– Entiendo -dijo Ígur- que hemos cruzado el Protocolo de Jasón, que es el de la Entrada, y estamos en pleno Protocolo de Teseo.
– Si no vamos errados, pasado el Cadroiani entraremos en el Protocolo siguiente. El Protocolo de Teseo -dijo como si hiciera un esfuerzo por recordar- representa el nudo del Laberinto propiamente dicho, y si tiene un Centro puede tener una resolución de llegada y una resolución de salida, lo que los antiguos llamaban Taurocarenos (o Taurometopos) y Taurosfagos. Por lo tanto, también puede ser que tengamos que resolver un enigma para entrar en el Cadroiani, y es posible que encontremos otro para abandonarlo.
– El Toro y el Dragón -dijo Ígur.
– El Dragón y el Toro, para ser precisos. En realidad, hasta ahora no hemos entrado en el Laberinto, porque los árboles son pseudolaberintos, ya que si se respeta un orden es posible encontrar la salida aunque se tenga que recorrer entero.
– Debrel decía que en esos casos el tiempo es el factor añadido que hace que no sea conveniente confiar en tal tipo de recorrido.
– Debrel era una gran sabio -dijo Arktofílax.
Se adentraron por el pasillo que se iniciaba en el extremo de la media luna, y enseguida encontraron bifurcaciones simples, después complejas, más adelante cruces, y finalmente nodos. El Magisterpraedi dijo que toda esa parte era natural, y por tanto el único problema que podían tener era el de ir a parar a un callejón sin salida (lo que ocurrió dos o tres veces), y se trataba de confiar en la suerte y que no fueran demasiado profundos; resolvía los dilemas con la brújula, escogiendo el camino que más directamente apuntaba al Cadroiani y poniendo una señal por si tenían que retroceder, tal como marca la preceptiva.
– Me cuesta creer -dijo Ígur- que el Centro no esté protegido por un enigma o por una ley.
– Debe estarlo -dijo Arktofilax con paciencia-, pero vistas las dimensiones del conjunto y las dificultades naturales, les debía parecer inútil extenderlo a toda la superficie de la gran sala, dado además que es muy improbable que la mayor parte sea nunca transitada -se detuvo-; quizá más que inútil les debía resultar imposible.
Llegó un momento en que las opciones del recorrido eran tridimensionales: salas más o menos esféricas con orificios transitables en todas direcciones, más adelante, nudos ambiguos de pasillos y plataformas intermedias, diluidos en superficies dobles, superficies continuas y escalinatas con formas caprichosas y toboganes con bifurcaciones de las que no se veían ni principio ni final. Arktofilax se guiaba por la brújula entre parajes cada vez más abruptos, entre desplomes y cascadas de aguas dudosas.
– Esto ya no es natural -dijo Ígur, que empezaba a sentirse perdido.
– Cierto, pero aquí no existe ley, y por lo tanto no nos queda más remedio que poner marcas y confiar en la suerte.
Un poco más adelante, había un lugar en el que la iluminación fallaba, y tenían que echar mano de linternas; se oían ruidos extraños, del techo colgaban excreciones inidentificables, y por el suelo bullían aguas fétidas; llegó un momento en que la brújula daba vueltas sin control. Arktofilax se la mostró a Ígur.